CUATRO MAQUIS EN LA HUERTA DE MATAPULGAS
(Septiembre de 1946)
Nunca había creído en eso de que poco antes de morir te pasa por la cabeza la película de tu vida. Siempre pensó que eran cosas de curas para llamar al arrepentimiento a los más descreídos. Pero lo cierto es que, caído entre los surcos del maizal, mientras notaba que la sangre empapaba su chaqueta, le venían a la memoria fragmentos desordenados de su vida.
No sabía porqué, pero se acordaba de escenas que creía olvidadas en las que aparecía de niño corriendo por los prados de Asturias. No podía olvidar sus penalidades en el campo de concentración, su condena a muerte y el día que escapó del campo de concentración de los vencedores. Recordaba como si fuera ayer el momento en que el partido le encomendó la tarea de aglutinar a los elementos dispersos que luchaban en las sierras de la zona centro y Extremadura para formar la primera agrupación de guerrilleros antifranquistas. No había sido fácil, entre los hombres huidos de la represión en la Guerra Civil y los que, más tarde, habían decidido tomar las armas contra el régimen había militantes anarquistas y socialistas que desconfiaban de los manejos del partido. Otros, sin embargo, no querían perder su protagonismo personal y seguían una estrategia individual que rayaba a veces en el bandolerismo de supervivencia.
Mientras notaba un agudo dolor en el costado recordaba el aspecto serio, de hombre duro y curtido que tenía Quincoces, el guerrillero de Aldeanovita que tanto luchó por las sierras de La Jara. Qué diferente de Reguilón, el maestro nacional que se echó al monte y regó de propaganda todo el valle del Tiétar. Era un luchador del fusil y de la pedagogía que incluso consiguió organizar un pequeño taller de impresión en la casa del tío Quintín, guarda de La Calera, junto a Montesclaros. Le vino a la mente la figura alargada de Chaquetalarga, el guerrillero al que más querían y apoyaban las mujeres. O el Francés, que tanto dio que hablar por las sierras extremeñas hasta que cayó en una emboscada allá, cerca de Monfragüe. Hombres recelosos porque habían sido perseguidos como alimañas y a los que él mismo había conseguido hilvanar en una incipiente y frágil organización guerrillera que esperaba la victoria de los aliados para ayudar desde el monte en la caída del franquismo que creían inminente.
Talavera había sido la ciudad elegida como centro de operaciones. Cuantas veces había tenido que viajar con el Maquinista, ferroviario que conducía el expreso Madrid-Cáceres y que transportaba en el ténder de su locomotora hombres y armamento. También se acordó de Colorín el kioskero de Navalmoral de la Mata que les servía eficazmente de estafeta.
Cuántas reuniones clandestinas en la taberna de la tía Patro, en esta ciudad de Talavera que al final iba a ser su tumba sin que nadie, ni siquiera el partido, se lo agradeciera. Qué paradoja, qué absurdo, el día que Lyon, ese médico o practicante , nadie lo sabía, metido a maquis, traía las órdenes de destituirle, ambos morirían junto a la huerta donde el tío Matapulgas tantas veces le había acogido cuando viajaba de un lado a otro del Tajo para enlazar las partidas de guerrilleros de una y otra sierra. No comprendía cómo pero había caído en desgracia ante el Comité Central. Tal vez la ruptura total de Reguilón con el partido y la caída del Francés tuvieran que ver con ello; la mala suerte hizo que en la garganta de Alardos muriera Tito, su sustituto en una refriega con la guardia civil. El hecho cierto es que Lyón, Julián, el comunista cubano que había venido a España a luchar contra Franco, y José, el hermano del Maquinista, habían sido encontrados por la brigada de información de Madrid.
La vista se le nublaba, quería huir pero no podía, le habían dado y también a Lyón, que durante unos segundos había gemido cerca de él. Entre las mazorcas de maíz que, en el septiembre caluroso de la ciudad del Tajo, esperaban a ser recolectadas vio aparecer un tricornio de los guardias civiles de Talavera que ayudaban a la policía política de Madrid en la cacería. Antes de morir escuchó el tableteo de una ametralladora y se preguntó si habrían cogido también a Julián y a José, mientras veía junto a su cabeza uno de esos zapatos viejos pero bien lustrados con betún que llevaba la polícia y que tantas veces había mirado mientras le golpeaban en los interrogatorios.
Jesús Bayón González alias Carlos, que fuera jefe de la agrupación de guerrillas Extremadura-Centro y Manuel Tabernero Antonio, alias Lyón y Robert, jefe de la 12 División Gredos murieron cerca de la estación de ferrocarril de Talavera de la Reina, en la llamada huerta de Machuca o del tío Matapulgas. Unas semanas antes habían sido atracados y muertos los pagadores de la empresa Huarte que en Madrid construía el estadio de Chamartín.
Las indagaciones realizadas llevaron al registro del domicilio en Ávila de la madre de Jose Antonio Llerandi alias Julián, donde se encontró una carta en la que indicaba la dirección a la que debía serle enviado el correo en la huerta de Talavera. La policía interroga a la hija del tío Matapulgas que descubre el escondite de los guerrilleros en la troje de otra huerta cercana. La Brigada de Información Central pide ayuda a la guardia civil de Talavera y los rodean, Carlos y Lyón mueren entre los maizales y Julián vuelve a la huerta de Matapulgas donde es arrestado y tras consejo de guerra es más tarde fusilado. José consigue llegar hasta un apeadero cercano al río Alberche y toma el tren hasta Madrid consiguiendo escapar.
Otros dijeron que solo escucharon los tiros, dos, el que dirigieron los dos maquis a sus cabezas antes de que les apresaran y les obligaran a delatar a sus compañeros.
Se produce con este hecho una caída en cadena de otros miembros del P.C.E. y de diferentes organizaciones vinculadas al partido comunista en Madrid, entre ellas la de los estudiantes universitarios y el impresor de La Estrella Roja. Para algunos, estos hechos fueron importantes en el cambio de estrategia que supondría el principio del fin de la resistencia armada organizada frente al franquismo en España, aunque incluso hasta finales de la década de los cincuenta quedarían partidas residuales como la de Veneno que continuarían actuando en el monte.