Un relato sobre arquitectura popular en La Jara
Mariano miraba a su mujer que se despertaba remolona sobre el lecho de retamas y paja del chozo. El ruido que hacía el pastor al soplar sobre el fuego había despertado a Crisanta. Se volvió perezosa y su mirada se cruzó con la del hombre que era su marido desde hacía dos años y que compartía felizmente su pobreza con ella.
Pero ese día amanecía radiante y podía verse el cielo castellano, el cielo invernal más azul, por la abertura que dejaba la manta que su marido había colocado en la puerta para impedir el paso de la humedad de la mañana. La leche recién ordeñada hervía ya en el cazo que Mariano compro el día que fueron con su tío el arriero a Talavera.
Casi ningún pastor podía permitirse el pequeño capricho de ir de viaje de novios, pero él siempre había sido el favorito de su tío e incluso les invitó a comer y dormir en una fonda llena de tratantes y algún viajante de mercería. Por la noche les llevó al «liceo», una iglesia abandonada por los frailes y dedicada ahora a salón de baile donde esa noche tocaba una orquesta de Madrid. Bebieron gaseosa y vino y fue tal vez la noche más feliz de sus vidas.
Después, la soledad de la sierra, el ruido de los búhos, los aullidos de los lobos y los jabalíes hozando en el prado habían sido los sonidos, tan terroríficos al principio, que impedían a Crisanta conciliar el sueño. Aunque poco a poco había ido acostumbrándose, como al intenso olor de cabra que despedían las ropas de su marido, ese olor que se le hacía casi agradable cuando en mitad de la noche despertaba asustada y se acurrucaba con su hombre.
Por entre las juntas de las pizarras que formaban la bóveda del techo salía el humo del hogar, pero la leña húmeda consiguió hacer toser a la mujer. Mariano al levantarse apenas emitía algún gruñido antes de irse a ordeñar, pero más solícito que de costumbre, arropó a la mujer y dijo:
-Quédate otro rato, anda.
-Tenía que quedarme preñada todos los días, para que así miraras por mí -respondió sonriendo la mujer- ¡Anda bolo! Que yo iré limpiando, vete al ganao.
Mientras el pastor estaba de careo veía de lejos a su mujer afanarse cogiendo leña y acercándose a la fuente a por agua. Andaba ya torpe con la tripa, estaba de seis meses y pronto tendría que irse con su madre al pueblo. No debía parir en aquel chozo y su hijo no se criaría ahumado en aquel cuchitril. Si las cabras parían bien sacaría un poco de dinerillo y acometería su proyecto, haría una casa para su familia.
Mientras pensaba en esto, Mariano tomó una plancha de corcho y con navaja tan gastada como afilada comenzó a darle forma redondeada a uno de los bordes, después la uniría a otras piezas con virus de jara y formaría una cuna para su hijo. Ya había matado otros ratos de pastoreo tallando un sonajero de una rama de espino y después haría un castillejo de corcho para meter al chaval mientras la madre se afanaba en la majada.
Su hermano le trajo al monte la noticia, la partera había dicho que era un muchacho muy hermoso. El pastor bajó al pueblo con las monedas que le habían dejado los cabritos. Antes de que volvieran al monte su mujer y el niño tenía que cubrir aguas.
Fue al herrero y encargó ochenta clavos para unir las alfangías a la viga maestra. En el comercio le vendieron cuatro costales de cal de Montesclaros. Aunque la casa iba a levantarla de piedra y barro necesitaría algo de argamasa para la chimenea y el caballete del tejado. Bajó después al tejar de tío Jacinto que había sido amigo de su padre, Mariano le echaría una mano y así las tejas le saldrían apañás de precio. Ya podía empezar pues el resto de lo que necesitaba para su casa lo tenía en el monte: piedra, barro y madera.
En una solana frente al arroyo decidió hacer los cimientos, cortó las jaras e igualó el terreno tirando con una cuerda el trazado de los muros. Tomó su azada y fue excavando los cimientos. En algunos lugares la pizarra se encontraba somera y tuvo que romperla con una cuña y la almadana, mientras que en otras partes de la cimentación el desnivel hizo necesario que fuera con el borrico a por grandes cantos rodados del arroyo para rellenar la zanja.
Con paciencia fue levantando las paredes, primero una fila de lanchas de pizarra y luego, para sentar la hilera siguiente, una capa de barro que había traído de los trampales, donde tantas veces se atascaba la borrica al pasar con el arado. Mariano iba dando la vuelta a las lajas hasta encontrarlas la cara adecuada en lo que parecía un juego de rompecabezas con un ritmo tan lento que, al principio, le hacía pensar a Mariano que su hijo ya habría entrado en quintas cuando él acabara la casa.
Pero cuando terminó la jornada y observó su obra mientras devoraba una gruesa loncha de tocino con largos y pausados tragos de vino, pudo calcular que en unas semanas habría levantado los muros y, aunque le dolían los riñones, sonreía mientras ordeñaba a las cabras pensando en la cara que pondría Crisanta cuando viera su nuevo hogar.
Con la ayuda de su hermano bajó hasta el arroyo a por el tronco de fresno que había escogido con tanto cuidado para descortezarlo y así evitar que se pudriera o se lo comieran las termitas. Invitó a los pastores vecinos que le ayudaron a subir la viga maestra y luego se bebieron el aguardiente que guardaba para una ocasión así. Sobre la viga clavó las alfangías y sobre ellas las jaras y la torta de barro que iban a sostener a las tejas.
Piedra, madera y barro, un hogar que nacía de la tierra, que era parte de esa tierra en la que luego él y su mujer y su hijo y los hijos de sus hijos se iban a deshacer en polvo con el que otros que vendrían después amasarían el barro de sus casas.