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EL FRAILE QUE ARRODILLÓ A LA REINA

El FRAILE QUE ARRODILLÓ A LA REINA

Monumento a Fray Hernando de Talavera
Monumento a Fray Hernando de Talavera

Un fraile jerónimo de cuerpo delgado y rostro alargado permanecía sentado en la gran sala abovedada que daba entrada a las dependencias del Santo Oficio. La expresión de su nariz aguileña y sus ojos, tan vivos a pesar de su edad, causaban al joven clérigo que le acompañaba una sensación de serenidad que ninguna otra persona había conseguido transmitirle. Dos criados que cruzaron las frías dependencias, al pasar junto a él, murmuraron  sorprendidos que el modesto fraile que ahora esperaba sentado para ser interrogado por  el Inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez Lucero, era nada menos que el arzobispo de Granada, Fray Hernando de Talavera.

Siempre había sido un hombre modesto y con humildad aceptaba la que él consideraba una dura prueba impuesta por Dios. Lucero, al que el pueblo conocía como Ael hombre de las hogueras@ se había cebado con él y con su familia. Había conseguido que unas mujeres recompensadas con unas monedas acusaran al arzobispo y a su familia de prácticas de brujería en las que sus sobrinas se entregaban embriagadas a bacanales y ritos satánicos, montando a la grupa de machos cabríos y recorriendo España para buscar prosélitos para el judaísmo.

Fray Hernando de Talavera yMaldonado, el Doctor Talavera entre otros en la exposición de Colón de su proyecto de navegación a Indias

Miraba el fraile a la pared de piedra de enfrente como si fuera a obtener de ella alguna respuesta. Se acordó de su madre, la hermosa judía que el señor de Oropesa don Fernando Álvarez de Toledo quiso tener por amante y, aunque pasó algún tiempo de su niñez en Oropesa, sus primeros recuerdos venían de Talavera de los alrededores de la calle del Contador, del patio de la casa donde sus tíos Pedro Suárez y Diego López de Ayala habían instalado a su madre para alejarla de la condesa.

Empezó a notar frío, el mismo frío húmedo de iglesia que desde los cinco años se había acostumbrado a sentir cuando cantaba en la Colegial de Talavera, mientras aprendía a leer y escribir entre el ir y venir de los canónigos. Desde entonces no había dejado de oler a cera e incienso en toda su vida. Recordaba sus visitas al monasterio de Santa Catalina donde su pariente Fray Alonso de Oropesa, más tarde General de la Orden de los jerónimos, había sido elegido en plena juventud prior del poderoso convento talaverano. Allí  pensó por primera vez en hacerse monje. En realidad, pensó, hubiera deseado permanecer toda su vida en el monasterio del Prado donde fue prior, entre sus libros y sus frailes.

Placa en la casa natal de fray Hernando de Talavera
Placa en la casa natal de fray Hernando de Talavera

En ese momento, dos dominicos cruzaron la sala mirándole de reojo sin ni siquiera saludarle, él volvió a sus pensamientos y recordó el día en que con toda su ilusión ofreció a su padre la traducción de un libro de Petrarca en la magnífica caligrafía que había aprendido en Barcelona. Asaltaban su mente imágenes de los días felices de bachiller en Salamanca, aunque la penuria económica del hijo bastardo de un noble le obligaba a tomar pupilos en su casa a los que además daba clase para poder sobrevivir. Cuando podía, se escapaba al monasterio jerónimo de San Leonardo en Alba de Tormes donde acabó ingresando como novicio. El nunca dejó de ser un fraile e incluso siendo arzobispo de Granada organizó su casa como si de un convento se tratara, imbuido de la modestia que él quiso volver a introducir en la vida religiosa de los monasterios con el impulso que sus amigos llamaban A la reforma talaverana , la que él mismo aplicó siendo prior del monasterio del Prado en Valladolid.

No tenía miedo a la muerte, pero en ese momento se acordó de las humillaciones que el Santo Tribunal había hecho pasar a su familia y un escalofrío de indignación le recorrió la espalda. Al fin y al cabo era un pobre hombre hijo de judía y ya no vivía su gran valedora, su señora la Reina Católica. Jamás se hubieran atrevido a tocarle un pelo si ella viviera. No pudo evitar recordar de nuevo la primera confesión con la reina Isabel. Siempre había dudado si en aquella ocasión había actuado tal vez con cierta soberbia cuando la reina le indicó que se arrodillara junto a ella para confesarla y él respondió: ANo señora, yo he de estar sentado y vuestra alteza de rodillas porque este es el tribunal de Dios, y aquí hago sus veces@. Pero desde entonces la reina hizo de su persona el  consejero más fiel. Hasta cuando con su amigo y paisano Maldonado, el doctor Talavera, analizaron el proyecto de Colón para viajar a las indias aconsejando a la reina que apoyara la empresa.

Casa donde es tradición que nació Fray Hernando de Talavera
Casa donde es tradición que nació Fray Hernando de Talavera

Por la insistencia de Isabel aceptó Hernando abandonar su vida monacal y hacerse obispo de Ávila. Pero no gustaba de ser un prelado al viejo estilo, un obispo cuyo fin es mandar y enseñorearse de los menores, ser temido, reverenciado, servido, regalado. No tratar sino de sus contentos y descansos, comidas espléndidas, camas blandas, número de pajes y criados, caballos, mulas aparadores y vajillas ricas, teniendo delante de sus ojos una infinidad de pobres feligreses muertos de hambre, desnudos, enfermos y lastimados. Hernando de Talavera no sería uno de ellos, pero eso le costaría las primeras enemistades de los poderosos los primeros roces con los que siempre querían que todo siguiera igual, los que decían que el fraile se dedicara a decir misa, que no se distrajera con tantos y difíciles negocios de Estado.

Pero la reina siguió confiando en su humilde persona y le hizo arzobispo del último pedazo de España que había estado en manos de los hijos de Alá, el reino de Granada. También allí quiso acercar su iglesia a los más desfavorecidos, a los vencidos, a los moriscos y a los conversos, pero intentó aproximarse a ellos sin la espada, en su misma lengua, respetando sus costumbres y hasta permitiendo su música y sus canciones en las iglesias. Pero los grandes, como siempre, como había sucedido durante siglos, no cesaban en su gula de sangre y riqueza, y ahora le tocaba a este pequeño fraile ser molido en las inmensas piedras del poder.

PIONEROS DE LA JARA

PIONEROS DE LA JARA

Cumbres de La Jara Alta y su monte cerrado
Cumbres de La Jara Alta y su monte cerrado

Rodrigo estaba ya cansado de los abusos del señor. Él amaba la aldea donde nació pero el día que, no pudiendo pagar al conde, recibió en la cara un golpe con la fusta de uno de sus soldados, decidió que para morir de miseria no hacía falta engordar a nadie y que él y su familia podían iniciar una vida tan miserable pero menos humillante en otro lugar. Cogió los cuatro trastos, los envolvió en una manta y andando con sus cuatro hijos y su mujer se encaminó hasta Talavera. Había oído decir que en la tierra de esta villa no ponían muchas trabas para asentarse en sus montes de La Jara y cruzó el Tajo buscando un poco de libertad.

Contaban con dos costales de centeno y unos cuantos panes para comenzar una nueva vida dominando un pedazo de las duras tierras jareñas. Su primo Leonardo había llegado a la zona dos años atrás y tal vez les echara una mano hasta que se pudieran mantener por sí mismos. Llegaron en marzo y Rodrigo no perdió el tiempo, trabajando con su hijo mayor de sol a sol con el gruñido del hambre en el estómago, fue limpiando de piedras y zarzas un cachillo tierra que se encontraba junto al arroyo. Había que hacer rápidamente un huerto que ese verano les diera algo de comer. Con las pizarras del arroyo fabricó una pequeña presa que las lluvias de primavera destruyeron en dos ocasiones, pero él no se amilanó. Con el barro y los juncos de las orillas volvió a restaurarla y a excavar un canal de veinte varas que llevaba el agua hasta su embrión de civilización. Tuvo que cerrar con ramas el huerto porque por las noches los jabalíes destrozaban los cultivos pero, a pesar del granizo que cayó en mayo, consiguió algo que llevar a la boca de los suyos.

La montonera en la Edad media
La montonera en la Edad media

Cuando no estaba en el huerto se le veía en la raña rozando el suelo de las tierras labrantías, sudaba arrancando jaras y cortando chaparros con su astraleja. Tenía que conseguir limpiar de monte la tierra suficiente para sembrar pan. Su centeno esperaba la sementera, y ojalá el año fuera bueno. Rodrigo no quería ni pensar en lo que sucedería si se arruinaba esa primera cosecha, la idea de su familia mendigando le revolvía las tripas.

De vez en cuando, su primo Leonardo se acercaba por allí con las cabras y siempre tenía un poco de leche o de queso que dar a sus hijos. Un día le comentó que la soledad de la majada no era buena y que tal vez algún día se bajara de la sierra para vivir junto a Rodrigo y su familia sin miedo a los osos, a los lobos y a los golfines.

El pan negro de su primer centeno les supo a gloria bendita, quizá ya no tuvieran que comer gachas de bellotas para matar el hambre. Su hijo Martín tenía una habilidad especial para cazar conejos con los lazos y las losas. Desde pequeño había mostrado curiosidad por ver cómo su padre colocaba las lanchas de piedra con un cebo y el palito que las sostenía en el justo equilibrio hasta que los pequeños animales la hacían caer atrapándolos. Otras veces se iba al río y colocaba en las chorreras sus cañales que se llenaban, sobre todo en primavera, de barbos, bogas y cachuelos. Con todo esto y algún corzo que de vez en cuando cazaba con su ballesta Rodrigo conseguían algo de chicha en el puchero.

La Jara desde las minas de oro de Sierra Jaeña

Un buen día llegaron dos nuevas familias. Rodrigo miró las manos de los hombres y supo que eran gente de bien, gente que como él querían arrancar un poco de vida a esas tierras rojas. Su hermano Leonardo ya se había acercado a vivir con ellos y había levantado la choza junto a la suya en un par de días. La alquería iba creciendo y las mujeres tenían con quien hablar. Entre todos limpiaron una vieja fuente que habían abandonado los pastores y ya no tuvieron que ir más hasta el arroyo a por agua con la borrica. A veces Leonardo sacaba su rabel, el que había hecho con una raíz de fresno, una piel de cabra, y unas crines de caballo y tocaba alguno de esos romances que había aprendido de los serranos que pasaban por el cordel con sus ganados hacia Extremadura. En una ocasión cambiaron una piel de oso por un pellejo de vino y hasta bailaron siendo felices por unas horas.

Monummento a los repoblacores medievales en Alcaudete
Monummento a los repoblacores medievales en Alcaudete

Los días pasaban despacio, las mujeres habían cultivado algo de lino en las navas frescas de la sierra y lo tejían para vestir a los suyos. Un día Herminia le dijo a Rodrigo que ya estaba bien de dormir en la choza, que a ver cuando empezaba a hacerla la casita que había prometido años atrás. Rodrigo fue construyendo de barro y pizarra la ilusión de su mujer y todos los hombres de la alquería fueron un día al río para cortar el álamo más recto que hubiera para viga maestra de la humilde mansión. Primero la techarían con retamas y jaras pero, en cuanto la cosa estuviera un poco mejor, irían al tejar más cercano y Herminia podría tener un techo de verdad. Los cerdos y las gallinas andaban ya con su bullicio rodeando la alquería.

Un día pasaron por allí gentes del concejo de Talavera que les reprendieron por haber cortado unas encinas. Al poco tiempo recibieron órdenes de la villa para que los once vecinos de la aldea hicieran población y que la población se haga junto al arroyo de los Espinos, y que en medio de la población hagan una iglesia y dejen sitio para cementerio y junto a ella lugar para la plaza que sea buena y ancha, y que las casas que se hicieran en el dicho lugar salgan las bocas de ellas a la dicha iglesia y plaza. Y que las casas que cada vecino haga sean de ocho tapias en largo y en ancho, con su corral, quince tapias, y que las tales casas vayan por orden una junta a otra y dejen de anchura a las calles que pueda pasar una carreta y más.

Todo lo cumplieron Rodrigo y sus vecinos, pronto llegó el cura beneficiado del pueblo más cercano por orden de la parroquia madre del lugar en Talavera. Un buen día se reunieron los vecinos y se dieron cuenta de que no tenían patrón en el pueblo. Metieron cuatro o cinco nombres de santos en un sombrero y el que extrajo la mano de Rodrigo sería desde entonces festejado por los vecinos.

Había nacido un pueblo.

EL MOTÍN DE LAS 300 TALAVERANAS

EL MOTÍN DE LAS 300 TALAVERANAS

(MAYO 1898)

Tipos talaveranos y gentes de la comarca en la época en que se producen los acontecimientos
Foto de la calle San francisco con tipos talaveranos y gentes de la comarca poco después de la época en que se producen los acontecimientos

Clementa se despertó al oír el cubo de una vecina chocar contra el fondo del pozo del  patio. Ella y su  familia ocupaban un par de habitaciones relimpias de un antiguo palacio convertido en casa de vecinos. Su marido se había levantado todavía de noche para ir a coger furtivamente en el Cerro Negro un haz de leña de retama para luego vendérselo a los alfareros.

Sentada junto al viejo baúl, único ajuar que pudo dejarle su madre, se miraba las uñas desgastadas y las manos enrojecidas de tanto lavar la ropa de otros en La Portiña para poder llevar el pan a sus cuatro hijos que todavía dormían bajo las mantas y los ropones archirremendados. Barrió la casa y fregó los cuatro cacharros acordándose de su madre cuando le repetía mil veces que la limpieza es la dignidad del pobre. Dejó a los muchachos encima de la mesa el último pedazo de pan que quedaba en su casa. Hoy podía darles además el tazón de leche que le había traído su hermana, la casada con un arriero,  que siempre andaba algo más desahogada.

Se peinó ante el pedazo de espejo pegado en la pared y salió a buscar a las otras mujeres de su barrio que el día anterior habían quedado en acudir juntas al ayuntamiento. Ya no podían más, apenas había jornales para sus maridos y los dos mayoristas andaban especulando con el trigo, pues en Madrid había mucha demanda y quien lo quisiera en Talavera debía pagar un precio imposible para las economías más débiles.

vidaobrerarEn silencio fueron confluyendo delante de las casas consistoriales modestas mujeres talaveranas que pidieron a uno de los empleados municipales hablar con el alcalde sobre la carestía del pan y la falta de trabajo. Solamente recibieron buenas palabras, esas buenas palabras que eran la sintonía de su vida, la música que siempre se habían visto obligadas a escuchar. Prometió el edil muy serio, una vez más, que intentaría paliar la situación en la medida de las posibilidades del municipio que eran bien pocas, pues en un alarde de patriotismo absurdo se habían destinado los últimos fondos para ayudar a las tropas españolas en una guerra perdida de antemano en Cuba.

Las buenas palabras son alimento poco nutritivo y las mujeres se dirigieron a la calle de la Concha donde se estaba cargando un carro de trigo frente a uno de los almacenes de los acaparadores Iglesias y Casajuana. Los sacos fueron derramados por el suelo, se había roto la paciencia secular de las humildes, de las que no tenían nada que perder y, al pasar por la lujosa casona de los especuladores, una lluvia de piedras hizo añicos los cristales. Furiosas, decidieron ir a la estación de ferrocarril para impedir que el trigo que ellas mismas y sus maridos habían segado de sol a sol con un gazpacho por alimento se marchara a Madrid.

Portada del asilo de San Prudencio en el que durante la revuelta se produjo el saqueo de los bienes de los jesuitas, alojados entonces en sus dependencias
Portada del asilo de San Prudencio en el que durante la revuelta se produjo el saqueo de los bienes de los jesuitas, alojados entonces en sus dependencias

La rabia se iba alimentando a sí misma y se oyó el primer grito de ¡Mueran los jesuitas! El muelle del reloj de los mansos de corazón había saltado, muchas mujeres fueron sumándose a la comitiva mientras se dirigían al convento. Al llegar al cruce de la calle del Toro Encohetado se dieron de bruces con el alcalde, el capitán de la Guardia Civil y otros concejales que intentaron detener a las amotinadas ya decididas a todo. Ellas odiaban lo que esos señores representaban, pero eran vecinos suyos y no supieron hacerles daño. Mas la presa ya se había roto y la avalancha no podía detenerse. Golpeaban y arañaban las puertas, las puertas del convento que durante siglos ocuparon los jerónimos, dueños de las mejores y más abundantes tierras de la comarca, dueños de molinos y lagares, dueños de casi todo lo que no estuvo en manos de los nobles. Una de las puertas saltó hecha astillas y el río humano penetró en celdas, cocinas, despensas, sacristías y refectorios. Crucifijos, imágenes, libros sagrados y casullas eran lanzados por las ventanas junto a los muy píos chorizos y jamones, el trigo y las viandas, los muebles y las puertas, todo se amontonaba en el suelo, sobre los albañales, todo comenzó a arder en hogueras que iluminaban las calles de Alonso de Herrera y Río Tajo.

Las autoridades tocaron a somatén y entre guardias, alguaciles y voluntarios, se formó una fuerza que acudió a despejar el lugar cuando ya sólo había cenizas. Las amotinadas precedidas por una bandera de color indeterminado, el trapo de los sin pan, se dirigieron al almacén de los acaparadores de trigo.

Por las ventanas lanzaban las amotinadas muebles y alimentos de los jesuitas.
Por las ventanas lanzaban las amotinadas muebles y alimentos de los jesuitas.

Setenta vecinos armados y diez guardias civiles patrullaron de noche la ciudad, los detenidos fueron hacinados como bestias en las celdas y el ayuntamiento decidió vender al día siguiente tres mil quinientos panes a veinticinco céntimos. Algunas mujeres atemorizadas intentaban acercarse pero las más bravas se lo impedían gritando ¡No queremos pan!.

Querían otra cosa, querían dignidad, querían trabajo, querían un mundo nuevo aunque no sabían bien cómo conseguirlo. Se lanzaron sobre los puestos y, sin poder detenerlas treinta guardias que formaban en la plaza, derribaron los mostradores y pisotearon los panes. Se dirigieron a casa de Sánchez, otro mayorista que huyó saltando tapias mientras las talaveranas arrasaban su casa y sus almacenes de trigo, haciendo lo mismo con los de Iglesias y Casajuana, al grito de ¡Mueran los acaparadores! ¡Mueran los ricos!.

Había que liberar a sus compañeros presos y fueron al ayuntamiento para exigir su libertad. Les fue concedida por las asustadas autoridades que querían ganar tiempo hasta que llegaran refuerzos. Más de ciento cincuenta personas armadas habían sido hasta ahora incapaces de detener la pequeña revolución castellana. Los bienpensantes no salían de su asombro. Más de trescientas mujeres de un viejo pueblo de la meseta se habían levantado e incluso entraban en sus casas y comercios exigiendo las deudas que con ellas tenían contraídas los de su clase desde hacía siglos. Eran las tres de la tarde cuando desembarcó en la estación un destacamento de caballería de la guardia civil al mando del teniente Leardy. Recorrieron las calles al galope con los sables desenvainados entre el griterío de las mujeres.

Clementa cayó sobre el suelo empedrado empujada por un caballo y supo que las cosas volvían a estar en su sitio, en el mismo sitio cabrón donde siempre habían estado.

OTROS RECEPTORES DEL MOLINO DE AGUA: RAMPA, TUBO, REGOLFO

OTROS RECEPTORES DEL MOLINO DE AGUA ADEMÁS DEL CUBO: RAMPA, TUBO, REGOLFO

Otro nuevo capítulo de mi libro agotado «Los Molinos de Agua de la Provincia de Toledo»

Cuando el canal no desemboca en un cubo sino que, desde el desnivel conseguido, se precipita el agua directamente por una prolongación en rampa de ese mismo canal, nos encontramos ante un molino de rampa (figs. 15 y 17) o simplemente de canal como suelen referirse a este receptor los molineros.

Tipos de receptor de los molinos de agua con rueda hidráulica de rodezno
Tipos de receptor de los molinos de agua con rueda hidráulica de rodezno

La frecuencia de este tipo de receptor en rampa es mayor en la comarca de los Montes de Toledo y precisa de un caudal relativamente abundante para su funcionamiento. Es curioso constatar que en más de diez casos de todos los estudiados, se asocia este sistema de rampa con un cubo anejo en el mismo molino que serviría para moler en épocas de escasez de agua, mientras que la rampa aprovecharía los mayores caudales de los días lluviosos, e incluso funcionarían los dos sistemas a la vez si el caudal lo permitiera.

Las rampas pueden estar descubiertas o techadas con grandes lajas de granito que también sirven para enlosar las paredes y el suelo. Lo más frecuente es que estas rampas tengan una cubierta de lajas y sobre ellas se acumule tierra y mampostería irregular (fig. 17). Es muy habitual que los molinos de rampa tengan balsas previas de dimensiones considerables que tienen acceso a las rampas mediante compuertas regulables (Foto 5).

La altura y la anchura de la sección de las rampas oscila entre uno y dos metros siendo siempre la altura algo mayor que la anchura. La longitud de las rampas varía desde los cinco hasta los veinte metros. La inclinación viene siendo de entre 301 y 601.

Casi todos los tratados clásicos de molinería se inclinan por la rampa como sistema más arcaico de receptor entre los molinos de rodezno. Los molinos de cubo o arubah serían un descubrimiento posterior probablemente surgido en el ámbito de la cultura musulmana.

Recptor de molino de tubo con un cubo de xinc adaptado para mantener esranqueidad. Molino de garganta Tejea
Recptor de molino de tubo con un cubo de xinc adaptado para mantener esranqueidad. Molino de garganta Tejea

Cuando estas rampas se hacen más estrechas, cerradas y de una mayor inclinación, nos encontramos ante  lo que yo he querido llamar molinos de tubo (fig.15). Cinco ejemplares de la garganta Tejeda, en El Real de San Vicente, y otros tres sobre la garganta de Las Lanchas en Robledo del Mazo son buena muestra de este tipo de receptor en nuestra provincia. Se localizan en arroyos de fuerte pendiente y caudal bastante mantenido. Una pequeña presa en la torrentera desvía el agua a un canal que, en el caso de garganta Tejeda, abastecerá consecutivamente a los tubos de cinco molinos situados en una loma lateral de la ribera del arroyo (Foto 6).

Quedan restos de troncos vaciados de castaño que debieron servir en principio  como conducto y que luego fueron sustituidos por tubos metálicos en El Real, y de cemento en el caso de Robledo. Los tubos tienen entre veinticinco y cincuenta centímetros de diámetro y, dada su inclinación, conducen el agua con gran potencia. Es evidente la influencia de los molinos abulenses sobre este tipo de receptor. Visitando las gargantas de la sierra de Gredos podemos observar un gran número de ellos.

Con el molino de tubo hemos descrito todas las formas de receptor que accionan los rodeznos: molinos de presa de acceso directo, molinos de escorrentía, molinos de rampa y molinos de cubo. Pero además de la rueda tradicional o rodezno, existen en nuestra provincia representaciones numerosas de ese otro paso en la evolución molinera que es el sistema de regolfo.

Restos de la cuba de piedra de un molino de regolfo
Restos de la cuba de piedra de un molino de regolfo

En los molinos de regolfo no existe «el canal». El agua entra directamente al molino con el mismo nivel que lleva la corriente fluvial y pasa bajo el edificio mediante un conducto de sección rectangular pero más estrecho a la salida que se conoce como «la»canal, lo que se conoce como «la bomba» en los tratados clásicos. La diferencia de estas conducciones con las rampas es que éstas se encuentran inclinadas mientras que la canal de los regolfos no.

Esquema de un molino de regolfo
Esquema de un molino de regolfo

Las dimensiones de las canales de nuestros molinos de regolfo varía según sirvan a molinos manchego, los cuales tienen una altura de alrededor de un metro, o que sirvan a los grandes molinos del Tajo, en cuyo caso las canales son más anchas en la entrada del agua que en la salida hacia la cuba del regolfo. La anchura en la entrada varía entre cincuenta centímetros y un metro y en la salida entre los quince y los treinta centímetros. La longitud de estas canales, que como hemos dicho discurren bajo la sala del molino, oscila entre los dos y los diez metros. Las menores dimensiones de los molinos de regolfo de La Mancha se corresponde con lo que en Los Veintiún Libros de Juanelo se define como medio regolfo, «que es de la misma hechura mas que no se le da tanta agua como al regolfo entero»[1]

Todas las formas de receptor ya descritas nos dan una idea general de la tipología molinera, aunque todavía no hayamos tenido en cuenta las distintas variedades de ruedas hidráulicas que complicarán más la variedad de los molinos toledanos.

Además, las formas de receptor no suelen ser formas puras sino mixtas, y así por ejemplo, podemos ver un molino sobre el arroyo de San Silvestre en Maqueda que tiene un cubo de tan grandes dimensiones que casi podríamos considerarlo como una presa, sino fuera porque no está excavado sino edificado sobre el nivel del suelo con muros de obra. Lo mismo sucede con los grandes cubos o presas en arco invertido de los molinos de La Jara. Otras veces es difícil diferenciar un cubo profundo de un bombo alto, o una rampa estrecha e inclinada de un tubo. Hay cubos con un suelo tan inclinado que podrían asimilarse a una rampa no cubierta etc.

Esquema de un molino de regolfo en los 21 Libros de uanelo urriano
Esquema de un molino de regolfo en los 21 Libros de uanelo urriano

Por otra parte, en muchos casos se combinan dos o varias formas: hay molinos de balsa que desembocan en un cubo o en una rampa; molinos de cubo y rampa juntos en el mismo edificio. Un molino de escorrentía con un cubo asociado y otras muchas combinaciones que siempre intentan adaptarse al terreno, a los caudales o a las pendientes disponibles. En la tipología influye además la época histórica concreta en que fueron edificados esos molinos y el área geográfica donde se instalaron. También, la posibilidad de una mayor o menor clientela condicionará el que se hagan intentos de conseguir una superior rentabilidad del ingenio mediante la aplicación de innovaciones, reformas o un aumento del número de piedras y receptores.

 

[1] LOS VEINTIÚN LIBROS…: Opus cit. pp. 368 y 369.

VIOLACIÓN EN LA PORTIÑA (y 2)

VIOLACIÓN EN LA PORTIÑA (y 2)

Puerta de Zamora y a la izquierda las columnas de la portada de la Santa Hermandad
Puerta de Zamora y a la izquierda las columnas de la portada de la Santa Hermandad

Después de haber sido violada en el Valle de las Doncellas, y disimulando el verdadero alcance de la agresión de que había sido objeto ante los testigos cercanos que habían oído sus voces, Tomasa Rodrigo llega a Segurilla, su pueblo.

Ya en su casa la moza ultrajada cuenta la verdad.Su padre Juan «Elías», mancillada su honra y arrebatado el rostro de ira y dolor, baja corriendo los cerros de Segurilla hacia la Portiña, acortando por el monte, saltando entre los chaparros. Trata de averiguar disimuladamente quien es el autor de la vejación, guiado por las señas de las que la azorada muchacha le ha dado cuenta:

– Era de estatura baja, moreno, pecoso de viruelas, ni demasiado delgado ni grueso, llevaba una montera de paño pardo como de la hechura de los que usan los de Gamonal y Velada, coleto, mangas de paño pardo, de los calzones no puedo dar razón y si que tenía botillas de paño pardo y calcetas, con costal al hombro. Parecía ganadero –Pudo contar aún temblorosa.

Coinciden estas señas con las de un zagal y un mayoral(1) cuidadores de cerdos que por aquellos lugares ejercían su custodia. Hacia ellos encamina su pesquisa. El primero es Sebastian Colilla, natural y vecino de Velada, casado, de 26 años que servía en el ganado de cerda de D. Pedro de Villarroel, al que encuentra, acompañado de su mayoral, pastoreando la piara. Intenta con cautela ganar su confianza, comentando incluso cómo en cierta ocasión comieron juntos un cerdo que había muerto de una mala capadura. Más tarde, ya sin tantos rodeos, directamente le inculpa directamente del asalto de su hija, refiriéndose al episodio como si solamente se hubiera tratado de un robo. El azorado zagal se defiende diciendo.

-Yo no seré, que yo no se lo habría de quitar.

-¡Ello se habrá de averiguar!

Exclama amenazante «Elías».

Cuadrillero de la Santa Hermandad del siglo XVIII
Cuadrillero de la Santa Hermandad del siglo XVIII

El otro sospechoso, Gregorio Sánchez,es natural y vecino de Mejorada, soltero, de 30 años, mayoral del ganado de cerda de Esteban Tobías, es localizado por el despechado padre más abajo. Se aproxima a observarlo sin imputarle directamente ninguna acusación.

-¿Viste bajar un buey por el arroyo? 

El ganadero respondió que nada había visto, ajeno a la intención indagadora  de su interlocutor y aún le pregunta que de donde se había escapado la res. A ello responde con desgana el de Segurilla mientras se aleja:

-De una arada que tengo allá arriba.(2)

Sin conseguir ningún indicio más que le pueda llevar a conocer la identidad del violador, el padre denuncia los hechos y a los posibles sospechosos ante el Tribunal de la Santa Hermandad en su casa y cárcel.

Se inicia el proceso. Comienza con la declaración de Tomasa Rodrigo que describe puntualmente los hechos que ya conocemos. El reconocimiento de la víctima es encomendado a Juana Munío, comadre y partera en la villa, que tras reconocer con el mayor cuidado y atención a Tomasa«no se la ofrece duda a su leal saber y entender».

-Se haya rota y conocida de varón.(3)

El cuadrillero mayor (4) Francisco Sánchez de Mingo detiene a los sospechosos poniéndolos a buen recaudo en la cárcel de la Santa Hermandad, junto a la Puerta de Zamora.

Para la correcta identificación de los presuntos culpables se dispone que se ponga a los reos en rueda de reconocimiento. Se organiza la misma en el patio de la cárcel, allí se sitúan cinco hombres, de los que sólo uno de ellos es uno de los presos sospechosos.

Desde dentro y a través de un ventanuco, Tomasa Rodrigo, «habiéndolos examinado con mucha reflexión, se retiró y espuso que ninguno de ellos era el agresor». Se siguen varias ruedas de reconocimiento. El cuadrillero cambia de lugar a los hombres, varias veces, sin ningún resultado. E incluso invita a Tomasa Rodrigo a salir al patio y así poder reconocerlos más de cerca. La muchacha se niega convencida de no equivocarse.

Idéntico resultado se obtiene en la rueda de reconocimiento con el segundo acusado. Pero aunque no han sido reconocidos por Tomasa ninguno de los dos, ambos siguen  en prisión.

Los acusados presentan sus coartadas y sus testigos a los que el Alcalde de la Santa Hermandad (5) comienza a interrogar. En primer lugar Antonio de Sosa, el músico, más tarde a los segadores gallegos, vecinos de dos aldeas de Muro, arzobispado de Santiago. También a Juan García Galán, Antonio Merino, Andrés Florido y Martín Gómez. Ninguna pista o dato nuevo  añaden a lo que ya conocemos en lo que se refiere al asalto. Pero sí confirman, sin embargo, las coartadas  de los encartados.

Sebastián Colilla, el zagal «velaíno» había dormido con su mayoral, tumbados ambos en un barbecho por encima de la Labranza de Pedro Gordillo. De allí salieron con su ganado, al romper el día, hacia Valdefuentes. Cuando ya el sol estaba alto (8 ó 9 de la mañana) bajaron a sestear a un olivar próximo a los molinillos de la Portiña.

Mientras, Gregorio Sánchez, el mayoral de Mejorada, había descansado con su zagal en el pajar de la labranza de Pedro Gordillo, desde donde se dirigió a las rastrojeras de la labranza de Cervines y más tarde, mientras su zagal con la caballería, subía a Mejorada a vestirse y avituallarse de alimentos, él se encaminó a los olivares de la Portiña.

Allí se encuentra con sus colegas y juntos disponen su almuerzo con tocino, gazpacho y queso que trasegaron con frecuentes tientos a una bota de excelente vino de Mejorada y compartieron en charla con Gregorio Sánchez y Antonio Merino, suegro de Sebastián, que había subido buscando a su yerno para que le ayudara a coger hoja de morera. Terminada la colación, bien pasadas las 10, Sebastián y Antonio se dirigieron arroyo abajo hacia las moreras de Narciso Ezquerra, cargados con un saco de lienzo, un costal de jerga blanco, la destraleja y el garabato, mientras Juan y Gregorio se disponían a echarse la siesta, protegidos del calor canicular de junio por la sombra de una encina.

Aquellos, permanecieron en el moreral hasta las 12, aplicados en su tarea de llenar el saco, hasta ellos se acercó la mujer de Martín «el Podador» para llevarles un poco de agua que aliviara su sed. A pesar de la invitación de comer en la villa que le sugiere su suegro, Sebastián regresa a su ganado, aposentándose al lado de sus compañeros dormidos. Todos despiertan alrededor de las tres cuando el ganado comienza a levantarse y es necesario pastorearlo. Aderezan gazpacho(6) para merendar y después cada cual se ocupa de su piara.

En este caso como en otros muchos de la Santa Hermandad, no llegamos a conocer si el culpable es o no juzgado y castigado, por no haberse hallado el delincuente o por haberse perdido el final de la causa o diligencias posteriores.

El violador vemos como le dice a su víctima durante la comisión del delito, que si es soltera se casaría con ella. No es cinismo del asaltante sino una forma de guardarse las espaldas ya que, en la época en que se desarrollan los hechos, ciertos delitos, incluso de sangre, podían mediante acuerdo entre  los particulares, no ir más adelante y quedar sin castigo el delincuente siempre que resarciera a la víctima.

… Y el tres de julio ambos son puestos en libertad.

 

 

(1)Zagal: Pastor mozo, Mayoral: Jefe principal de los pastores, y que cuida de una cabaña de ganado.

(2)Por entonces los bueyes eran todavía utilizados como principal fuerza de tiro en los trabajos agrícolas, lo que se ha venido haciendo en la comarca hasta hace unas décadas, quedan todavía en las trojes de nuestros pueblos los yugos para uncir a los bueyes, diferentes a los de las caballerías

(3)Obsérvese el meticuloso procedimiento de la justicia de la Santa Hermandad, con pruebas periciales como la aquí aludida de la comadrona, y con fórmulas todavía utilizadas en la justicia actual como la de » a su leal saber y entender»

(4) El Cuadrillero Mayor era en la Santa Hermandad, la máxima autoridad de la fuerza ejecutiva de la misma, a su mando directo estaban los cuadrilleros y sobre él solamente los dos alcaldes y los dos regidores. Era un cargo remunerado.

(5) La cabeza jerárquica de la Santa Hermandad eran dos Alcaldes que asumían la autoridad ejecutiva y la judicial.

(6)El gazpacho era comida habitual entre los ganaderos y también los agricultores que por ejemplo en la siega formaba parte importantísima de su dieta. En Velada, de donde es original el Zagal sospechoso se sirve y elabora el gazpacho en un cuenco de  corcho llamado «cuzarro» que además de mantener mejor el sabor , en el cuerno del gazpacho, muchas veces decorado por los pastores, se llevaba el condimento y otro cuerno cortado servía como vaso.

Cuzarros para el gazpacho, el tercero se ha adaptado como cenicero.

VIOLACIÓN EN LA PORTIÑA (1)

VIOLACIÓN EN LA PORTIÑA  (1ª Parte)

Uno de los procesos  reunidos por el «Colectivo La Enramá» (Miguel Méndez-Cabeza, Rafael Gómez y Angel Monterrubio» para su libro «Causas Criminales de la Santa Hermandad»

Dibujo de 1909 que representa el paraje de Los Molinillos de la Portiña al que se alude en el texto
Dibujo de 1909 que representa el paraje de Los Molinillos de la Portiña al que se alude en el texto

Corría el año de 1770, esa misma noche fresca de junio comenzaba el verano. Tomasa Rodrigo se había levantado con el gallo.Vistió sus veinte años con la camisa y el jubón, un guardapiés de bayeta verde adornado de ribetes encarnados, con su delantal, la mantilla de paño pardo y el pañuelo blanco al cuello, protegió su cabeza con una pobre montera descolorida y calzó sus viejos zapatos atados con majoleras.

Resplandeciente, con las modestas galas de una hija de labradores de Segurilla, se encontraba feliz. Iba a Talavera para visitar a su hermana que había entrado a servir con un señor de esa villa.

Aparejó su borrica y su padre, Juan «Elías», cargó sobre la bestia dos haces de leña cortados en los chaparros de los berrocales de Segurilla.

El pobre animal, tan cargado, trastabilleaba mientras descendía por el irregular empedrado del camino. A la derecha quedaba la todavia borrosa silueta de la Atalaya y abajo serpenteaba el arroyo de la Portiña mientras, al fondo, asomaban las torres de las iglesias de Talavera.

Era ya una hermosa mañana soleada  cuando Tomasa atravesaba el puente de la Villa sobre el arroyo de la Portiña, para adentrarse en el caserío por la puerta de las Alcantarillas Nuevas.[1]

Después de conseguir vender su pobre carga, tomó los dos reales obtenidos asegurándolos conveniente y discretamente, en el fondo de su faltriquera, para dirigirse a continuación a visitar a su hermana Alfonsa. Había ésta entrado a servir como criada del comerciante Fernando Martín de Agüero en su casa y tienda de la calle Cerería. A cuenta del exiguo salario de la sirvienta tomó del comercio un poco de bayeta verde para hacerla un guardapiés y compró de paso unos garbanzos y un poco de queso. Tras intercambiar noticias y confidencias se despiden las dos mozas entre risas, encaminándose Tomasa de vuelta a Segurilla.

Serían ya las diez y media de la mañana cuando sale por la concurrida Puerta de María[2] para tomar el camino Ancho que la devolvería a su pueblo. El campo en esta época era en Talavera un hervidero de gentes afanadas en las labores más diversas. La moza avanzaba distraída por el camino pensando en la traza del guardapiés tan hermoso que iba a labrar a su hermana.

Al salir del callejón que dicen de los Alcornoquillos[3] vió cómo desde la Portiña un hombre se incorporaba al camino y, siguiendo sus pasos, pronto la adelantaba.

-¡Ave María! ¡Buenos días tenga usted!

Saludó la moza, y como no obtuvo respuesta pensó Tomasa:

-¡Será sordo!

A la orilla del camino, entre unos olivos, Antonio de Sosa, músico de la Iglesia Colegial[4] y Ándrés Florido, tejedor de telas ricas en las Reales Fábricas de Seda, parecen disimular. Mientras, la muchacha, observando con curiosidad la escena, piensa que andan buscando nidos de tórtolas cuando, en realidad, tratan de completar la deficiente dieta alimenticia que les permiten sus escasos ingresos con el hurto de unas miserables matas de garbanzos.

A la altura de la labranza de Pedro Gordillo   dos segadores gallegos mientras mascan su tabaco requiebran con sus chanzas a la muchacha. Cerca del tejar del monasterio de San Benito dos mujeres acercan con sus garabatos las ramas más frondosas de las moreras[5] cortando algunas con sus destralejas, después introducen las hojas en sus sacos de lienzo blanco y cerca de ellas un hombre trabaja su melonar.

Arroyo de La Portiña, al fondo a la derecha se habría producido la violación de la que habla la causa criminal.
Arroyo de La Portiña, al fondo a la derecha se habría producido la violación de la que habla la causa criminal.

Al llegar al reguero y hondonada que está al pie de la cuesta desde donde se da vista a los molinillos de la Portiña, en el sitio que llaman Valle de la Doncellas[6], se volvió el hombre que la había adelantado y tomando con fuerza el ramal de la borrica exclamó.

¡Más vale hurtar que pedir!

Asustada Tomasa grito.

¡Ay, Virgen Santísima!

A lo que respondió encolerizado.

¡Virgen de todos los demonios!

Pensando la pobre moza que sólo se trataba de uno de los numerosos asaltos con intención de robar en los tan inseguros caminos de entonces, le ofreció, sin resistencia, que tomase la bayeta y todo lo que llevaba en el delantal,  así como los dos reales en que había vendido la carga de leña. Pero agarrándola por el pañuelo el hombre consigue derribar a la moza al suelo. Con ésto, ella intuye que son otras sus intenciones y presa del pánico no duda en ofrecerle de rodillas la borrica y todo lo demás.

¡Ni por la Virgen de todos los demonios te dejaría! Gritó el hombre.

En ese momento el miedo hace que la muchacha intente, volviendo atrás, pedir auxilio a los segadores gallegos[7]. Pero cuando solamente avanza tres o cuatro pasos, el individuo la atrapa y asiéndola de los brazos, la lleva a lo más hondo del reguero arrastrándola por el suelo.

Allí la vuelve los brazos atrás, la ata con destreza por las muñecas ,ientras en el forcejeo se desgarra el delantal y el desgastado jubón de paño de ala de cuervo, y trata de liberarse aferrada al cinturón de su agresor.

¡Virgen Santísima valedme y a mi honra!

Cínico el asaltante le pregunta

¿Eres casada o soltera?

Tomasa no contesta, sólo intenta con sus gritos llamar la atención de los segadores, intentando eludir el zafio abrazo del desconocido.

Agotada en su lucha inútil, todavía tuvo que escuchar su voz babeante

¡Si eres soltera me casaré contigo!

Con rabia la moza contesta

¡Primero me metería un cuchillo!

Viéndola ya tendida y rendida, el violador levanto las faldas de la mujer y la puso en lapostura de mayor deshonestidad y consiguió conocerla carnalmente y desflorar su virginidad”. Saciado y viendo que la muchacha no cesaba de exclamar a María Santísima con grandes voces, tiró la lazada del cordel con que la tenía atadas las muñecas[8],  se levantó y corriendo, echó por el reguero abajo, subiendo por la cuesta de los Molinillos.

Tambaleante, Tomasa se levantó y fue gritando hacia donde estaban los segadores que, al haber oído las voces, ya se acercaban corriendo. Cuando llega cerca de ellos, tropieza y cae al suelo, los gallegos se acercan a ella tratando de socorrerla y preguntando qué es lo que la ocurre. Nada responde, sólo entrecortadamente les pide que sigan y cojan al pícaro que a lo lejos ascendía presuroso la cuesta del Molinillo junto a las colmenas.mujergoya
Intentan alcanzarle pero la ventaja es mucha y desisten de su empeño, volviendo donde se encontraba la muchacha que “asustada, revolcada y desmelenada”, solicitaba temblorosa que los hombres la acompañaran. Ellos se limitan a señalarle la cercana presencia de una cuadrilla de segadores de su pueblo, Segurilla, que pueden hacerse cargo de la infeliz, por no saber a ciencia cierta a que venía tanto sobresalto.

Entre lágrimas, agarrotada por el susto y el sentimiento de su honra perdida, apoyada en su borrica trata de encaminarse a su casa. A su espalda, en plena carrera, el músico robagarbanzos, grita y gesticula tratando de darle alcance, ella aún temerosa no se detiene, sintiendo miedo de ser víctima de un nuevo asalto. Junto al pajar de Valdefuentes, Onofre del Pino, Polonia Montero, vecinos de Segurilla y Antonio se Sosa hacen corrillo ante la desafortunada que apenas puede relatar lo sucedido, su pudor le impide reconocerlo abiertamente, ocultando a sus paisanos el verdadero alcance de la agresión y respondiendo que simplemente se había espantado la borrica y caído de ella.   (Continuará)

[1] Esta puerta del segundo recinto amurallado se encontraba  al final de la calle Cerería, en su confluencia con la Cañada de Alfares. Se conocía también como puerta de la Villa.

[2] Puede tratarse de una de las puertas hoy desaparecidas del tercer recinto amurallado.

[3]«Callejón» tiene aquí el sentido de «camino entre vallados»

y el topónimo Alcornoquillos nos recuerda la abundancia de estos árboles antes del aprovechamiento masivo de la tierra para cultivos, en zonas marginales todavía se puede ver algún ejemplar

[4]Hasta la Desamortización, La Colegial estuvo dotada de una importante capilla musical  con numerosos cantores, pertiguero, ministriles, salmeadores y un maestro de ceremonias, todos a las órdenes directas del Chantre.

[5]La Real Fábrica de Sedas, a pleno rendimiento en esos años, había hecho necesaria la plantación de decenas de miles de moreras en Talavera y toda la comarca para aumentar la producción de gusano, era la actividad de recoger la hoja un complemento económico para muchas familias.

[6] Pequeño regato junto al muro de la presa de La Portiña, por debajo del depósito de agua. En la orilla opuesta todavía se perciben los restos del molinillo.

[7]Eran numerosas las cuadrillas de gallegos que durante el verano bajaban a segar en Talavera, que por aquel entonces tenía mayores extensiones cerealistas. Algunos acababan asentándose aquí formando una colonia tan numerosa que hasta pagaban un toro en las fiestas de las Mondas.

[8]La facilidad con que el violador ata y desata a la muchacha nos hace pensar el probable oficio de ganadero del individuo  que la maneja como a un ternerillo.

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

La Jara y el entorno de la vía del Hambre desde las minas de oro de La Nava

Al fondo, la desembocadura del Joyegoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato
Al fondo, la desembocadura del Tamujoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.

– Eran los tiempos de la posguerra -comenzó a relatar el abuelo- Cuando acabó la escabechina  hubo gente de los que perdieron que tuvo que echarse al monte para salvar el pellejo y más tarde empezaron a luchar contra los de Franco en todos estos montes, hasta la sierra de Guadalupe.

– ¡Ah, los maquis! – dijo con aire un poco conspirador uno de los jóvenes con aspecto de profesor de instituto -.

– En efecto- continuó Ramiro- por aquí andaban las partidas de Quincoces, un tratante de ganado de Aldeanovita que antes de echarse al monte había sido alcalde y llamaban “Lamío”. Los guerrilleros llevaban ya dos años arrastrando el culo por esos jarales y los aliados no condenaban al régimen. Más que luchar sobrevivían tirando con lo que les ayudaban los molineros y la gente de las labranzas y con algún asalto de poca monta que daban de vez en cuando.

-¿Veis la desembocadura de aquel arroyo en el Tajo? Es el Tamujoso. Por allí pasaba el antiguo camino de Talavera y en aquellos dos cerros se plantaron los de la sierra con ametralladoras. Regresaban unos cuantos del pueblo de la feria de Mayo con las cuatro cosillas que habían comprado y con el dinero de la venta de algo de ganado cuando les dieron el alto.

Los maquis necesitaban dinero para la huida al extranjero que preparaban y les hicieron darles todo el dinero y los objetos de valor que eran pocos. Pero uno de los asaltados empezó a moverse indicando con gestos que no podía aguantar, que debía retirarse a, bueno, ya sabeis, a hacer aguas mayores.

Viaducto de la vía del Hambre sobre el arroyo Joyegoso

Los del puenting se echaron a reír dando palmaditas a Ramiro que continuó.

– Igual que vosotros se reían los compañeros de desdichas de Hilario cuando creían que tenía que retirarse detrás de las retamas de puro miedo y, aunque les habían desplumado, fueron desahogándose con él todo el camino de vuelta hablando de la suciedad de sus calzoncillos y del mal olor que despedía. Pero, cuando ya se veía la torre de Aldeanueva, Hilario se volvió sonriendo a todos sus paisanos y dijo con una mirada irónica que sí, que olía mal, pero que lo que olía mal era su cartera, sobre la que había “hecho de cuerpo” y así no se la habían quitado los maquis. Aunque oliera mal, después de lavarla, el tendría su dinero, pero todos los que se burlaban, sin embargo, lo habían perdido todo. Hilario continuó su camino dejando a todos pasmados mientras él se tronchaba a carcajadas. Podéis imaginar chavales porqué desde entonces le llamaron  Hilario “Cagacarteras”.

-Siempre con tus tonterías- dijo don Romualdo mientras disimulaba la sonrisa y tiraba del brazo de su amigo- ¿Qué van a pensar estos estudiantes de los del pueblo?. Vámonos, que ya empieza a refrescar y trae pinta el oreo de caer esta noche una buena pelona.

Volvieron los dos hacia Aldeanueva mientras el jefe de estación iba comentando:

– Quien le iba a decir al pobre Amador que su viaducto iba a servir para que unos petimetres de Madrid vinieran a tirarse de cabeza con una goma.

Había noches en las que Ramiro se despertaba con la fatiga. Con sus pulmones silbando, como el tren que nunca pasó por su vida ni por su estación. Miraba al retrato de la mesilla donde aparecía muy serio con su uniforme de jefe de estación. Así permanecía a veces durante horas hasta que amanecía angustiado con el pensamiento de que alguna de estas noches no vería entrar de nuevo la luz entre las persianas, ni oiría las blasfemias de su vecino Desiderio intentando arrancar el tractor. Su vida se apagaba y era como un cuadro en el que el artista ha pintado el fondo, un paisaje primoroso, el cuerpo y el traje del retratado con todo lujo de detalles pero le falta la cara. Aunque sea el mejor cuadro del mundo, la vida de Ramiro es un retrato sin rostro.

Al día siguiente volvieron don Romualdo y él a pasear por la vía pero esta vez en la dirección opuesta, hacia Extremadura. Salieron del pueblo por los antiguos lavaderos y los dos sintieron la añoranza del bullicio de las mujeres lavando en las pilas de piedra. Parece que escuchaban correr el chorro del pilón y  creían ver la ropa blanca que se extendía sobre los juncales que rodeaban a ese mentidero del pueblo que actualmente había sido sustituido como tal por la consulta del médico, verdadero lugar de encuentro de los pequeños lugares donde las mujeres acuden con “los cartones” de los medicamentos envueltos con la cartilla en una bolsa de plástico. Allí intercambian sus dolencias y sus experiencias quirúrgicas. Hoy solamente estaba junto a las pilas un dominguero madrileño de los muchos que aprovechan los viajes al pueblo para despojar a sus padres del aceite y de los chorizos de la matanza y para lavar meticulosamente su automóvil.

Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya
Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya

Continuaron vía adelante hasta cruzar el camino que discurre junto al Canto del Perdón. Se sentaron al sol y miraron hacia la enorme roca de granito en la que aparecían unos misteriosos grabados en la superficie. A su alrededor las gentes que desde hace siglos transitan por el sendero han ido arrojando cantos hasta formar un  pequeño túmulo.

– ¿Cómo quiere usted Ramiro que los gobiernos traigan aquí trenes y progreso si la gente sigue todavía echando piedras en los caminos y pidiendo deseos que nunca se cumplirán?

– Pues para eso precisamente, para que estas gentes salgan de su encierro y de su ignorancia. Aparte, don Romualdo, de que ustedes los catedráticos cuando se ponen esas togas absurdas y esos sombreros de los que parecen que cuelgan fideos no son menos ridículos.

– No te ofendas. Es curioso que lo que nuestros paisanos veneran en esa piedra no es otra cosa que un grabado de la Edad del Bronce. Algo que hace cuatro mil años producía fervor a los cazadores y mineros que andaban por aquí.

– Puede que sea eso, pero a mí me han contado otra versión. Dicen que hace muchos años, en una venta del pueblo jugaban a los naipes un pastor y un arriero. El vino y las trampas provocaron una pelea entre los dos. El arriero sacó la navaja hiriendo a su compañero de juego y emprendiendo después la huida. La rabia y la herida hicieron correr como un corzo al ofendido que dio alcance a su agresor sacando su faca pero, cuando ya iba a matarle el arriero imploró perdón y el pastor agredido escuchó la voz de una mujer hermosa que le pedía que no lo hiciera. No se sabe si la mujer era la Virgen o un hada, lo cierto es que todo el mundo pide un deseo, lanza una piedra y reza una oración cuando pasa por aquí y yo, amigo mío, voy a ser ahora mismo un ingenuo y un rústico y voy a pedir un deseo que además no le voy a contar.

– Allá tú con tus supersticiones, pero vámonos que quiero echar un trago en la fuente de los Cuadrilleros.

Grabados del Canto del Perdón
Grabados del Canto del Perdón

Cuando llegaron a la vía, un todoterreno daba acelerones intentando salir de un trampal de barro hundiéndose cada vez más. Se acercaron y aconsejaron al conductor que cortara unas retamas y las metiera bajo las ruedas. Empujaron como pudieron y, aunque a don Romualdo se le puso su abrigo pasado de moda perdido de barro, el coche consiguió salir.

– ¿Que hacen ustedes por aquí? ¿Es que son del catastro?.

– Pues no, somos topógrafos de las obras de la Vía Verde.

Ramiro sintió algo muy extraño, recordaba a los ingenieros que antes de la guerra anduvieron con sus palos y sus teodolitos midiendo por todas partes para comenzar después  las obras de la vía, su vía.

– Mire usted, esta es la línea de Talavera a Villanueva de la Serena, aunque también se la conoce como la Vía del Hambre porque en los años de la posguerra dio muchos jornales en estos pueblos, que entre la política y las sequías aquí se comieron muchas bellotas por aquella época. Pero eso de la Vía Verde es nuevo.

– ¡No hombre! – dijo el ingeniero – Así es como van a llamar los políticos a la ruta que se va a preparar para atraer al turismo rural. Vamos a arreglar las estaciones, el piso y los derrumbes. Se va a señalizar el recorrido y se van a iluminar los túneles para que vengan los turistas a recorrerla andando, en bicicleta o a caballo.

– ¿Pero van a pasar viajeros por la vía?- preguntó Ramiro casi con ansiedad.

– Pues claro abuelo, la gente de Madrid pasamos las semanas como los toros metidos en los cajones y, cuando llegan los viernes por la tarde, nos abren el toril y salimos corriendo a las sierras y a las dehesas.

Los topógrafos se despidieron y los dos jubilados continuaron su camino de vuelta a casa. Ramiro iba silencioso, mirando al frente con la vista fija en las cumbres de Gredos que se levantaban como un farallón nevado al fondo del paisaje. De pronto salió de su mutismo.

-Se imagina usted, turistas sentados en la estación con sus mochilas y sus ropas de colores, las estudiantes tomando el sol junto a la cantina. Darían una vuelta por el pueblo y comprarían algún queso o algún sombrero de paja de centeno de los que hace tía Casi, y alternarían con los cuatro mozos que quedan, que además podían emplearse en las fondas o arreglando la vía. Y visitarían la ermita del Espino, y la iglesia. Alguna vez tiene que tocar algo bueno a estas tierras.

– ¡Bah!, ¿Quién va a venir aquí a hacer turismo?. A este rincón olvidado.

– Romualdo, deja ya la mala leche, que éste también es tu pueblo al fin y al cabo. Y todos los pueblos han tenido sus momentos buenos. Ahí enfrente, a la otra orilla del río Uso, sin ir más lejos, estuvo la Ciudad de Vascos que tiene sus baños, sus palacios, sus murallas y sus mezquitas. Una ciudad rica de los romanos y de los moros que trabajaban en ella los minerales de oro de las minas de sierra Jaeña. No siempre hemos sido pobres, o te crees que los americanos no llegarán a ser con los años tan pobres como son ahora los egipcios, y eso que también tuvieron una civilización que construyó las pirámides. A todos los pueblos les vienen sus rachas, como en el mus. A lo mejor estamos ahora de racha en La Jara, como cuando los Reyes Católicos, que nuestra miel valía un Potosí.

– Veremos si es verdad, pero no te enfades ¡Coño! Y, hablando de la Ciudad de Vascos, cuéntame lo del Marqués de Lozoya con Serapio el de tía Pastora que el otro día no acabaste.

– Pues verás, vino el marqués a buscar ruinas y tesoros a la Ciudad de Vascos y le servía de guía Serapio. Un día le llevaron los porqueros de la finca una escultura de bronce como de medio metro de altura. El marqués de Lozoya dijo que se trataba de una escultura romana del dios Priapo y Serapio, al ver la escultura y fijarse en lo bien armado que estaba el tal Priapo, dijo:

– Pues a mí señor marqués esta estatua me parece el niño que no se andaba con el bolo colgando.

– Pero qué bestias sois – respondió don Romualdo disimulando mal la risa-.

lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo
lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo

– Venga, vamos a tomar unos chatos al bar de la carretera. Te convido, que hoy estoy de buen humor- invitó Ramiro.

Habían pasados dos años, Ramiro tenía otras cuantas carranclas, como llamaban en el pueblo a los achaques. Esa mañana se levantó y subió al doblado. A duras penas pudo bajar un baúl que no había abierto desde hacía cuarenta años, justo desde el día en que le comunicaron por telegrama que las obras iban a ser abandonadas antes de colocar los raíles. No se terminaría nunca pero que él podía seguir con su puesto de jefe de la estación y cuidar de las instalaciones. Él siempre había querido ser el jefe de la estación de su pueblo y allí se quedó.

Sacó del baúl un traje de jefe de estación y, después de afeitarse escrupulosamente, se puso la chaqueta, los pantalones ya no le valían. Tomó la bandera y la gorra y salió a la calle cruzándose con el cura que se quedó boquiabierto dejando caer la ceniza de su cigarro mal liado sobre la sotana.

En la vía estaban el alcalde y los concejales con el alguacil que había estrenado uniforme y zapatos para la ocasión. Los periodistas y los cámaras esperaban curioseando la vieja estación recién restaurada mientras algunos curiosos esperaban a la sombra de un enorme cartelón que anunciaba que los dineros gastados venían de Europa. El teniente de zona de la Guardia Civil esperaba la llegada de las autoridades con esa cara de aburrimiento que solamente saben poner los guardias civiles en las inauguraciones. Aparecieron varios automóviles, algunos con los cristales ahumados.

La mayonesa de los canapés empezaba ya a ponerse amarilla cuando el Consejero y el Director General fueron recibidos por el director de RENFE y otros personajes más o menos relacionados con las obras. Después de inspeccionar las reformas de la estación se dirigieron hacia el túnel para observar su iluminación por luz solar y cortar la cinta.  Ninguno de ellos reparó en un hombre menudo, oculto entre unas jaras y vestido de jefe de estación que, a su paso, bajó ceremonial una bandera mientras se le humedecían los ojos y decía ¡Aldeanueva de Barbarroya, diez minutos!.

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

La llamada hoy Vía Verde de la jara es denominada por los lugareños la Vía del Hambre. En este cuento de obras que no se acabaron se relata el porqué. 

Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya
Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya

Había llegado esa hora de los inviernos de Castilla en la que es difícil permanecer sentado sin que se enfríen las orejas. Cuando el sol rojo, que cae después de uno de esos días despejados de un azul diáfano, quiere calentarnos más, pero no puede y se hunde en la tierra húmeda de la que empieza a levantarse una neblina rastrera. Ramiro “el jefe” se ha quedado pensativo sobre el andén mohoso que nunca pisó ningún pasajero. Mirando hacia el suelo mientras se cala la gorra, murmura:

– Mira tú que si al final sirvió para algo todo aquel sudor.

Hoy no ha venido don Romualdo a dar el paseo después de la partida. Sin compañía, no ha querido hacer su diario recorrido por la vía. La verdad es que cada vez se va notando más viejo y parece que tiene un perro mordiéndole la rodilla, como siempre le dice al médico, quien, a su vez, siempre le responde:

– Pero qué quiere Ramiro, con sus casi ochenta años y lo trabajado que está usted, ojalá estuviera yo así.

Todo el mundo sabe en el pueblo que don Antonio, el médico, siempre ha sufrido antes que sus pacientes cualquier enfermedad, incluso las que son un poco ridículas o infamantes.

– ¿Es que crees que sólo tú tienes almorranas?. Mira, tres semanas llevo yo con las posaderas sobre el flotador de mi nieto para aguantar el dolor.

Tampoco las patologías venéreas escapan a su terapéutica comparativa y si algún mozo viejo va a la consulta con purgaciones de puticlub, relata el galeno con todo lujo de detalles cuando cogió un mal chancro haciendo la mili en Melilla, y cómo su padre tuvo que mover durante la posguerra sus influencias en las embajadas para conseguir la penicilina salvadora.

Ramiro salió de la estación mirando de reojo las paredes decoradas con dibujos soeces y las grietas que dejaron los chatarreros cuando robaron las tuberías. Ha pasado mucho tiempo desde que “el jefe” dejó de llamar la atención del alcalde para que, al menos, tapiaran las puertas y ventanas y, de vez en cuando, el ayuntamiento diera una peonada para correr el tejado. Ya no quedaban tejas, y el fuego que encendieron para calentarse unos aceituneros portugueses acabó hace algunos años con la techumbre. Hasta llegó, con la ayuda de don Romualdo, que había sido profesor en la universidad, a escribir una carta a un periódico de Talavera para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, pero nadie le escuchó.

El camino iba subiendo junto a una hilera de álamos corroídos por la grafiosis y Ramiro pensó mirándolos:

– Estos árboles están como yo y como la vía, aunque, si es verdad lo que me han dicho esos dos ciclistas de Madrid, puede que la estación de Aldeanueva de Barbarroya se salve.

Él siempre soñó con decir en voz alta ese nombre, tan sonoro y difícil de pronunciar, del pueblo donde estaba destinado como jefe de estación a los forasteros que asomaran por las ventanillas, pero nunca llegó a levantar la bandera ni a oler la carbonilla, la línea nunca se terminó.

Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó
Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó

De camino a casa se detiene con Teresa, una de esas personas chatas y bajitas que todavía se pueden ver por las tierras pobres de España marcadas por la necesidad de la posguerra y por la precariedad de su alimentación.

-Ya ve usted señor Ramiro, entonces, cuando llorábamos y no había qué llevarnos a la boca nos hacían con un trapito atado un chupete de miel y adormidera y así engañábamos el hambre; y no como ahora, que los críos están “tiestos de yogules y potitos desos”.

La mujer continúa lavando los moldes de esparto de los quesos y le ofrece al jefe de estación.

– Tome usted un cachejo que mis cabras son las más limpias del pueblo.

El hombre coge un pedazo de queso con un vaso de vino tan oscuro y espeso como las arcillas de La Jara donde nacen las viñas y continúa cansino hacia su casa. Hoy, después de mirar en la televisión un concurso estúpido o alguna de esas películas americanas que no entiende, se irá a acostar y volverá a contemplar absorto, como en una oración, el retrato de su mujer que tiene junto ese cuadro de los caballos y los ciervos bebiendo a la luz de la luna que hay en tantas casas de los pueblos españoles. Parece que ha sustituido a aquel hule con el mapa de España que cubrió durante décadas la mesa camilla. En él los niños españoles aprendían geografía cuando un macarrón se caía sobre la ciudad de Valencia o el cerco caliente de una cacerola requemaba la provincia de Madrid.

Al día siguiente, después de perder en la partida un café y dos copas de Veterano, Ramiro salió con don Romualdo a dar su paseo.

– Venga Ramiro, que ya sabes que en febrero busca la sombra el perro, y hoy parece que ha calentado un poco más el sol. Vamos a acercarnos por la vía hasta la fábrica de la luz.

Pasaron primero junto a los muelles de la estación y Ramiro imaginó a las vacas y las cabras subiendo en los vagones para ir a la feria de ganado de Talavera. Siguieron por delante de los almacenes también arruinados, mientras las uralitas sueltas golpeaban contra la estructura oxidada del tejado. Frente a ellos, a falta de raíles y guardagujas, los chavales habían preparado un campo de fútbol en la explanada y se llamaban unos a otros con nombres brasileños.

– Está usted oyendo Ramiro, nosotros aprendíamos que Hernán Cortés y Pizarro debían ser nuestros héroes, y ahora resulta que los indios de las favelas son los ídolos de la juventud. Un detalle de justicia histórica para aquellas tribus que siempre salían perdiendo en sus luchas contra los dioses de la barba y el caballo- explicó don Romualdo en el tono un poco pedante que siempre utilizaba con sus paisanos cuando hablaba de estas cosas que ninguno de ellos comprendía.

Siempre que tomaba esta actitud, su compañero pensaba lo alto que había llegado “Aldito” el hijo de Marciano “Gorreta”, que con este nombre conocían en el pueblo a todos los de su familia pero, cualquiera se lo llamaba. Un enfado jupiterino le acometía si alguien le recordaba en su cara el mote familiar e improperios como palurdo, asno, o acémila eran lo mínimo que salía de su boca, mientras una lluvia de perdigones escapaba entre su descolocada dentadura postiza.

Las flores de los almendros estaban perdiendo los pétalos y formaban una alfombra bajo sus troncos. Ya estaba avanzado el invierno y habían dejado de adornar con su belleza breve la naturaleza sobria de las lindes que separan los barbechos.

Anduvieron unos minutos en silencio y se detuvieron a contemplar desde el terraplén las riberas del Tajo. Al otro lado del río emergía sobre las aguas un tejado con un poste corroído del que colgaba un cable oxidado. Era la antigua central eléctrica que en tiempos había dado luz al pueblo.

Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador
Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador

– Nada, cuatro bombillas repartidas por las calles que, si corría poco agua, daban menos luz que las velas.- dijo D. Romualdo, siempre tan negativo- Esa central es como la vía, y como el pueblo, un quiero y no puedo.

– Pues no señor, no estoy de acuerdo – dijo el jefe de estación- Por el oeste de España siempre se ha puesto el sol, jamás se ha levantado, y ya va siendo hora. Nunca se nos ha regalado nada y para una vez que se quería dar con el tren algo de vida a estas tierras se chafó la cosa.

– Ya sé Ramiro, me lo ha contado usted muchas veces. Que la vía la proyectaron en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, que la quiso impulsar la República y que luego quisieron unir Madrid con los regadíos del plan Badajoz. Lástima, que los camiones empezaran a abundar, que las carreteras mejoraran y que los ministros de Franco creyeran que ya no era rentable acabarla. El caso es que hoy no tenemos tren ni central, que lo único que nos queda es la cara de Agapito.

Agapito había sido el encargado de la central. Su amigo Onésimo tenía veleidades artísticas y le había hecho una máscara para esculpirle más tarde con un mármol que nunca llegaría a comprar. La central cerró y Agapito se marchó, pero Onésimo se hizo una casa en la plaza con la indemnización que cobró cuando le despidieron y, no se sabe el porqué, colocó en la fachada la máscara de Agapito. Aquel extraño elemento decorativo atraía los comentarios de los visitantes ilustrados del pueblo, que especulaban sobre el origen fenicio o romano de la cara de barro de Agapito, el de la fábrica de la luz.

Los dos hombres seguían mirando hacia el río cuando algunas grullas retrasadas cruzaban el cielo hacia el sur.

-¿Te acuerdas del cajón?- Dijo Ramiro mirando con sorna a Romualdo.

– Cómo no me voy a acordar- respondió secamente el profesor-.

Ramiro sentía un placer algo malintencionado en recordar a su amigo el día en que, por ser el hijo de los caciques, tuvo que cruzar el río en el cajón que con un cable vadeaba el Tajo acompañado de un cura y un falangista de un pueblo cercano. Muertos de miedo y ateridos de frío llegaron al otro extremo donde se percibía en la oscuridad el bulto de otras gentes. Era el maestro de Calera, un herido en la guerra y un alcalde de los rojos que iban a cruzar a la otra parte. Romualdo recordaba que los huidos de ambos bandos se habían dado las buenas noches con mucha educación y luego él había echado a correr tropezando con las encinas y las cornicabras hacia zona nacional.

Secundino, el alcalde del pueblo, de acuerdo con los molineros, utilizaba el cajón para cruzar a cada uno al lado de sus preferencias políticas, sin ningún escrúpulo ideológico y sacando de paso un dinerito con labor tan humanitaria.

– Pero no te olvides que, aunque cerró la fabrica de la luz, después hicieron la presa de Azután que inundó el molino y la central- dijo Ramiro rompiendo una lanza por el progreso.

-Sí- respondió don Romualdo- pero se llevan la energía a mover la industria de otras tierras y aquí siguen arañando con las uñas las aceitunas del suelo para poder vivir.

Los dos hombres siguieron su camino sobre la vía que se iba encajando entre elevados taludes de granito negro y compacto. Recordaron el esfuerzo inmenso, las miles de carretas de piedra que se sacaron de allí haciendo estallar los barrenos que se llevaron por delante la vida de varios obreros.

-Te acuerdas de aquel picapedrero de Lagartera, tuvieron que bajar hasta el río para recoger una de las piernas cuando estalló una caja de dinamita.

Ramiro recordaba las viejas camionetas de explosivos custodiadas por dos guardias civiles muy serios aferrados al mosquetón. Y es que los maquis andaban cerca, la partida de Quincoces podía aparecer en cualquier momento. Había traído en jaque a los guardias y a los soldados hasta que le traicionaron en Valdelacasa. Dicen que un majano de piedras amontonadas en el lugar donde murió es el monumento que fueron formando sus paisanos en recuerdo de su lucha sin futuro.

Una bandada de torcaces levantó el vuelo en la otra orilla del río sobre los acebuches.

– Sabrá usted –dijo don Romualdo- que los fenicios injertaron los acebuches silvestres de la península ibérica y así nacieron sus magníficos olivares. Todavía se aprovechaban hasta hace poco sus pequeñas aceitunillas en algunos lugares de España para hacer un aceite áspero y negro.

– Hoy sólo sirven para llenar el buche de las palomas que vienen a cazar los italianos, que creo que en su tierra ya no quedan ni golondrinas por el vicio que tienen para tirar de gatillo.

Abajo, el sol oblicuo del atardecer iba dando un aspecto sombrío a las aguas del río.De vez en cuando sus aguas se veían sacudidas por las carpas que saltaban pesadamente o por el despegue lento de alguna garza. En esta ocasión los dos paseantes llegarían hasta el Puente de Amador. Así llamaban en el pueblo al gran viaducto que unía las dos orillas del Tajo. Amador había sido el capataz de la inútil obra que por lo menos dejaría su nombre en la particular y extensa historia del absurdo de las obras públicas españolas, con las presas que nunca se llenaron de agua y las minas que nunca dieron oro.

Sobre el puente, un grupo numeroso de jóvenes manipulaba cuerdas y correas. Los ancianos se acercaron y oyeron que uno de ellos decía:

– ¡Vamos!. El último lanzamiento de hoy. ¿Quieres tirarte tú Esther?.

– Vale, pero seguro que voy a gritar.

– No importa es bueno soltar la tensión en las primeras caídas.

En un momento, la chica de aspecto frágil se colocó un arnés y se enganchó a una gran maroma, se colocó sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Romualdo y Ramiro, estupefactos, no salían de su asombro, pero se asomaron y respiraron algo más tranquilos cuando comprobaron que la cuerda era flexible y la chica subía y bajaba como una pelota.

-¿Han visto abuelos? ¡Vaya alucine! – dijo el que parecía el jefe- ¡Joé! tú, han “flipao” los viejos. Esto no lo hacían en sus tiempos ¿Eh?

– En nuestros tiempos sólo vivir era ya un riesgo, chaval, y no hacer estas tonterías- dijo Ramiro, más tranquilo al ver que la muchacha estaba a salvo.

– Venga abuelo, tome un trago del vino de pitarra que hemos comprado en el pueblo y no se enfade- respondió el estudiante con esa emoción infantil que produce a la gente de la ciudad consumir cualquier producto del campo.

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.

EL RATERO ARREPENTIDO

EL RATERO ARREPENTIDO

Nueva causa criminal de la Santa Hermandad de Talavera que se custodia en el archivo municipal y que se desarrolla en el extremo occidental de las Tierras de Talavera.

Paisaje en la zona de Los Guadarranques, cerca de Navatrasierra
Paisaje en la zona de Los Guadarranques, cerca de Navatrasierra

Retiró la perdiz que todavía se movía atrapada por la percha. El lazo trenzado con cerdas de caballo había cumplido con su cometido y, una vez más, podría Tiburcio llevar algo de comer a su mujer y a sus tres hijos. En un canchal cercano se oyeron rodar algunas piedras y el cazador se agachó ocultándose tras unos chaparros. Era una falsa alarma, un corzo había cruzado la pedrera. Podía seguir buscando entre los jarales y barbechos el fruto de sus artes prohibidas de caza.

Trabajosamente ascendió desde los Guadarranques hasta la alquería de Navatrasierra. Era casi de noche y los vecinos se habían retirado ya a sus chozas. Al pasar por un corral pudo observar que dos lienzos se curaban al oreo de la brisa que venía desde las sierras del Hospital del Obispo. Por un momento dudó, su mujer le había suplicado, llorando en su camastro, que dejara de una vez las raterías que le habían llevado a trabajar durante dos años, como preso forzado, en los jardines del Prado en Madrid y en un gran edificio donde los capataces decían que se iban a guardar valiosas pinturas.

No pensaba que fuera a ser descubierto en esta ocasión, al fin y al cabo nadie le había visto en todo el día. Pero tener que dar explicaciones a su mujer por los dos lienzos era difícil. Debería soportar durante días ese machaqueo permanente con el que el sexo femenino consigue conducir a su pareja por el camino adecuado. No era una perspectiva agradable. Además, ya se sospechaba de él por la desaparición de un macho cabrío de una machada en Guadarranquejo. En esta ocasión sí que había testigos. Unos porqueros vieron al perchero merodear por la zona y, además, se había ido de la lengua con un conocido  diciéndole que en su casa podrían comer mejores tajadas que en la taberna. El dueño de la res se había presentado en su casa encontrando un cuarto del animal colgado de la pared de su dormitorio. Había dado la excusa habitual, que había encontrado esos despojos en la sierra y que, probablemente, habían sido despedazados por algún lobo de los que abundaban en aquellos parajes.

Pena de vergüenza pública pasando la comitiva por la cárcel de la Santa Hermandad. De una publicación del IPIET de la Diputación de Toledo.

Si le cogían otra vez se arriesgaba a pasar seis años en presidio, así que decidió guardar los lienzos bajo una lancha de piedra. Continuó su camino hacia el pueblo y cuando se cruzó con un pastor de Navatrasierra le dijo que sabía donde se encontraban dos lienzos de lino, que si algún vecino los había echado en falta podría preguntar por ellos en Puerto de San Vicente, en casa de Tiburcio.

Puerto de San Vicente desde la cueva de la Fuentesanta
Puerto de San Vicente desde la cueva de la Fuentesanta

Cuando al día siguiente, después de colocar unos lazos, llegó a su pueblo, ya le estaban esperando el matrimonio dueño de los lienzos, el alcalde del pueblo y un comisionado de la Santa Hermandad de Talavera que andaba persiguiendo gentes de mal vivir por aquellos apartados lugares de La Jara. Este comisionado era un cuadrillero rústico, ni siquiera el Cuadrillero Mayor, ese tipo de hombre que cuando se le inviste de autoridad puede llegar a ser el más cruel de los humanos si se trata de juzgar a los de su misma clase.

No lo dudó un momento, aunque era el mismo Tiburcio el que se había autoinculpado, arrepentido de su acción, decidió enviarle sin contemplaciones a la cárcel de la Santa Hermandad en Talavera. El ratero se arrepintió mil veces de haberse delatado cuando comenzaron otra vez los interrogatorios. El fiscal, como reincidente que era, no estaba dispuesto a tener el más mínimo rasgo de piedad y, en la petición de pena que hacía al juez, hablaba, con palabras terribles para el perchero, de su mala inclinación y envejecido hábito de hurtar y usurpar lo ajeno. Repetía una vez más los delitos que habían llevado al infeliz a su anterior condena y Tiburcio los recordaba como algo muy lejano. El fiscal iba desgranando algunos de los pequeños hurtos que había cometido el acusado, pero nunca aludía a la precariedad, al hambre siempre amenazante que había acompañado a cada uno de los minutos de la miserable vida del cazador. Tenía que volver a escuchar sus pequeños robos de ganado y cómo, cuando fue sorprendido en cierta ocasión, intentó compensar a una de sus víctimas con una capa que a su vez había sido robada pero que, aseguraba, se había encontrado en un pajar. Unos serranos que pasaban hacia los pastos de Extremadura notaron la pérdida de una oveja coja y unos esquilones que también fueron encontrados en su poder. Hasta el hurto de seis haces de centeno de un barbecho se le restregaba por su conciencia. Pero lo que más le dolió fue el recuerdo del robo a su cuñado de una fanega de trigo y centeno que tenía en la troje. Cuántas veces había tenido que oír los gritos de su mujer reprochándole que  había hecho víctima de sus raterías hasta a su propio hermano.

Afortunadamente otros vecinos se apiadaron de él y no habían echado más leña al fuego, sabían de su situación y habían tenido compasión de Jerónima, su mujer, y sus tres hijos que, ahora que estaba nuevamente en la cárcel, andaban mendigando por las calles de Talavera.

En aquella primera ocasión habían cambiado su pena de seis años de presidio por otra más liviana de dos años de trabajos forzados en El Prado de Madrid. Incluso habían remitido la pena de doscientos azotes que acompañaba a la sentencia. Pero ahora no tendrían piedad. Estaba desesperado. Solamente le consolaba ver que su abogado defensor era un hombre sabio y que, a lo mejor, pensaba un truco para salvarlo.

Cuando ceía que ya todo estaba perdido, el licenciado encontró algunos fallos en el procedimiento del rústico comisionado de la Santa Hermandad. Esto, unido a la presencia de su miserable familia en la puerta de la prisión, consiguió que el juez tuviera un poco de compasión. Solamente le condenaron a seis años de destierro a diez leguas en contorno de Puerto de San Vicente y seis en contorno de la villa de Talavera. Por ahora se había salvado, pero ¿Qué haría él sin sus valles de Guadarranque, sin sus lazos y sus perdices?  La miseria seguía su ciclo inexorable.

(Causas Criminales de la Santa Hermandad de Talavera Sig. 41/12. Archivo Municipal )

FELIPE II VISITA TALAVERA

FELIPE II VISITA TALAVERA

(Marzo de 1580)

Arcabuceros en la azulejería del siglo XVI de la ermita de Nuestra Señora del Prado en Talavera
Arcabuceros en la azulejería del siglo XVI de la ermita de Nuestra Señora del Prado en Talavera

La Venta del Alberche era un hervidero de viajeros, pastores, furcias y bribones que, ante la presencia inusitada del concejo, los nobles y el cabildo de la Colegial, se mantenían en un extraño silencio. Un calderero llegó corriendo con su borrica y, entre el ruido de sus cobres, podían apenas oírse las grandes voces que daba anunciando la llegada de la comitiva real. Uno de los caballos de los cuadrilleros de la Santa Hermandad se desbocó y casi da en el río con el jinete que, con una ballesta en la mano y las riendas en otra, intentaba mantener el equilibrio.

Frente a la labranza de Entrambosrríos asomaban ya los primeros soldados y criados reales. Los alcaldes, nerviosos, se colocaron la indumentaria de gala mientras daban órdenes apresuradas a la comitiva que había acudido desde la Villa a recibir al rey Felipe. El carruaje paró, su majestad dejó a un lado los papeles que iba despachando con uno de sus secretarios y bajó junto al pescante del coche donde recibió el homenaje de las autoridades y el clero talaveranos. La Santa Hermandad Real y Vieja extendió su estandarte precediendo a la comitiva que continuó su recorrido hacia Talavera. Al pasar junto al arroyo de las Parras, el cortejo observó dos grandes palos clavados junto al camino real donde todavía picoteaban las urracas los despojos del último bandido ejecutado por la Hermandad.

Detalle de la decoración renacentista de la fachada sur del monasterio jerónimo de Santa Catalina

En otro carro iba la reina Anna, la adorada esposa del rey, y detrás más de trescientas personas entre soldados, sirvientes, escribanos, secretarios y nobles cortesanos. La primavera estaba ya despuntando en las ramas de los fresnos y los álamos que crecían junto al cordel. Al fondo se podían ver los tejados de la ermita de la Virgen del Prado, la que el mismo rey había bautizado en un viaje anterior como la Reina de las Ermitas. Su majestad ordenó parar y en compañía del cabildo municipal y el de la Colegial entró en el templo mientras repicaban las campanas de su espadaña. Permaneció unos minutos orando y a continuación se reanudó la marcha hasta llegar a la villa, en cuyo recinto la comitiva real penetró por la Puerta de Toledo.

Felipe II fue el rey que declaró a la cerámica de Talavera como la oficial del Imperio español con la sevillana. Horno representado en la azulejería del siglo XVI de la ermita.
Felipe II fue el rey que declaró a la  cerámica de Talavera como la «oficial» del Imperio español con la sevillana. Horno representado en la azulejería del siglo XVI de la ermita del Prado.

Fuera de este segundo muro de barro, muy deteriorado por el paso del tiempo, quedaban en la Cañada de los Alfares los hornos humeantes donde, por encargo del rey, tantos miles de azulejos se habían cocido para sus reales alcázares, sus palacios de caza y para su monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Juan Floris y Juan Fernández, sus alfareros predilectos, habían acudido a las audiencias que el rey concedió en sus anteriores estancias en Talavera, interesándose por la marcha de sus trabajos. Desde la Puerta de Toledo, que lucía su renovado aspecto por la restauración del Cardenal Tavera, se dirigieron después hacia el interior del caserío por la calle de Zapaterías pasando bajo los arcos triunfales de flores y follaje que adornaban las calles. Los hermosos palacios de la nobleza talaverana y las más modestas casas de ladrillo y tapial lucían colchas y gallardetes para saludar la presencia del monarca.

Todos los viajeros quedaron impresionados por las esbeltas torres albarranas que hacían más fuerte aún la muralla que dejaron los hijos de Alá. Después siguieron entre el griterío de la concurrencia hasta el monasterio jerónimo de Santa Catalina, donde el rey dormiría como en las dos anteriores ocasiones que pernoctó en Talavera. Era la de estos frailes su orden favorita, a quien había encomendado el gran monasterio del Escorial. Siempre se había encontrado cómodo entre los jerónimos. El prior rindió homenaje al monarca a la entrada del convento y el rey Felipe, tras las formalidades de rigor, quiso saber si su arquitecto Juan de Herrera había ayudado a la comunidad talaverana a resolver la amenaza de ruina de la capilla mayor de la iglesia, agrietada cuando iba a cerrarse la media naranja de la cúpula por el gran peso de la misma y de los muros. El fraile señaló el gran machón que Herrera había hecho construir pegado a la cabecera para evitar el derrumbe; la grieta era alarmante pero el arquitecto había asegurado a los monjes que el templo ya no correría peligro.

Abside mudéjar del Hospital de la orden de Santiago (Santiaguito), donde se hayaban los restos de pelayo Correas que visitó Felipe II
Abside mudéjar del Hospital de la orden de Santiago (Santiaguito), donde se hayaban los restos de pelayo Correas que visitó Felipe II

Por la mañana fueron recibidos en audiencia el concejo y los nobles talaveranos. A petición de uno de ellos, don Antonio Meneses y Padilla, el rey visitó el sepulcro de Pelayo Pérez Correa en la antigua iglesia del hospital de Santiago, llamada por el pueblo el Cristo Santiaguito. Este monje guerrero allí sepultado había sido Maestre de la Orden de Santiago, librando famosas batallas en la reconquista de Aldalucía. Una creencia muy arraigada en las gentes relataba cómo, durante uno de sus enfrentamientos con los moros, había recibido la ayuda de la Virgen que había detenido el sol a su puesta para que las huestes cristianas pudieran acabar felizmente la batalla. Murió en 1275 y fue enterrado en este hospital que la orden militar tenía en Talavera hasta que, en 1510, su cuerpo fue trasladado a la iglesia de Nuestra Señora de Tudia en Badajoz. El rey, minucioso como siempre, mandó poner «aquí yació» donde figuraba «aquí yace» sobre su sepultura ya vacía.

Era la tercera vez que Felipe II visitaba Talavera. En la primera ocasión se dirigía a Guadalupe para agradecer a la Virgen que don Juan de Austria hubiera sofocado el levantamiento de los moriscos. En su segundo viaje también se dirigía al santuario de las Villuercas para entrevistarse con su sobrino D. Sebastián, rey de Portugal, e intentar convencerle, sin conseguirlo, de que no emprendiera la suicida campaña africana donde el portugués perdió la vida en la batalla de Alcazarquivir. En ese encuentro, la comida fue servida a los dos monarcas en una hermosa vajilla de Talavera con el escudo de Portugal.

Ahora el rey se dirigía al reino vecino para hacerse cargo de él. Partió el cortejo de Talavera acompañándole las autoridades hasta el arroyo Bárrago. La reina Anna volvería a pasar por aquí siete meses más tarde pero ya sin vida pues había fallecido en Badajoz. El talaverano García de Loaysa oficiaría su entierro en el Escorial.