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TRES MUCHACHOS EN UNA CUEVA

 

TRES MUCHACHOS EN UNA CUEVA

Relato sobre la huida de los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta, patrones de Talavera

Septiembre del año 306

Cueva de los Santos Mártires en la cumbre del cerro de San Vicente Cueva de los Santos Mártires en la cumbre del cerro de San Vicente[

 Entre la grieta que dejan dos grandes moles de granito se asoman los ojos asustados de un joven mientras el viento agita su túnica. Desde la cumbre del Monte de Venus mira como el Tajo se acuesta en el valle. Al fondo, angustiado, vislumbra los tejados de los templos de la ciudad de Ébora. Vincencio ha recogido unas bellotas que lleva envueltas en un pedazo de lienzo. Vuelve sobre sus pasos hasta le entrada casi oculta de una cueva por la que desciende hasta su interior. Con las espaldas apoyadas sobre la piedra dos muchachas esperan aterradas, pero sonríen aliviadas al verle mientras le interrogan con su mirada.

-No se ven soldados. El día ha salido despejado y debemos continuar -dice entre imperativo y cariñoso su hermano.Esta imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es P2233519-1024x630.jpg

Aunque las hace estremecer el aire que azota la cumbre esa mañana, al salir de su refugio, la luz y el tibio sol de otoño las reconfortan. Con un poco agua de un fontarrón cercano lavan las heridas de sus pies defendidos de una caminata de nueve horas bajo la lluvia tan sólo por unas pobres sandalias. Antes de descender hacia el Piélago, el muchacho mira desconfiado hacia atrás y recuerda las historias que le contaba su abuelo. Aquí mismo se había fortificado el famoso guerrero Viriato y tuvo en jaque a los romanos desde estas alturas. Pero el lusitano al menos tenía armas. Vincencio, sin embargo, sólo tiene la certeza que empapaba todas sus vísceras de que la religión del judío crucificado, la que dice que los pobres heredarán la tierra, era la religión verdadera. Tan seguro estaba que hacía dos días, delante de Dacio, el gobernador que había encerrado a la piadosa Leocadia en las mazmorras de Toledo, había renegado de los viejos dioses asegurando que cuando los romanos los adoraban era como si veneraran a un montón de piedras y palos. Vincencio no lo creía, pero oyó decir a los soldados que le custodiaban que, en la piedra sobre la que descansaba cuando compareció ante el gobernador, quedaron marcados, como si la roca fuera de cera, sus pies y el báculo que le sostenía.

Esos mismos soldados le liberaron esa noche y con sus hermanas Sabina y Cristeta había huido entre encinas y enebros hasta el Monte de Venus. No podía permitir que el empecinamiento que Dacio achacaba sólo al fanatismo de los cristianos afectara a sus hermanas. Pero ellas, tanto y con tanta vehemencia habían escuchado hablar a su hermano sobre la nueva religión, que ya le acompañaban en lo que para unos era delirio y para otros eran convicciones profundas. Estaban ya dispuestas a morir con él sin renunciar al nuevo Dios que los emperadores perseguían con tanta saña.

Los bosques de El Piélago desde la Cueva de los Santos Mártires. Al fondo, Gredos Los bosques de El Piélago desde la Cueva de los Santos Mártires. Al fondo, Gredos

Caminando entre los robles habían llegado al otro extremo de aquellos montes y podían ver frente a ellos la alta sierra de Gredos que deberían cruzar si querían ponerse a salvo. Unos pastores que los encontraron comiendo moras junto al río Tiétar les dieron refugio esa noche. No subieron por el puerto del Pico pues, junto a la calzada, siempre había soldados que controlaban el paso del ganado y de las mercancías. La senda por la que les condujo uno de los cabreros era empinada pero más segura. Después de alimentarse de carne seca durante cuatro días llegaron, tras atravesar los piornales y las praderas de las cumbres, hasta la ciudad de Ávila. Uno de los pastores, interrogado por los soldados, delató a los hermanos y cuando llegaron a la ciudad de los fríos inviernos estaban esperando para apresarles.

Otra vez los ofrecimientos de renuncia, otra vez mantenerse en esa curiosa fe que a Daciano, en realidad, le parecía tan falsa como la suya propia, una forma más de someter a los que debían someterse. Los desnudaron y los sacaron fuera de la ciudad y después les azotaron hasta la extenuación. En el tormento que llaman hecúleo descoyuntaron sus miembros sobre una cruz en aspa. Como no acababan con sus vidas apretaron las cabezas de los tres hermanos en una prensa formada por dos tablones poniéndoles, en fin, grandes losas de piedra y golpeando sobre ellas con grandes mazos hasta que sus sesos quedaron desparramados.

Después de muertos los arrojaron  a una cueva que llaman de la Soterraña. Y dicen las gentes de Ávila que, como no permitieran los soldados que nadie enterrase los cuerpos, una gran serpiente salió de las profundidades levantada la cerviz y dando temerosos silbidos. Cuentan que un judío miraba sus cuerpos con poca reverencia y la culebra se enroscó en su cuerpo casi asfixiándole hasta que prometió, convirtiéndose al cristianismo, levantar un templo que custodiara los cuerpos de los tres muchachos de Ébora.

Los Santos Mártires huyen de Talavera, decoración esculpida en el cenotafio de la basílica de San Vicente en Ávila

HISTORIA DE LOS MOLINOS DE AGUA (y II)

SEGUNDA PARTE DE LA HISTORIA DE LA MOLINERÍA DE MI LIBRO AGOTADO «Los Molinos de Agua de la Provincia de Toledo»

Autor:  Miguel Méndez-Cabeza

Ruinas del cárcavo de un molino en el Tiétar
Ruinas del cárcavo de un molino en el Tiétar

Mediante los molinos de sangre, dos hombres o un asno molturaban en la antigüedad unos cinco kilogramos en el mismo tiempo que un molino de agua de potencia media (5-10 Cv) conseguía moler 180 kilogramos de cereales. Este hecho y la gran difusión que durante el siglo XII alcanza este ingenio, han llevado a que en la historia de la tecnología algunos autores hallan considerado esta centuria como el verdadero inicio de la revolución industrial. Esta afirmación puede parecer exagerada, pero si tenemos en cuenta que en el siglo XIX toda una serie de industrias son movidas por turbina hidráulica -que no es sino una adaptación del modesto rodezno del molino harinero- y que esta turbina (fig. 3)  se adaptará posteriormente a la producción de energía eléctrica por la aplicación en 1855 de los principios de Faraday, podemos convenir al menos en otorgar al venerable molino de agua el título de abuelo del proceso industrial.

También a comienzos del segundo milenio son los árabes quienes consiguen aumentar la potencia de las ruedas verticales al hacer incidir sobre la parte superior de las mismas la corriente de un canal [1](fig. 24). Antes de esta innovación -mediante la cual la gravedad aumenta la fuerza que antes solamente proporcionaba la corriente o “fuerza viva” del agua- la parte inferior de las ruedas se introducía directamente en el curso del río. Otra aportación de los árabes es el arubah, precursor del molino de cubo (fig. 16) y que consiste en una construcción cúbica o cilíndrica donde se acumula el agua antes de mover el rodezno. Se conseguía así otro aumento de energía por aprovechamiento de la fuerza gravitatoria[2] en corrientes de caudal escaso.

Molino en ruinas en el arroyo Marrupejo, término de Cervera
Molino en ruinas en el arroyo Marrupejo, término de Cervera

Desde la Edad Media se comienzan a disponer las palas del rodezno en sentido helicoidal. Si además de esto, se introduce la rueda en una cuba cilíndrica en la que el agua discurre desde arriba hacia abajo y en sentido rotatorio, nos encontraremos entonces ante el precursor del molino de regolfo[3]  (fig. 18).

Este tipo de ingenio fue descrito en el siglo XVI por Francisco de Lobato, probable introductor del mismo en España. En un interesante manuscrito de este autor estudiado por Francisco García Tapia, se describe este artefacto y otras muchas innovaciones tecnológicas de la molinería[4]. El aragonés Lastanosa hizo en este mismo siglo una pormenorizada descripción  de diferentes tipos de molinos con la que se adelantó en mucho a los conocimientos de su tiempo[5]. Realizó además una intuitiva pero muy aguda aplicación de otros principios físicos de hidráulica.

El Libro Once de Los Veintiún Libros de los Ingenios y Máquinas de Juanelo Turriano está también dedicado integramente a la tecnología molinera, lo que unido a la atención que, entre otros, prestan los dos anteriores autores a la molinería, nos sugiere la inquietud que estos ingenios despertaban en la época de Felipe II[6].

La Ilustración no podía dejar de interesarse por estos temas y ya en la Enciclopedia de Diderot se describe minuciosamente un molino y su funcionamiento[7].

Cárcavo de un molino de agua con su cárcavo

Al molino de regolfo, que dibuja Lobato en su manuscrito, solamente le faltaría cerrar herméticamente la cámara cilíndrica donde giran el agua y la rueda, para que nos encontráramos ante lo que más tarde se conocerá como turbina de reacción. En el siglo XVIII el francés Bellidor estudió estos molinos y sus escritos inspirarían a Fourneyron que en el año 1832 inventa e instala en París la primera turbina que llevará su nombre[8].

Las turbinas fueron la evolución natural de los molinos de regolfo como explica el texto
Las turbinas fueron la evolución natural de los molinos de regolfo como explica el texto

Las turbinas denominadas “de acción”, cuya mejor representación es la de Pelton (fig. 3), tienen su antecedente en lo que Lastanosa llamó “molinos de bomba”. En ellos una corriente vertical incide sobre la parte lateral de una rueda vertical. Este sistema ha tenido poca aplicación práctica en molinería. En el año 1849, Francis fabricó la primera turbina de admisión exterior. En ella el agua entraba radialmente y salía en dirección próxima al eje. Aún hoy se emplean y podemos reconocerlas en antiguas centrales eléctricas por su forma exterior similar a la espiral de una concha de caracol. Fourneyron añadió a la turbina un mecanismo fijo que distribuía el agua en filetes líquidos dirigidos de forma que movilizaran un rodete exterior en este caso. Se conseguía así una pérdida mínima de energía por la entrada de agua sin choque y la salida casi sin velocidad. Estas turbinas se denominan centrífugas, a diferencia de otras que cuentan con distribuidor exterior y rodete interior y se conocen como centrípetas. Pelton consigue, sin embargo, disminuir la pérdida de energía por el choque del agua cuando, al partir en dos las cucharas del rodete mediante una arista medial, divide el chorro en dos mitades suavizando el impacto[9].

Hemos hecho esta breve descripción de las principales turbinas porque, aunque estos artificios se salen del ámbito de la etnografía para entrar en el de la arqueología industrial, su nacimiento y evolución apoyan la idea del molino de agua como origen de la tecnología industrial.

Sala del molino de Los Rebollos en Valdeverdeja

Las correas de transmisión supusieron otro avance importante por cuanto se conseguía con ellas impulsar toda la maquinaria complementaria de la molinería (dechinadoras, limpiadoras, cernedores y humedecedores) al transmitir el movimiento rotatorio del eje del rodezno a otros ejes que las movilizaban. Los tornillos de Arquímedes y los rosarios de cangilones facilitaron por su parte el transporte en sentido vertical y horizontal del grano y de la harina. Todos los elementos anteriores fueron ingeniosamente combinados en diferentes planos de un edificio por Oliver Evans en 1783, año en el que diseñó y construyó la que podíamos considerar como primera fábrica de harina[10].

Sulzberger empleó por primera vez cilindros de hierro en lugar de las tradicionales piedras de molino y Weymann en el año 1874 utiliza cilindros de porcelana.[11].

A comienzos de este siglo, cuando se utilizan la electricidad o los motores diesel como fuerza motriz para estas fábricas de harina, comenzará un lento pero inexorable declive de los molinos de agua que solamente continuarán funcionando hasta nuestros días en contadas ocasiones y casi siempre para moler pienso.

En España, las fábricas de harina movidas por turbina hidráulica comienzan a distribuirse por todo el territorio nacional en las últimas décadas del pasado siglo. Es característica en ésta, como en otras instalaciones industriales, la influencia tecnológica francesa, aunque a principios del siglo XX se percibe la entrada de maquinaria y la utilización de tecnología austro-húngara.[12]

[1]  MOPU-CEHOPU : “La obra pública en España, patrimonio cultural” ,Catálogo exposición, Madrid, 1986.

[2]  MUMFORD, L. Opus cit.  p. 133.

[3] DAUMAS, M. Opus cit p. 67.

[4] NICOLÁS GARCÍA TAPIA, Los molinos en el manuscrito de Francisco Lobato (Siglo XVI), Los Molinos, Cultura y Tecnología, Sorzano( la Rioja) – Madrid, 1989, Centro de Investigación y Animación Etnográfica, pp.  151-173.

[5] GARCÍA, N. y CARRICAZO, C. : Opus cit. pp.67-81.

[6] LOS VEINTIÚN LIBROS DE LOS INGENIOS Y MÁQUINAS DE JUANELO TURRIANO, Fundación Juanelo Turriano, Edic. Doce Calles y Biblioteca Nacional, Madrid 1996. Vol II, pp. 323-388.

[7] STRANDH, S.: Historia de las máquinas. Madrid, Ed Raíces, 1984, pp. 115.

[8] GARCÍA, N y CARRICAZO, C.: Opus cit. pp. 93-96

[9] De IGUAL, J.: Máquinas e instalaciones hidráulicas. Ed. Soler, Barcelona, 1922, p. 122.

[10]  ESPASA- CALPE, Enciclopedia, Primera Edición, ver Molinería, pp. 1474-1571.

[11]  Ibidem

[12] ILLA, A.: El Libro del Molinero, Tratado práctico de la fabricación de harinas.Murcia, Tipográficas de Anselmo Arqués, 1883, pp I-IX de la introducción.

 

BREVE HISTORIA DE LOS MOLINOS DE AGUA (I)

LOS MOLINOS DE AGUA DE LA PROVINCIA DE TOLEDO

(Fragmento de mi libro publicado por la Diputación de Toledo y ya agotado «Los Molinos de Agua de la Provincia de Toledo))

Autor: Miguel Méndez-Cabeza

Molinos de los Rebollos en el Tajo (Valdeverdeja)
Molinos de los Rebollos en el Tajo (Valdeverdeja)

I.- INTRODUCCIÓN HISTÓRICA A LA MOLINERÍA

   El concepto de máquina se define como el de “ un conjunto de piezas con movimientos combinados mediante el que se aprovecha una fuerza para producir un trabajo”. Podemos considerar al molino de agua -que es la aplicación más directa de la rueda hidráulica- como la primera máquina, el primer artificio que ahorra tiempo y energía al ser humano y a sus animales domésticos. Solamente la vela impulsó a las embarcaciones antes de que las aguas hicieran rodar las piedras de molino[1].

Mola asinaria romana, molinos de "sangre" movidos por fuerza de animales o de esclavos

Mola asinaria romana, molinos de «sangre» movidos por fuerza de animales o de esclavosHasta su invención, eran pequeños molinos de mano o los denominados en la antigüedad con el significativo nombre de “molinos de sangre” los que, movidos por energía animal (mola asinaria) (fig. 1) o humana (mola trusátilis), abastecían de harina a una sociedad esclavista como la romana[2]. Es probable que hace tres mil años existieran ya rudimentarios molinos de rueda horizontal en Asia Menor, precisamente en la misma zona de la tierra que vio nacer las culturas neolíticas y con ellas el cultivo de los cereales.[3]

A comienzos de nuestra era estos ingenios se documentan en Grecia y Escandinavia. Hacia el año 100 antes de Cristo, Estrabón, en una crónica sobre Mithridates del Ponto, se refiere a un tal Manganareios Hydraleia que vivía en Sardes. Este nombre ha sido traducido como “ constructor de molinos de agua”.[4]También Antipater de Salónica se refiere a nuestros ingenios en un texto que, según la traducción de V. Gordon Childe, dice:

“ Molineras, no toquéis más el molino de mano porque Deméter ha pedido a las ninfas que realicen vuestro trabajo. Ellas corren en lo alto de la rueda y hacen girar sus ejes”.[5]Existen además algunas otras referencias posteriores de autores helenísticos que parecen hablarnos de molinos hidráulicos.[6]

En tiempos de César, describió Vitrubio en el libro X de su obra “ De Architectura” el molino de rueda vertical que posiblemente se habría inspirado en la rueda persa o saquiya. Este artilugio precisaba de engranajes que transmitieran el movimiento a las piedras situadas en un plano horizontal y por tanto perpendicular a la dirección del movimiento de la rueda.[7] La necesidad de estos engranajes hizo preciso el desarrollo de una carpintería mecánica que acompañaría a la evolución de los molinos de agua y de viento hasta la Edad Moderna, impulsando así una cada vez más compleja tecnología preindustrial.[8]

Molinos del primer ojo del puente en el dibujo de Van der Wingaerde
Molinos del primer ojo del puente en el dibujo de Van der Wingaerde

Además de Vitrubio otros autores de la misma época citan molinos de agua. Es el caso de Plinio que describe un artificio para moler grano en el norte de Italia. Encontramos referencias similares en la historia de Jutlandia, Inglaterra y China donde aparecen molinos de tecnología muy sencilla.[9]

En el ágora ateniense se hallaron restos arqueológicos de estructuras que parecían pertenecer a un molino de rueda vertical de tipo vitrubiano y que se dataron en torno al siglo V a.C. También en Francia, cerca de Arlés, se encontraron restos de ingenios romanos dedicados a la molturación y que aprovechaban el desagüe de una presa.[10]

Podemos añadir, a estos escasos restos arqueológicos que nos confirman la presencia de molinos en la antigüedad, la presencia en mosaicos de época romana o bizantina de imágenes que nos sugieren la silueta de ruedas y molinos de agua.[11].

Por los datos que tenemos, estos primeros ingenios habrían sido movidos por una rueda vertical que, como luego veremos, precisa de corrientes de caudal considerable para su funcionamiento. Las avenidas que durante siglos tuvieron esos grandes ríos habrían dificultado la conservación de los restos de estos primeros artificios.

Molino de arroyo en el Guadmora . Hinojosa de San Vicente
Molino de arroyo en el Guadmora . Hinojosa de San Vicente

Los pequeños molinos de rueda horizontal, aunque tienen el inconveniente de aprovechar en menor medida la energía hidráulica, se adaptan, sin embargo, a regímenes más torrenciales y de mayor pendiente pero de menor caudal.. Se produce gracias a esto una gran dispersión de los pequeños molinos de ribera desde la Edad Media. De esta manera se distribuyen en zonas más montuosas y marginales en menor relación con los grandes ríos y sus fértiles y pobladas vegas.

A pesar de que ya los romanos legislaron sobre el molino hidráulico, éste debió tener poca importancia en la época imperial pues en una economía esclavista como la romana no resultaba rentable su construcción por el desembolso de capital que precisaba. La escasez de mano de obra a partir del siglo IV motivó la consideración de utilidad pública para los molinos y, por ejemplo durante el siglo V en Irlanda y en el VI en la legislación de otros pueblos bárbaros, aparece reflejada la dispersión e importancia que fueron tomando.

Molinos de Calatravilla aguas abajo de Puente del Arzobispo

[12]

A partir del siglo X se localizan en Castilla la Vieja gran cantidad de instalaciones molineras aunque en nuestra zona, el escaso conocimiento de las fuentes árabes hace que no documentemos con certeza la existencia de molinos hasta el siglo XI y sobre todo el XII, centuria en la que aparecen dentro del ámbito de Castilla la Nueva alusiones a molinería en el fuero de Cuenca, mientras que en el territorio de Castilla la Vieja ya en época tan temprana como es el siglo IX hay abundantes referencias a molinos en los fueros de diferentes ciudades. En nuestra provincia, durante el siglo XII, el viajero árabe al- Idrisi a su paso por Talavera nos habla de que “ un gran número de molinos se elevan sobre las aguas del río” (fig. 2).[13]

Para estas fechas el molino de agua ha alcanzado una considerable difusión en Europa, baste decir que Guillermo el Conquistador censa en sus territorios británicos un número de 5.684 molinos de ribera.

1 DAUMAS, M.: Las Grandes Etapas del Progreso Técnico. México, Fondo de Cultura Económica 1983, p. 46.

[2]  ESCALERA,J.y VILLEGAS, A.: Molinos y panaderías tradicionales. Madrid, Editora Nacional, 1983, p. 23.

[3]  GARCÍA, N y CARRICAZO, C.: Molinos de la Provincia de Valladolid. Valladolid, Cámara Oficial de Comercio e Industria de Valladolid, 1990, p. 50.

[4] DAUMAS, M.: Opus cit. p. 48.

[5] MUMFORD, L.: Técnica y Civilización. Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 132.

[6] DAUMAS, M.: Opus cit. p. 48.

[7] VITRUVIO, Marco Lucio.: Los diez libros de Arquitectura. BLANQUEZ, A. Editorial Iberia, Barcelona 1955, Libro X, p. 269.

[8] GONZÁLEZ TASCON, I.: Fábricas Hidráulicas Españolas. Madrid, M.O.P.U.- C.E.H.O.P.U. 1987.

[9] DERRY, T.K. y WILLIAMS, T.I. : Historia de la Tecnología. Madrid, Siglo XXI,1986,p. 369.

[10] GARCÍA ,N. y  CARRICAZO C.: Opus cit. p. 150.

[11] Ibidem p. 53.

[12] MUMFORD, L. Opus cit. p. 133.

[13] GARCÍA MERCADAL, J.: Viajes por España. Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 45.

DE LAS POSADAS DE COLMENAS A LAS DEHESAS

LA NATURALEZA Y LA HISTORIA 3

Tercer artículo de cuatro que obtuvieron el Premio Cabañeros de periodismo medioambiental de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha

DE LAS POSADAS DE COLMENAS A LAS DEHESAS

Monumento al primer repoblador medieval de Alcaudete de La Jara
Monumento al primer repoblador medieval de Alcaudete de La Jara

Tras la reconquista de Talavera en el siglo XI, vuelven los cristianos y comienzan los titubeantes intentos de repoblación del inhóspito y desierto territorio de La Jara durante varias centurias. Primero se aprovechan unas cuantas colmenas y después se van rozando los encinares y jarales para conseguir tierras «de pan llevar».

Estos pioneros se enfrentan a tierras casi vírgenes habitadas todavía por osos, como en Robledo del Mazo donde, en el siglo XVI, justifican sus habitantes el nombre del pueblo porque sus abuelos al llegar a ese hermoso valle tienen que luchar con la glotonería de los plantígrados que destrozan sus posadas de colmenas, consiguen ingeniárselas mediante un mazo movido por una rueda hidráulica que machaca incesantemente espantando a los osos.

Los cultivos se fueron asentando tras rozar el monte bajo y los bosques de La jara

Los cultivos se fueron asentando tras rozar el monte bajo y los bosques de La jaraLos venados, los corzos y los jabalíes campan a sus anchas por una comarca salvaje donde se esconden golfines y bandidos aumentando la inseguridad de sus pobres habitantes. Se funda por ello una de las primeras  policías rurales de Europa, la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Talavera y Villa Real, que vigilará los caminos y despoblados de los Montes de Toledo y entre cuyos símbolos figuran un jabalí y una colmena por su vinculación a meleros y ballesteros, primeros hombres que se aventuran en esas tierras.

En algunos aspectos, al igual que las actuales patrullas de medio ambiente de la Guardia Civil, tenía esta Hermandad Vieja competencias que pudiéramos considerar como «ecológicas», ya que cuidaban sus cuadrilleros de impedir rozas, talas y carboneos ilegales que las férreas ordenanzas talaveranas intentaban impedir.

En épocas de hambruna era, a veces, la tala de un poco de leña, el único recurso de subsistencia y tanto era así que el concejo talaverano se vio obligado a dar un bando llamando a los vecinos a evitar las cortas abusivas de leña porque si no vendría la ruina para ellos e «incluso los ricos hombres» serían pasto del hambre y la miseria. Egoísta e interesado concepto éste de la conciencia ecológica pero que, aplicado hoy, puede hacernos ver también cómo el deterioro de algún paraje natural o de la capa de ozono son un problema de todos los estratos de la sociedad.

Ciervos en una dehesa de Oropesa

Pero en esas ordenanzas municipales había además, como hoy, normativas menos afortunadas que por ejemplo premiaban el exterminio de «alimañas» pagando por cada ejemplar de «oso, lobo, o raposa» que se demostrara fehacientemente haber dado muerte mediante la entrega de su cabeza y garras. La caza, como siempre, ejemplo de la esquizoide relación amor -desamor entre el hombre y la naturaleza.

Todavía en el medievo la caza era al menos una actividad más noble, el hombre se enfrentaba al animal con las flechas de su ballesta y su astucia, cualidad desarrollada en las Tierras de Talavera cuando se descubre aquí la caza de paloma con cimbel, como se refiere en actas municipales del siglo XV.

Un siglo antes esa actitud dual entre el cazador que depreda y al mismo tiempo admira el medio natural la encontramos en las sabrosas descripciones de parajes y cazaderos que nos hace el Libro de la Montería de Alfonso XI , rey que recorrió la Sierra de San Vicente por ser «buen monte de oso en invierno». Pero antes que él, ya se habían fijado en el encanto de esta sierrecilla los mismísimos romanos, que la bautizaron con el nombre de su diosa de la naturaleza, Monte de Venus la llamaron.

Una fuente en El Piélago en la Sierra San Vicente
Una fuente en El Piélago en la Sierra San Vicente

Ya hemos hablado del talaverano Padre Juan de Mariana, preceptor de Felipe III que vino aquí a inspirarse para escribir el libro «Del Rey y la institución real» en el que por primera vez se justifica el tiranicidio.

Soplan templadísimos vientos libres de todo miasma, brotan de todas partes las más frescas aguas, corren acá y acullá fuentes cristalinas, cosas todas por las que no sin razón fue aquel lugar llamado Piélago. Alegre es allí el sol, alegre el cielo, alegre por demás la tierra cubierta de tomillo, borraja, acedera , peonía y mucho más de yezgos y de helechos…        

Todavía hoy la Sierra de San Vicente no desmerece de esa descripción de finales del siglo XVII.

Pero no es este el único documento histórico que describe o ensalza alguno de los parajes de nuestra comarca, las Relaciones de Felipe II cuentan con jugosas descripciones de la flora y la fauna que nos ayudan a comprender los cambios en el medio natural y, curiosamente, sorprende que la degradación, sobre todo del manto vegetal, no ha sido tan intensa como podríamos pensar. Vayamos por ejemplo al otro extremo de la comarca, a Mohedas de la Jara donde en 1572  «El monte es abundoso de leña de enzina, alcornoques y robles, quexigos e jaras, madroño e brezo. Descripción exacta de la actual vegetación de monte mediterráneo de la sierra de Altamira en Mohedas.

Dejamos pasar doscientos años y en 1784, el cura del pueblo responde a su obispo que en ese pueblo jareño » se cría con abundanzia benado, zierbas, corzos, benaetes, jabalíes, muchos lobos, zorros, gatos monteses, guarduños, lobos zerbales, conejos, liebres, perdizes, abertruzes, quebrantahuesos, águilas, vilanos, víboras ponzoñosas muchas y otros animalejos que se ignoran sus nombres.

No sabemos si el párroco quiso sorprender al obispo con lo de las avestruces o si aplicaba ese nombre a alguna otra especie de ave.

NATURALEZA EN LA FRONTERA

NATURALEZA EN LA FRONTERA

2º ARTÍCULO DE 4 de la serie LA NATURALEZA Y LA HISTORIA : Premio Cabañeros de periodismo medioambiental

Murallas árabes lamidas por el río Tajo que tanto condicionó la historia de la comarca

La llegada de los pueblos bárbaros ocasiona una nueva dispersión de la población. Son numerosos en toda la provincia de Toledo los yacimientos rurales tardorromano-visigodos. Aparecen dispersos, siguiendo el curso de los arroyos que bajan de los Montes de Toledo y la Jara, numerosos asentamientos de modestas gentes que, según algunos autores, podrían haber tenido en la miel una importante fuente de recursos, pues no debemos olvidar que la capital del reino visigodo estaba en Toledo y que en aquella época el único edulcorante conocido era el producto de las colmenas. Es este aprovechamiento melero uno de los más respetuosos con el ecosistema y el que también arrastraría tras la reconquista cristiana, a los pioneros de la repoblación a las alquerías, embriones de los pueblos de nuestros montes.

Tinaja musulmana hallada en Talavera en el Arco de San Pedro en un dibujo del siglo VIII

Y llegaron los árabes, de nuevo la vuelta a la ciudad, la vida de los musulmanes giraba, al contrario que la de los cristianos del norte, alrededor de  pequeñas o grandes ciudades con un alfoz rural en su entorno que albergaba una escasa población dispersa. Talavera era una de esas ciudades y reunía además otra de las características preferidas por los seguidores de Mahoma, la presencia de un río. Era la suya una «civilización hidráulica» y son en estas tierras los primeros que construyen aceñas, molinos de agua que necesitan de una presa o azuda.

Muchas de las aceñas y molinos del Tajo ya molían en tiempos de los árabes

Azudas que eran también necesarias para llenar los arcaduces de las norias que a su vez colmarían las albercas. Todas estas palabras y muchas más son huellas imborrables de la Cultura del Agua que nos legaron. Esas huertas, que todavía permanecen en las vegas talaveranas con su cenador, su corredor emparrado, su noria, su alberca y sus palmeras, son hijas de  esa cultura respetuosa con el agua que nos legaron los antiguos habitantes de la ciudad que ellos llamaron Talvira. Parece que no hubiera pasado el tiempo cuando Ibn Luyun en el siglo XIV recomienda …hágase una acequia que corra entre la umbría. Plántese junto a la alberca macizos siempre verdes que alegren la vistaen el centro habrá un pabellón en que sentarse con vistas a todos lados…y que haya parrales que cubran los paseos.

Cuando digo cultura respetuosa es porque, para ellos, el agua es un tesoro precioso, no valoran el exceso, el derroche, aprecian ese modesto chorrito que resuena en el jardín como canta Ben-Raisa : Qué bello surtidor que apedrea el cielo como estrellas fugaces que saltan como ágiles acróbatas.

La suya es una naturaleza interior, una naturaleza doméstica, el jardín, una naturaleza que hace necesario sacar del diccionario nuevamente esas palabras de inequívocas raíces árabes o mozárabes: alhelí, aladierno, alcornoque, almendro, albahaca, arrayán…

Las fortalezas como esta de Castros, jalonaban el Tajo

En esa cultura del agua, los baños eran el lugar de encuentro y comunicación, todavía hoy podemos en la impresionante Ciudad de Vascos, visitar en el arroyuelo de Los Baños las ruinas de una de esas instalaciones en un paraje encantador de acebuches, almendros y chaparros.

Pero toda la comarca de la Jara fue durante mucho tiempo, tierra de nadie, un lugar desierto, salvaje e inhóspito donde quienes se aventuraban a asentarse deberían no sólo convivir con osos y lobos, sino también  arriesgarse a perecer ellos y sus cultivos víctimas de las razzias y quemas de ambos bandos. En la cultura árabe el medio ambiente tradicional es el desierto y se asocia con el demonio y el miedo pero el jardín es la forma simbólica islámica del paraíso coránico en la tierra.

Pero esa naturaleza solitaria, ese locus desertus que decían los cristianos del otro lado de la frontera, siempre indujo a la mística y así, algunos eremitas-soldados árabes se retiraron a esos lugares apartados e inseguros, a las rápitas, como la que dio nombre a Marrupe, pueblecito de la sierra de San Vicente, cuyo nombre según los eruditos quiere decir Mazar-al – Rubait,  molino de la pequeña rápita o convento.

Por contraposición los lugares frescos, arbolados, con su arroyete, eran ese locus amoenus donde Berceo situaba las apariciones de la Virgen y los pastorcillos tenían sus visiones místicas.

La cultura árabe y la cristiana se identificaban a ambos lados del Tajo como dos sistemas ecológicos distintos, uno predominantemente cerealícola hacia el norte y otro típicamente mediterráneo hacia el sur con viñedos ,olivares y «oasis» de regadío con un papel menor de los cereales ; y ahí justo en esa frontera militar y ecológica defendida por las fortalezas de Vascos, Castros, Canturias ,Espejel y Alija se encontraba «La ciudad de Talavera, el punto más lejano de las marcas de los musulmanes, y una de las puertas de entrada a la tierra de los politeístas; es ciudad antigua, sobre el río Tajo». Como decía en el siglo XI el geógrafo andalusí Al-Bakri.

Agua y jardín, pero también razzias, incendios y frontera de destrucción fueron algunas de las huellas que los árabes unas veces y los cristianos otras dejaron en los montes y los campos de Talavera.

MINEROS EN LA JARA, UN RELATO

Explotaciones mineras en el pueblo de Las Minas de Snta Quiteria

MINEROS DE LA JARA, OCTUBRE 1877

Minas junto al río Uso en Sevilleja de la Jara
Minas junto al río Uso en Sevilleja de la Jara

Sentado sobre un montón de escorias, Agapito mira desolado hacia la bocamina. Observa el paisaje impregnado de esa suciedad triste que siempre acompaña a los trabajos mineros. Al fondo, en el nacimiento del río Uso, se oye la berrea de los venados que, con sus escaramuzas de macho en celo, demuestran que el impulso de la vida late todavía con fuerza entre los robledales y los alcornocales de la sierra. Agapito piensa que hasta los ciervos y los jabalíes son más felices que él, que la naturaleza es más generosa con las alimañas que con él mismo, aunque el cura les haya dicho tantas veces en los sermones que Dios hizo al hombre para que fuera el rey de la creación.

Había decidido cerrar su pozo cuando ayer murió su socio Manuel el de Almadén. Todo el mundo le llamaba así en Sevilleja porque, aunque era arriero, había sucumbido a la tentación de robar en los Guadarranques un par de caballerías a la comitiva de una marquesa en peregrinación a Guadalupe. Hirió al ser descubierto a uno de sus mozos y la Santa Hermandad lo hizo preso. La condena a las minas de azogue de Almadén era peor que una condena de muerte. Pero tuvo la suerte de que uno de los encargados fuera familia de su mujer y pudo regresar con vida. Manuel había perdido sus mulas y en el pueblo desconfiaban de él, ya no podría ser arriero. Vino con la salud muy resentida, con la sangre envenenada del mercurio, pero con la seguridad de que si la suerte le había salvado del azogue también le favorecería encontrando una buena veta de oro.

Ruinas de las "minas de Antonio" en Sevilleja
Ruinas de las «minas de Antonio» en Sevilleja

Agapito envolvió el cadáver de su compañero en unos sacos de arpillera y lo echó sobre la borrica. El animal también daba la sensación de estar triste y cansado de aquel lugar donde no se acercaban ni los cabreros. Solamente jarales amarillentos, como queriendo secarse, y esa tierra áspera de pizarras sin hierba que se extendía hasta Anchuras.

Cuánto esfuerzo y cuánta soledad, para que al final la miseria siguiera siendo la compañera de su vida. Miraba a sus albarcas y veía asomar sus pies teñidos del color verdoso del mineral. Había tenido que fabricarse él mismo su calzado con una raíz de fresno y unas lías de esparto, ya no tenían ni para comprar sal. Les quedaba pan de centeno mohoso y algún conejo que Manuel había cogido en los cepos. En primavera colocaba sus cañales sobre las chorreras del río y las anguilas y pececillos que cogía con destreza les ayudaban a matar el hambre. El hambre, siempre amenazante, siempre asomada en la boca del estómago, como advirtiendo de que podría llegar a ser más dolorosa.

Todos los árboles que rodeaban a la mina habían ido secándose cuando la lluvia quemaba las raíces con los venenos de las escorias. Solamente quedaba un fresno junto al arroyo con una rama gruesa y robusta de la que Agapito había pensado colgarse por el cuello en no pocas ocasiones. Ahora la miraba en silencio hasta que una urraca con su graznido le despertó de su ensimismamiento.

Era el cuarto pozo que abría, el cuarto intento de llegar a ser un hombre feliz sin tener que esperar jornales de otros para poder comer. Era tanto el entusiasmo y la esperanza en la fortuna que sintió la primera vez que abrió una galería en la tierra, que la puso por nombre Nueva California. A Agapito le habían contado que en ese lugar lejano se habían hecho ricos muchos como él. Su segundo intento se produjo cuando nació su hija Matildita y así llamó a este nuevo intento que también fracasó. En la tercera obtuvo algún dinerillo al principio de trabajar la veta, pero luego se agotó, acabando con la ilusión que había depositado en su mina Potosí, que hasta hizo que le escribieran el nombre en un tablón y lo clavó a la entrada.

Bocamina de las explotaciones de galenas argentíferas junto al río Uso
Bocamina de las explotaciones de galenas argentíferas junto al río Uso

Al levantarse, notó ese dolor en la espalda que, desde que le cayó encima uno de los encofrados, le mantenía despierto tantas noches. Se acercó al pozo y fue enrollando la escala de palos y cuerda. Mientras, recordaba la primera vez que entró en esta mina y el susto que se llevó cuando en una de las galerías inundadas encontró los huesos de un hombre que alguna guerra olvidada había dejado allí, como ocultándolo a la historia. Según el maestro del pueblo este pozo era obra de los antiguos y esto animó a Agapito a intentar buscar la veta que seguramente ocultaban sus entrañas.

El minero cogió los capachos de esparto remendados con los que había sacado tantas arrobas de escoria y los llenó con sus pobres pertenencias y sus herramientas. Picos, mazos, punteros, cuñas y almadanas colgaban junto al cuerpo de su amigo como si fueran las armas de un caballero. Tomó el camino polvoriento hacia Sevilleja. El polvo había sido el verdadero compañero de su vida. ¡Dios Santo! -pensó- cuánto polvo habré tragado en toda mi vida. Al entrar en el pueblo, los niños se apartaban aterrados al paso de aquel hombre de pelo y rostro sucios y renegridos.

RELATO SOBRE CAÑADAS Y TRASHUMANTES

CAÑADAS Y CORDELES:

Puente medieval construido entre La Mesta y el Concejo de Talavera para el paso de un cordel trashumante
Puente medieval construido entre La Mesta y el Concejo de Talavera para el paso de un cordel trashumante

Marzo de 1557

Esa mañana el movimiento era febril en la venta. El olor del pan recién cocido daba al amanecer un aroma de placidez. Los rabadanes daban órdenes a los zagales que  intentaban agrupar a sus hatos con los mastines, separando las ovejas extraviadas de rebaños ajenos entre el ir y venir de las carretas de la Real Cabaña. Los bueyes venían tirando desde la Mancha de largas hileras de carros con la leña que habían cargado en los montes de Toledo y que después venderían a los alfareros talaveranos. En la villa cargarían tejas vidriadas y cacharros para llevarlos hasta Sevilla y embarcarlos con destino a las Indias.

Tenían que darse prisa. Allí mismo iba a tener lugar una vista del Alcalde Entregador de la Mesta a causa de la denuncia de los pastores. Tenía que juzgar el rompimiento de la cañada por unos vecinos que habían cultivado unas viñas en ella.

Los hateros estaban acabando de cargar el pan, la ropa y los utensilios en sus caballos. De uno de ellos colgaban las pieles de dos lobos que los perros habían matado poco antes de cruzar el puerto del Pico. Un comerciante vendía a los trashumantes la sal que portaba en sus borricos. En unos minutos, los cientos de ovejas despejaron el lugar para ir a beber a la fuente de un descansadero cercano, donde permanecerían mientras los ganaderos curioseaban como espectadores en el juicio que iba a tener lugar.

Rebaño por la cañada leonesa a través del Baldío de Velada

El concejo de la villa había sido reunido a campana tañida. Los alcaldes, regidores y hombres buenos llegaron todos juntos al lugar. Una polvareda a lo lejos indicaba que la comitiva del Honrado Alcalde y Entregador Mayor de las mestas y cañadas de Su Majestad estaba próxima. Más de doscientas personas entre escribanos, criados, secretarios y gente armada formaban su séquito. Los ganaderos se descubrían a su paso y, montado en su caballo engalanado para la ocasión, avanzaba el hombre que tenía la capacidad de juzgar todos los hechos acaecidos en las cañadas, cordeles y veredas, o que tuvieran relación con los hombres y ganados de la Mesta que transitaban por ellos. Iban llegando más curiosos hasta que una multitud se reunió en torno al estrado que los hombres del Entregador habían montado el día anterior bajo un toldo.

Fuente en la Cañada Leonesa Oriental a la altura de Almendral de la Cañada

Con gran ceremonia, el juez de las cañadas tomó asiento y ante él compareció el  procurador del Honrado Concejo de la Mesta. Con un largo discurso acusó a algunos vecinos de la villa de haber plantado panes y viñas en la cañada y de hacer a los rabadanes y pastores diferentes injurias, quebrantándoles sus hatos y llevándoles sus ganados. Pidió que la cañada fuese abierta de nuevo arrancando las cepas que en ella se habían plantado y quitando los cercados. También solicitaba una compensación de diez mil maravedíes para los ganaderos afectados directamente. El concejo de la villa protestó por las numerosas ocasiones en que los ganados habían invadido al atravesar su término las cinco cosas vedadas: panes, dehesas, viñas, huertas y prados de guadaña. Además, era sabido que los serranos habían intentado eludir el pago de la la asadura a la Santa Hermandad Real y Vieja de Talavera cuando cruzaban el puerto de Berrocalejo, y como el Entregador sabía, los cuadrilleros hermandinos debían cobrar esa renta, pues con ella se protegían las cañadas y despoblados de los bandidos y los ladrones de ganado.

El «Venturro» de Ventas de San Julián en la Cañada Leonesa Occidental

El Entregador respondió que eso, aunque fuera cierto, no les excusaba de los rompimientos de cañadas y era su obligación hacer cumplir las cartas y privilegios que los reyes habían otorgado al Honrado Concejo, siempre que los testigos confirmaran las acusaciones. Para ello ordenó al concejo de la villa que designara seis hombres buenos para que con el Alcalde Entregador andaran y apearan la cañada usurpada, lo que les mandó que cumplieran si no querían incurrir en las penas contenidas en las cartas y privilegios del Rey.

Un relato breve: COLMENEROS, 1486

Colmenas de corcho en La Jara
Colmenas de corcho en La Jara

COLMENEROS, 1486

Marcela se acercó hasta la entrada del muro de piedra que circundaba la posada de colmenas y permaneció allí, quieta. Con un movimiento de cabeza llamó a su hijo Bartolomé. Ella sabía bien que una mujer mientras estuviera con su flor no debía acercarse a las abejas. Ni siquiera cuando hubiera comido ajos o cebollas, pues eran animalias muy delicadas a las que también molestaban los malos olores.

El muchacho se acercó a ella y tomó la cantarilla de vino, la hogaza y el pedazo de queso  que les había traído para el almuerzo. Su marido dejó de encalar el poyete de pizarra cogida con barro que acababa de levantar para dar asiento a las colmenas.

Imagen medieval que representa un huerto con colmenas

Imagen medieval que representa un huerto con colmenasDespues de comer se lavó cuidadosamente las manos en el arroyo del Endrino. Sabía que las abejas debían ser tratadas con mucha limpieza y que un colmenero no podía jamás ser sucio ni borracho. Así se lo enseñó en cierta ocasión el beneficiado de la parroquia de San Miguel, don Gabriel Alonso de Herrera. Incluso le dijo que debía ser casto, pues ya los antiguos aseguraban que la diosa de la castidad tenía a su cargo las abejas. Además, si ellas son castas y limpias, es razón que las trate persona casta y limpia.

Pasó aquel día un buen rato con don Gabriel, respondiendo a las muchas preguntas que el cura le hizo sobre la granjería de la miel. Se hizo su amigo y siempre que iba por la villa le llevaba un cirio de la cera de sus abejas para alumbrar a la Quinta Angustia.

El olor de la jara, tan dulce que a veces podía casi paladearse, lo invadía todo. Bartolomé se acercó a orinar a unas junqueras y, de pronto, se agachó, levantando orgulloso una gran culebra a la que desnucó con un brusco movimiento de muñeca. Bien sabía por las enseñanzas de su padre que los lagartos, las culebras y escuerzos sólo hacían daño en la posada. El padre se levantó y fue cojeando otra vez hacia el caldero de la cal para acabar su tarea.

Colmeneros en el pueblo jareño de Carrascalejo

A veces, cuando Bartolomé veía a su padre renqueando, sentía un escalofrío y, al mismo tiempo, una extraña sensación de orgullo. Recordaba cómo siendo niño acompañaba una mañana a su padre a visitar las colmenas más lejanas de su casa, en la sierra del Atalayón.

Tal vez por el ruido del río que venía crecido o debido al fuerte viento en contra, se dieron de bruces con un oso al entrar en el colmenar. Andaba golosineando con los panales. Los había sacado de los corchos que habían rodado de un zarpazo despedazados por el suelo. Con un salto de sus patas traseras el enorme animal se abalanzó sobre el colmenero, mientras su hijo se ocultaba llorando detrás de la pared. No pudo Bartolomé ver la pelea de la bestia con su padre hasta que, herido, se acercó hasta él arrastrándose y gimiendo. El animal, antes de morir de una certera cuchillada en el cuello, le había desgarrado la pantorrilla de un zarpazo.

Paisaje jareño típico. Los colmeneros fueron los primeros en repoblarlo

Costó curar la herida, pero su vecino el hortelano, que había ido a vender unos canastos de priscos a Talavera, llevó la cabeza y las garras del oso hasta la cárcel de la Santa Hermandad cobrando la recompensa. La Santa Hermandad se fundó para vigilar los yermos y despoblados y defender de bandidos a los colmeneros. Ellos premiaban a los que acababan con sus enemigos y uno muy importante era el oso.

Y cuando más tarde fue toda la familia a la feria, todavía estaban clavados los despojos en la puerta y, debajo, un pliego con el nombre de su padre que los viandantes miraban con curiosidad. Desde entonces, Bartolomé decidió que él también sería colmenero algún día.

La estancia donde iban a ser instaladas las colmenas ya estaba preparada, el muro tenía más de dos varas de alto para dificultar el paso a los osos. El viento del norte no dañaría a las colmenas pues se había instalado en una buena solana.

El agua limpia del arroyo corría muy cerca y el suelo estaba bien saneado. La pizarra afloraba inclinada como dientes de perro y el agua de la lluvia correría sin pudrir los corchos. Bartolomé recibió la orden de limpiar el monte cercano. Su padre no quería que volviera a suceder como cuando, dos años antes, el fuego que prendieron unos pastores para aumentar el pasto quemó sus dos mejores posadas.

Símbolos de de la Santa Hermandad entre los que se encuentra una colmena en recuerdo de que la institución comenzó siendo una hermandad de colmeneros. También aparece un jabalí y el yugo y las flechas de los Reyes Católicos, por ser hermandad real-

Todo estaba preparado. Hasta habían guiado dos acebuches junto a la pared para que así anidaran en ellos los enjambres que se salieran de los corchos. Pero había que atraer a las abejas, y Bartolomé ya sabía que debería untar las ramas de los árboles con un poco de aguamiel.

Las colmenas habían sido fabricadas en las largas noches de invierno, a la luz de las velas que ellos mismos hacían con la cera más sucia de sus panales, que las buenas ya las teníanapalabradas en Guadalupe. Habían escogido las mejores cañas de corcho del alcornocal del Puerto, que no tuvieran hendiduras ni resquebrajamientos, y las habían clavado con virus de jara afilados y endurecidos al fuego. En Piedraescrita  consiguieron una carga de estiercol de becerro que, mezclado con barro, sellaría las colmenas salvándolas del frío y de las sabandijas.Con unos palos de encina atados en forma de portera cerraron en la corraliza los corchos que esperaban sus enjambres.

Bartolomé pensó que, al fin y al cabo, este no era un mal oficio. Solamente el silencio del monte, con el aullido del lobo acompañándole muchas noches, le producía cierto sobresalto. Pero no era el miedo lo que le más le angustiaba. Solamente le turbaba la posibilidad de que a Blanca, la muchacha que le estuvo mirando en la fiesta del pueblo, no le gustara vivir en la soledad de la alquería.

Aunque, cuando contempló que la temprana primavera ya teñía los cerros de enfrente con sus cantuesos de color morado, y que la jara, el cantueso, el tomillo y el romero llenaban de olores el aire pensó que la cosecha sería buena. Podría comprarle a Blanca ese pañuelo que miraba con tanta atención cuando se lo ofreció el buhonero después de la romería.

EL TAMBORINO DE MONDAS (y 3)

EL TAMBORINO DE MONDAS (y 3)
DESDE LA TORRE

3ª PARTE

Novela corta en la que se desarrolla durante la celebración de la milenaria fiesta de Las Mondas en el siglo XVI. Fue el cuadernillo de Mondas editado en 2000    

Ofrenda de cera en el cortejo de Mondas
Ofrenda de cera en el cortejo de Mondas

Los toros que habían muerto en las plazas de las parroquias quedaron colgando y oreándose al fresco de la noche de Abril. Mientras tanto, el sacristán de cada iglesia daba las órdenes necesarias para que se comenzaran a preparar y adornar las carretas. Servirían para llevar a las reses muertas acompañando a la ofrenda de las mondas hasta la ermita del Prado en el desfile de la tarde del sábado.
Diego y su amigo han decidido pasear por todos los barrios. Saben que siempre cae algún dulce de los que tienen preparados los mayordomos de las iglesias, pues con ellos acompañan al vino y al baile que ameniza la tarea de preparar la que las parroquias quieren que sea la más hermosa y enramada de las ofrendas de la villa.

– Vamos hacia los arrabales- dice el tamborino-, todas las gentes que han venido a la fiesta andan llenas de alegría, que no cabe un alma por las calles.

– Iremos primero hacia San Miguel. Llevan muy adelantada su carreta y, cuando la terminen de engalanar, seguro que su sacristán es el primero de todos en tocar las campanas.

Al llegar a la plaza, observan con envidia que dos mozos están encaramados en la torre con una tablilla de lanzar cohetes cada uno. La carreta no puede estar más hermosa, toda adornada de flores, hasta las ruedas, con los radios de rosas rojas y blancas. Uno de los bueyes se está comiendo las trenzas de espadaña que coronan la cabeza de su compañero. Dos mozas se acercan a los animales con sendas coronas de flores que, al ser encajadas entre sus cuernos, dan por finalizada la obra de ornamentación. En ese mismo momento comienzan los de la torre a tirar cohetes y los monaguillos se cuelgan de las cuerdas repicando las campanas con la alegría y el orgullo de saber que su parroquia ha sido la primera en acabar la monda.

Diego y Agustín se acercan a una mujer gorda y colorada. Con zalamerías consiguen que les dé unas floretas que rebosan miel engulléndolas en un santiamén y corren en medio del bullicio  para atravesar el arroyo de La Portiña y dirigirse hacia San Andrés. Casi no se puede deambular por las callejuelas. De las tabernas y figones sale olor a tocino, a morcilla asada y a vino derramado. Los dos adolescentes se fijan en unas mujeres que asoman a la calle con las caras pintadas y llenas de polvos de arroz apurando una jarra entre risotadas.

– ¡ Venid aquí zagales, que os vamos a enseñar nuestra monda! ¿Tenéis dinero rapaces?

Una de ellas coge a Diego de la manga y lo atrae hacia sí. El muchacho nota una extraña sensación cuando le invade el empalagoso olor de la mujer que no para de reírse enseñando sus dientes negros y el pecho que sale blanco y rozagante entre su corpiño desatado.

-Vámonos- dice turbado el tamborino – que ya toca las campanas el sacristán de San Clemente. Acerquémonos para ver su carreta pues es mucha la gente que allí se dirige y puede que la música que ahora se escucha sea la de los comediantes. He oído que harán función esta noche.

Al pasar corriendo por la ventana de uno de los mesones, Diego ve a través de los cristales, acompañado de otros cazadores y colmeneros, a su tío Boni que bromea con una mujer  sentada sobre sus rodillas mientras la besa en el cuello. Ya sabe que su tío no se olvida nunca de visitarla cuando baja del monte y que la mejor carne de venado la guarda para regalársela a ella.

Sobre un tablado actuaban unos cómicos en la calle de la Lechuga con el concurso de todos los pícaros de la villa. La muchedumbre reía y alborotaba cuando, en el escenario, un hombre vestido con un camisón ridículo sacaba del interior de un baúl al amante de su mujer echándole encima las brasas del calentador de la cama.

Al cabo de un rato sonaban las campanas de Santa Leocadia y las de Santiago. Todas las parroquias habían terminado ya de adornar sus mondas y pronto amanecería. Cuando los dos muchachos se retiraron a dormir un rato, los caballeros se preparaban para ir a encerrar los toros de Jarama y las mujeres se levantaban y preparaban el desayuno para poder ir pronto a coger sitio en las ventanas desde donde contemplar el encierro más lucido de las fiestas.

Desde el más diestro de los caballeros hasta el más humilde arriero acudirán con sus monturas. Los toros de Jarama, aunque no son más bravos que los de la tierra, sí que son más a propósito para las suertes de varas que con tanta destreza saben ejecutar los talaveranos, y es conocido que en esta villa se hicieron por primera vez las lanzadas de espera, que fue novedad en todo el reino ver como los nobles aguardaban al toro, quietos sobre su montura, desviándose a un lado de su recorrido impetuoso mientras le mataban de una sola lanzada.

Diego y Agustín se levantaron temprano haciendo oídos sordos de las protestas de sus madres que les invitaban a permanecer algo más en la cama, pero ellos no habrían de perderse la entrada de los caballeros de librea en la plaza de Nuestra Señora. Salieron con el sol a buscar al primo de Agustín, el joven de Cebolla que quería ver los toros desde la torre de la Iglesia Mayor. Los tres subieron por la escalera saltando sobre los montones de palomina. Desde arriba se podía ver el Tajo y en sus orillas humeaban las fogatas de los ganaderos y curiosos visitantes que habían montado sus ranchos para dormir junto al río, pues en estos días no había en Talavera venta, doblado ni cuadra donde pudiera meterse un alfiler. Por la calle de los Siete Linajes comenzaban a llegar los carruajes de los nobles que tenían su lugar reservado en los balcones del palacio arzobispal, en los de los Meneses y Carvajales o en los del ayuntamiento. Acomodados en el tablado que se había montado junto la puerta de la Colegial, Diego señaló, situada delante de sus casas, a la familia del bachiller Fernando de Rojas, el caballero que fue alcalde de Talavera y que escribió la famosa tragicomedia de Calixto y Melibea. En el corral que siempre se armaba entre la torre y el ayuntamiento los muchachos observaban desde arriba con curiosidad cómo se revolvían los nueve toros que habían sido encerrados esa madrugada y de los cuales dos iban a correrse en la plaza inmediatamente.

En medio de la plaza, un apuesto caballero...
En medio de la plaza, un apuesto caballero…

Cuando los tres miraban y comentaban desde su posición privilegiada los escotes de las damas más exuberantes, aparecieron en la torre dos clérigos. Se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo que también había subido a contemplar el espectáculo acompañado de fray Andrés, un agustino talaverano,.

– En verdad que es grande la afición de esta villa para correr y pelear con los toros, que no he visto mayor entusiasmo y destreza en los toreadores de toda España- dijo el canónigo.

– Las gentes que pueblan toda esta  tierra, han sido desde siempre muy aficionados, que habrá visto vuesa merced los toros de piedra repartidos por sus villas y despoblados y es grande la antigüedad de esas esculturas, que las pusieron los gentiles antes de que llegaran a Hispania los romanos. Talavera fue la Caesaróbriga de los antiguos que como habéis visto dejaron aquí señales de sus templos y murallas. Cómo no habían de dejar también los hijos de Roma su afición por los táuricos juegos de circo.

– Además, el mucho oficio y el ganarse la vida con el ganado de gran número de sus vecinos debe, por fuerza, haberlos inclinado aún más a estos juegos y lances. Pero, fray Andrés, también hay en esta tierra alguno de sus hijos que no es amigo de las crueldades y riesgos para la vida humana de estas fiestas, pues yo he escuchado en Toledo al padre Mariana, hombre sabio y versado en la historia y las leyes, atacar por poco cristianas a las fiestas de toros y recordar las bulas de Pío V y Gregorio XIII en las que se excomulgaba al cristiano que las practicara, y más a los clérigos, que en esta villa no hacen otra cosa que fomentarlas y participar de ellas con tanto o más entusiasmo que sus feligreses.

– Cierto es, pero está la costumbre tan arraigada en los corazones de los talaveranos y es tan santo su final que no creo yo, que los conozco bien pues llevo en este monasterio muchos años ya, que ni en un siglo ni en veinte dejen de correrse aquí los toros.

– Por cómo resplandece esta plaza y por el gozo que se puede ver en los que en ella se aprestan a disfrutar del espectáculo, tengo que aceptar que es cierto lo que decís fray Andrés. Pero atendamos a la fiesta, que ya se abren los toriles.

En medio de la plaza un apuesto caballero hace figuras y cabriolas con su caballo ante la admiración del público que, impaciente, exige ya a gritos que comience el espectáculo. El toro provoca en su salida el asombro de la gente por su fiereza y por su buena estampa. El toreador lo cita y se arranca persiguiéndole por el ruedo con los cuernos rozando las ancas de su caballo que resbala un quiebro y es alcanzado en el vientre por el toro, lo derriba y se ensaña con él quedando sus intestinos esparcidos sobre la arena mientras los lacayos intentan distraer al toro.

Diego y sus amigos contemplan asombrados el incidente desde la torre.

– Buenas hazañas promete la mañana – dice Agustín -, que el noble caballero es de la familia de los Duque de Estrada y no dejará esta afrenta sin respuesta, el lance de empeño está asegurado.

En efecto, todo caballero que es derribado de su montura debe, toreando a pie, dar cumplida respuesta a su enemigo para no quedar en mala situación ante la plaza y sobre todo ante las damas que lo observan y a las que seguramente ha brindado su actuación en el ruedo. Sólo con su espada y la ayuda de su capa deberá enfrentarse al fiero animal que todavía se encuentra fresco, descansado y sin haber sangrado.

LIBREAS, ATAMBALES Y ESTANDARTES

Toda la plaza se conmovió, sabían que la deshonra de un caballero descabalgado de su montura por un toro no podía quedar así, con mayor motivo si el caballo había muerto de una cornada.

-A lo que parece, el toreador es don Diego Duque de Estrada que es conocido en toda España por sus lances de espada a pie- dijo fray Andrés al canónigo toledano.

– Por fortuna, pues no es fácil matar el toro a pie con sólo la ayuda de los lacayos y la capa. A buen seguro que los Duque no dejarán que en las Mondas, las más grandes fiestas de su patria, quede su nombre mancillado. Y lo digo sabiendo de qué hablo pues en cierta ocasión vi a uno de los caballeros de su familia apearse del caballo y matar un toro de una cuchillada simplemente porque le había arrancado con los cuernos una de sus espuelas.

Los lacayos llevaron a capotazos al animal bajo el balcón del ayuntamiento, como les había ordenado su señor que se fue acercando lentamente al toro, distraído en ese momento con las burlas de unos mozos que le citaban desde el tablado mientras le echaban vino con un gran pellejo. Don Diego le llamó y su rápida acometida casi le atropella, pero con un movimiento de gran ligereza y precisión, el toreador giró clavando su espada en el cuello de la bestia que cayó muerto entre el clamor de los espectadores, sobre todo los panaderos que habían costeado el toro que tan gallardamente había sucumbido a la destreza del noble talaverano. A continuación se corrió el toro de los carpinteros y de los albañiles y con él se hicieron toda clase de lances y adornos con las garruchas.

Cuando murieron estos dos toros, encerrados de madrugada con los otros siete, comenzaron a escucharse  desde la plaza lejanos atabales y chirimías que llamaban a los caballeros para concentrarse en casa del regidor torero. Todos se habían vestido con sus magníficas libreas de azul y blanco cruzadas por bandoleras de plata y oro, con turbante de terciopelo azul, manga, lanza y banderola en los hierros.

– Fue hace más de sesenta años cuando se decidió llevar esta librea porque no fuera cada caballero según su gusto y capricho, que los ricos lucían sus sedas y brocados y los pobres no tenían que poner. Además, fue ésta una prudente determinación pues son esos los colores de la Virgen Santísima a quien se hacen estas fiestas en sus santos desposorios – explicó el fraile al canónigo cuando éste le mostró su curiosidad por el uniforme de los caballeros que se disponían a correr en la plaza -. Aunque otros sabios han visto en estos vestidos la tradición de los moros cuando fueron señores de Talavera, pues ha de conocer vuesa merced que, hasta que Alfonso el Sexto los arrojó de sus murallas, los hijos de Mahoma permitieron a sus vecinos cristianos mantener el culto y devoción a Nuestra Señora en su ermita, porque así lo pusieron como condición cuando rindieron la villa a los soldados de Tariq.

Mientras tanto, los hermanos de la cofradía de la Virgen del Prado, los justicias y alguaciles se disponen para acudir con los caballeros de la villa hasta la ermita donde el capellán les dirá una misa. A continuación vuelven hacia la plaza del Pan. Destaca a la cabeza del cortejo el Hermano Mayor con el gran estandarte de damasco blanco con estrellas de seda azul y la imagen bordada de la Concepción. Al pasar por delante del convento de la Trinidad se detienen ante los monjes que esperan en la calle y uno de ellos, vestido con capa pluvial, les echa agua bendita diciendo unas oraciones. Entra después la comitiva a la villa por la Puerta de Toledo y los franciscanos rinden el mismo homenaje.

Durante el tiempo de espera hasta la entrada de los caballeros en la plaza, el tamborino y sus amigos recorren el doblado de la iglesia mayor donde se almacenan en desorden cuadros húmedos, fragmentos de retablos desmontados y santos apolillados. Todo lo curiosean mientras roban los huevos de los nidos de las palomas.

El redoble de los atabales les avisa que va a comenzar el espectácular desfile de los caballeros y hermanos por la plaza. El Hermano Mayor va abriendo el paso. Los alguaciles todavía están despejando la arena y una carreta bellamente enramada con dos grandes cubas de madera va regando el coso que se ha preparado con más de cien cargas de arenas traídas de Los Arenales. Es grande la animación y mucho lo que hay que ver, tanto en la hermosura de los rostros como en la gracia y bizarría de los aderezos de las personas.

El ruido acompasado de los tambores y atabales, redoblando acompañados de las chirimías, anuncian la llegada de los caballeros de librea que, siempre emparejados, dan dos vueltas al coso. A continuación, dejan sus lanzas y vuelven recorrer otras dos veces el perímetro de la larga plaza de la Iglesia Mayor. Al acabar de sonar la música se dividen los jinetes en dos bandos, salen en tropel por las calles laterales y vuelven en algarada para enfrentarse entre sí jugando a cañas entre las apuestas de las gentes de la villa y las de todas sus aldeas que se ponen de parte de uno u otro bando. Terminado el juego hacen todos los caballeros un caracol demostrando la destreza de los que aquí nacieron, tan naturalmente inclinados a las fiestas de toros y a las monturas.

Acabada la ceremonia ecuestre, algunos caballeros visten de rejón para continuar toreando a los siete toros que aún se guardan en los corrales de la plaza. Por la mañana se han corrido el toro del Ayuntamiento y el de la Mesa Capitular, esta tarde saldrán a la plaza en primer lugar el del Mayordomo de propios y el del Abastecimiento de Carnes pero, a continuación, se lidiarán el de molineros, el de las fraguas, el de panaderos, carpinteros y albañiles, el de los mercaderes y el de los pescadores.

El último ha sido encohetado este año para susto de damas y divertimento de todos y se le permite salir hacia el convento de Santa Catalina echando chispas de sus cuernos y resbalando sobre el barro de las calles. Aunque se lo ha prohibido su madre, el tamborino y sus amigos corren gritando detrás del animal que se revuelve junto a una talanquera. Solamente con el amago consigue que los tres chavales se suban como gatos hasta un balcón que sirve como secadero de pimientos, quedando los tres escondidos detrás de las rojas guirnaldas entre las burlas de los espectadores.

Agustín decide parar en San Pedro cuando oye la música y el bullicio que sale de su interior, entran y el espectáculo no puede ser más alegre, todos bailan, mozos y ancianos, mendigos y caballeros, damas y lavanderas todos unidos con las gentes de las aldeas, pues cada lugar de su tierra tiene una parroquia en Talavera. Diego distingue a Mariana entre la muchedumbre, está apoyada con una amiga sobre la pila bautismal cuchicheando tímidamente sobre los trajes y la destreza en el baile de unos y otros. El primo cebollano de Agustín pregunta por las dos muchachas que hoy lucen su esplendor recatado de adolescentes con el guardapiés nuevo y el corpiño labrado.

– Ni las mires, que una es novia de Diego y la salvó de un toro escapado, o es que no has oído contar su hazaña –dice Agustín socarrón.

El tamborino miró a su amigo con la cara colorada y una mueca de rencor amable mientras se acercan hacia las dos muchachas.

– Baila con mi amiga- le pide bruscamente Mariana a Diego -. Me dice que eres muy gentil.

– Yo sólo bailaré si eres tú la que bailas conmigo- contesta el tamborino.

– ¡Pues a bailar!  – grita Agustín mientras los empuja al corro de gentes que gira y gira con las manos levantadas, danzando alrededor de la monda.

– No seremos menos nosotros – responde el cebollano cogiendo a Agustín y a la otra muchacha del brazo y lanzándose también a dar vueltas con gestos exagerados.

Tambores, flautas y panderos marcan el paso caótico de los parroquianos de San Pedro que saltan, se agachan y se levantan girando alrededor de la monda mientras redoblan las campanas y de todas las gargantas salen canciones de loor a la Virgen del Prado, al santo de la parroquia y a Talavera.

Después de bailar la monda deberá salir la procesión que con la misma alegría llevará la ofrenda hasta la ermita. Por tradición es siempre San Pedro la primera iglesia en enviar su comitiva. El sacristán y el mayordomo intentan poner orden desgañitándose para ordenar los coros de mujeres armadas de grandes panderos que acompañarán con sus cantos el desfile.

Durante el baile Diego ha disfrutado del calor dulce de la mano de Mariana. Comienza a sentir otra vez esa extraña sensación de bienestar que experimenta cuando está a su lado.

– Vámonos  todos al desfile- dice el cebollano- por nada del mundo me perdería las carretas enramadas de los toros. Prometisteis mostrarme todos los prodigios de estas fiestas, que ya voy conociendo la causa de ser tan famosas.

TODOS A LA ERMITA

– Diego no puede ir a ver el desfile- dice Agustín-. Va de tamborino con los de su parroquia, allí le escucharemos redoblar.

– Es verdad, ya me tengo que ir pues empieza a desfilar la comitiva de San Pedro, luego va la de Santa Leocadia y después saldrá mi parroquia, la de Santiago. Mi madre debe ya estar impaciente esperándome con los vestidos que me ha preparado para el desfile.

Agustín y su primo cebollano se separaron de su amigo y se dirigieron corriendo hacia el Prado. Toda la calle de Zapaterías hervía desbordada por el gentío y los tenderetes que vendían dulces, frutas escarchadas, máscaras y berenjenas de Almagro. Encontraron a Mariana comprando paloduz con una amiga y las invitaron a ir con ellos a la ermita para ver la ofrenda de Mondas. La muchacha no pudo disimular su contento cuando le recordaron que desfilaría Diego tocando el tamborino.

– Subiremos a este álamo- dijo el cebollano mientras, acostumbrado a encaramarse a las higueras de su pueblo para coger sus frutos tan apreciados, escalaba el tronco con seguridad.

Desde arriba dio la mano a las dos mozas que se subieron sobre la espalda de Agustín para poder alcanzarla. A lo lejos se escuchaba el ruido de la música que anunciaban la llegada a El Prado de la primera comitiva, la de San Pedro.

...un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos...
…un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos…

En primer lugar iba el pendón de la iglesia y detrás doce parejas de feligreses bailando una danza de espadas acompañados de flautas y tambores. A continuación, cubiertos de sus mejores vestiduras, iban el cura, el beneficiado y los capellanes. La monda desfilaba en medio de un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos y dirigidas por la santera de la iglesia. Detrás, niños engalanados montados en pollinos con un pequeño pendón cada uno y seguidos de otros borricos cargados con serones llenos de panecillos. Toda la gente de San Pedro entró en la ermita a ofrecer la monda que fue recibida por el capellán entre los rezos y los cantos de todos los presentes. Después fue colgada sobre la reja del altar mayor con cuerdas que descendían desde el techo.

Apenas habían salido del templo las gentes de San Pedro cuando ya llegaba a la ermita la monda de la parroquia de Santa Leocadia. No era menos lucido el cortejo, pero llevaba además tres carretas enramadas con los toros que se habían toreado la tarde anterior en su plaza. Los animales estaban desollados, limpios, abiertos en canal y cubiertos con el pellejo. En una de las carretas iba subido un hombre con una azada muy serio y altivo simbolizando que el toro al que acompañaba era el de los cavadores; sobre otro de los carros, un mozo con un leño indicaba que el animal desollado a sus pies había sido el Toro del Leño y, por último, el toro de los tenderos iba acompañado por un hombre con una balanza.

Los cuatro muchachos esperaban la llegada de la comitiva de la parroquia de Santiago para poder así ver a Diego con sus galas de tamborino. El recorrido se había iniciado, como era norma, cuando repicaron las campanas de Santa Leocadia indicando que su monda llegaba en ese momento a la plaza. El tamborino iba al frente, junto al pendón, y en la carreta se había subido su tío Boni con una ballesta y su virote para señalar que ése era el toro de los cazadores. En el otro carro, un hombre vestido de hortelano daba grandes voces diciendo a paisanos y forasteros cual era su oficio. La madre de Diego y otras mujeres del barrio habían labrado unos trajes llenos de colorido para los danzantes de las espadas que en esta comitiva llegaban a quince parejas.

Atravesaban El Prado cuando Diego escuchó los gritos agudos y alegres de Mariana y de su amigo Agustín que movían las manos sujetando las raíces de paloduz para llamar su atención. El tamborino sonrió satisfecho de la presencia en momento tan importante de su joven enamorada y redobló su tambor de tal modo que el mayordomo tuvo que llamarle al orden.

Debajo del álamo se habían detenido a contemplar la alegre procesión dos regidores de la ciudad de Toledo invitados por el concejo talaverano.

– Sí que son vistosas estas fiestas de Mondas y es grande el regocijo de las muchas gentes que a ellas acuden – comentó uno de ellos -, pero la ceremonia del Corpus de Toledo no tiene la tosquedad de estos ritos de gentes rústicas que se ganan el pan con las manos.

Cuando se disponía su compañero a responderle, una cigüeña que volvía a la espadaña de la ermita voló sobre sus cabezas y dejó caer sobre los dos regidores toledanos todo el líquido pestilente que contenía su cloaca bañándolos por completo de sus heces.

– Ranas podridas deben haber comido esta mañana las picudas, que han vaciado el vientre en los nobles caballeros- dijo socarrón un colmenero de La Estrella cuando los curiosos que contemplaban la procesión, y que a duras penas soportaban ya los comentarios despectivos de los regidores, rompieron en carcajadas mientras, corridos y humillados, los dos olorosos espectadores marcharon avergonzados mientras sus criados apartaban a la gente.

Los muchachos perdieron de vista a Diego cuando entró en la ermita pero permanecieron en el árbol para ver pasar todas las mondas de las demás parroquias. La siguiente comitiva fue la de San Miguel con el toro de los pescadores, enramado y adornado su carro con redes, aparejos y encañados. Por último la de El Salvador también con sus toros y los hombres que sobre los carros figuraban al gremio que los había pagado, los escribanos, los mesoneros, los tejedores y los quinteros.

Acabados las ofrendas, volvieron las parroquias hacia la villa en desfile tras de haber presentado sus mondas que quedaron suspendidas luciendo los dibujos multicolores de sus celdillas de cera. El interior del templo resplandecía a la luz de los cientos de velas y cirios que siempre iluminaban a la reina de las ermitas en estos días.

Las mujeres bailaban con más desenfado que a la venida y los párrocos apenas podían contener la alegría desbordante que era acompañada por el paloteado de las danzas de espadas y la música. Diego participaba de esa explosión de alegría colectiva y casi se olvidó de Mariana, hasta que despertó al sentir el dolor producido en las muñecas por el repique entusiasta de su tambor.

Alguno de los borriquillos que montaban los niños corrieron desbocados con el susto consiguiente de sus padres, mientras que otros pollinos se negaban a dar un paso más por mucho que insistiera el cortejo. La gente comenzó a tirarles del rabo para conseguir moverlos y empezaron a correr los pellejos de vino antes incluso de que el cortejo llegara con su pendón de vuelta a la iglesia.

Diego volvió hasta Santiago acompañado por sus amigos que fueron bailando a su lado. En el camino pasaron por la calle de Mesones donde fueron viendo todas las bodegas y tabernas repletas de gentes que cantaban con las jarras de vino en la mano. Al acabar la ceremonia y deshacerse la comitiva, Diego se abrazó a sus amigos y les propuso volver otra vez a la ermita.

-Vamos a ver como despiezan los toros. Uno de los matachines es mi tío Boni, luego nos dejará llevar a los conventos los pedazos de carne que les tocan. Siempre tienen algún dulce de albricias para los portadores del presente de Mondas.

Cuando llegan, un capellán está bendiciendo la carne y Boni, lleno de sangre hasta las cejas, bebe agua y se lava las manos en un cubo. Un escribano y un caballero a cuyo cargo está la carne vigilan que el despiece y el reparto sean los adecuados. El suelo ha sido barrido antes y la carne está dispuesta sobre retama verde para que todo se haga con limpieza. Primero se aparta la mayor parte para los pobres que acudan a la ermita que también les abastecerá ese día de pan y vino. Otra porción abundante irá a los hospitales y se repartirá el resto entre los monasterios, el cabildo, el clero y el concejo. Si todavía sobra se dará a los vecinos que lo pidan distribuyéndose en borricos por las calles.

– Corred a llevar estos dos serones al convento de San Agustín, ya he dicho yo a fray Basilio de Alcaudete que se porte bien con vosotros- ordena Boni a los chicos.

Diego coge un asa con cada mano y sus compañeros las otras dos y pasando junto al alcázar llegan al monasterio donde obtienen una perrunilla por traer la carne bendecida que se ha toreado en honor de la Virgen. Los tres devoran su premio en un momento y en el camino se cruzan con parejas de hombres con pollinos que reparten porciones a los vecinos por las calles sin que ningún pobre de la villa quede sin su ración. Muchos incluso piensan que la carne de los toros curará sus calenturas, que son muchos los que en la villa las padecen por estar el río muy detenido con las presas de los molinos.

SE ACABÓ LA FIESTA

Habían transcurrido dos semanas de fiesta y el cansancio hacía ya mella hasta en la exultante juventud de Diego. Hoy es Domingo de Mondas, la última jornada, ya pasaron los toros y será un día religioso de procesiones y resaca festiva. Un día en el que el tamborino va a desfilar redoblando su tambor delante de la comitiva de la tradicional procesión del pendón de Santiago y no va a poder por ello disfrutar toda la jornada junto a Mariana. Pero esta mañana irán juntos a ver la monda de la Colegial. Por primera vez van a estar solos, sin la compañía de Agustín y su primo el cebollano.

Mariana vive junto al río y hacia allí se dirige Diego con la emoción del adolescente que se adentra en la misteriosa selva del conocimiento del otro sexo. Al pasar junto al cementerio de San Clemente se detiene junto a un boquete de la muralla desde el que se pueden ver dos barcazas con armas y pertrechos que descienden río abajo hacia Portugal  custodiadas por una guarnición de soldados. En otras ocasiones se ha acercado al Tajo con otros chicos del barrio para observar las complicadas maniobras de los marineros de agua dulce cuando intentan descender la presa de los molinos de Abajo.

Mariana le espera sentada en un tajo de corcho a la puerta de su casa mientras se entretiene hilando lino. Cuando ve al muchacho deja en un cesto la rueca y corre a su encuentro. Juntos se dirigen hacia la plaza del Pan donde empiezan a llegar los caballeros vestidos con sus libreas y las damas con sus más elegantes vestiduras. Desde hace ya algunos años la monda de la Iglesia Mayor no se lleva el sábado a la ermita, sino que es el domingo por la mañana cuando se baila y es ofrecida por la nobleza con el concurso de toda la villa que no quiere perderse la ceremonia más lujosa de todas las fiestas.

La monda se encuentra en el interior del templo, es de madera con forma de custodia ochavada y en su interior se ven las dos imágenes pequeñas de los Desposados a quien se dedican estas fiestas.

– Mira que lindo va San José vestido con la librea de los caballeros talaveranos- dice el tamborino a su compañera.

– Es cierto, pero también lucen bien galanes todos los señores caballeros con sus libreas blancas y azules. Hasta el menos diestro bailará hoy la monda de Nuestra Señora pero la verdad es que cuando danzan a su alrededor, por más empeño que ponen algunos de ellos, no dejan de parecer gallinas alborotadas por el zorro, aunque lo hagan con mucha gravedad- respondió Mariana.

Azulejería de J Arroyo 1970 que representa a los niños acompañando el carrito de Mondas

El espectáculo no deja de ser curioso pues se baila sin música, ni siquiera de tamborinos. Los más ricos hombres de la villa dan vueltas sin concierto alrededor de la monda, lanzando vivas a los Desposados y a la Virgen del Prado. Las gentes humildes de Talavera sienten verdadera curiosidad por contemplar los movimientos a veces un poco ridículos de los más poderosos. Apenas pueden contener la risa al ver a don Agustín Suárez de Carvajal mover sus muchas arrobas de peso embutidas en su lujosa librea, o a don Beltrán de Meneses bailando con su hermosa mujer que no hace sino mirar descaradamente a don Gonzalo de Loaysa, con el que toda la villa sabe que se reúne para yacer en una huerta cercana al Prado del Arca. Todos comentan el embarazo de doña Blanca de Ayala que se ha casado demasiado rápidamente con don Miguel de Bazán. El pueblo disfruta con las debilidades de aquellos que durante el resto del año les harán sudar sobre los surcos.

Aunque el baile de la monda se ha hecho sin música, las chirimías, las trompetas, los atabales y los musicantores se van situando junto al Hospital de la Misericordia para comenzar la procesión con toda la pompa que requiere el alarde de los poderosos. Los caballeros van con sus velas de dos en dos y, detrás, es llevada la monda por cuatro clerizones sobre andas doradas con el deán de la Colegial acompañado de todos los curas y beneficiados. Después desfilan el corregidor y casi todos los vecinos de la villa. Al llegar el cortejo al convento de San Francisco les esperan los frailes con la cruz y un altar bien aderezado de flores y tapices. Es tanta la concurrencia que cuando la multitud está todavía en la plaza del Comercio, la cabecera de la procesión sale ya por la Puerta de Toledo.

La ermita está a rebosar y mucha gente debe permanecer fuera del templo durante la ceremonia. Los caballeros ofrecen sus velas al capellán y comienza el sermón para el que se ha traído a un clérigo muy afamado predicador de la Universidad de Alcalá. Habla de las grandezas de la villa y de la nobleza de sus caballeros, de la antigüedad y de la fama de la fiesta y de la devoción de los talaveranos por la Virgen del Prado.

Todos se llenan de júbilo cuando, al acabar la misa, varios hombres comienzan a salir de la sacristía con unos costales bordados con el símbolo de María en el que se han guardado cientos de panecillos. Todo el mundo espera recibir el suyo, marcado con un sello en el que aparece la Virgen con el Niño, esperando sus beneficios protectores igual que los gentiles los esperaban de las cenizas de los toros sacrificados a los dioses paganos. Hasta veinte fanegas de panecillos se lanzan al pueblo desde una ventana de la iglesia.

Todos vuelven en procesión a la Iglesia Mayor para después ir a comer a sus casas, donde desde el más pobre al más rico ha preparado lo mejor que tiene para alegrar el estómago en día tan señalado. Diego y Mariana se retrasan en llegar porque el tamborino quiere quedarse en la capilla bautismal. Allí se reunirán todos los jóvenes nobles para repartirse en las cuadrillas que por la tarde pelearán en los juegos de cañas. Cómo le gustaría a ser uno de ellos.

– Si yo pudiera jugar a cañas llevaría en mi adarga grabada tu inicial y tú me darías un pañuelo que anudaría en mi manga sarracena para que todos vieran que eres mi dama- dijo tímido el tamborino.

– Yo labraría el mejor de los bordados en ese pañuelo, que ni las labranderas de Lagartera lo harían mejor- contestó ruborizada Mariana.

– Tú me verías desde el tablado salir con mi cuadrilla seguido de los lacayos llevando los cestos de las cañas. Tocarían los atabales y yo rompería en astillas cien cañas contra mi enemigo haciendo que después se inclinara mi caballo delante de ti.

– Anda calla y vamos a comer, que si llego tarde no permitirá mi madre que vaya a verte a la procesión del pendón de Santiago.

Después de vísperas el redoble enloquecido de las campanas de Santiago llama a los caballeros para que acudan de librea y a caballo a recibir el pendón de la iglesia del patrón de España. Allí esperan los parroquianos con el cura que se lo entrega a los jinetes para que lo lleven en procesión a la ermita. Diego con su tamborino abre la comitiva que va recorriendo la villa. Va por la calle de Mesones hasta la plaza, baja la Corredera y pasa delante del Salvador de los Caballeros saliendo por la puerta de la Miel. Recorre el camino junto a La Portiña donde las gentes humildes de los arrabales salen de sus casas para ver el cortejo. Entre ellos está Mariana que sonríe orgullosa al ver pasar a Diego. Entran por la puerta de Mérida y por San Pedro van a la puerta de Toledo y de allí a la ermita, y cuando van pasando por las torres y las puertas de la muralla, por los palacios y por las iglesias, Diego comprende porqué el predicador hablaba de las grandezas de Talavera de la Reina, de su antigüedad, de su nobleza y de su abundancia en todo género de frutos, de su virtud, de sus letras y de sus armas. Diego se siente un talaverano al que invade la ansiedad por degustar todo lo hermoso que le pueda ofrecer la vida a sus quince años.

Miguel Méndez-Cabeza Fuentes

Año 2000

EL TAMBORINO DE MONDAS (2)

Desfile de Mondas Desfile de Mondas

EL TAMBORINO DE MONDAS

2ª PARTE

Novela corta en la que se desarrolla durante la celebración de la milenaria fiesta de Las Mondas en el siglo XVI. Fue el cuadernillo de Mondas editado en 2000    

¡YA LLEGAN LOS TOROS!

Sobre el empedrado de la calle de San Sebastián corretean dos chiquillos con sus caballos de caña jugando a toreros. Utilizan otra caña por garrocha mientras uno de ellos, armado con dos enormes cuernos de vaca, hace de novillo. Durante estos días todos los niños de Talavera no se entretienen con otra cosa

El tamborino y su amigo toman sus tirachinas y corren siguiendo el arroyo de La Portiña hasta llegar a la Puerta de Mérida. Se dirigen hacia la Iglesia Mayor y, al desembocar en la plaza, Diego observa sorprendido cómo su amigo Agustín salta hacia uno de los portalones tocándolo con la palma de la mano mientras se santigua.

– ¿Qué haces?- dice el tamborino.

– ¿Has visto esos hombres clavando los tablones de la talanquera que habrá de evitar la huida de los toros que se corran mañana en la plaza?.

– Sí, y también he visto que tropezaste con uno de ellos.

– Pues es el verdugo, que tiene por obligación cerrar esa calle para la fiesta de toros y haberle rozado no es motivo de buenos augurios, por eso he tocado madera.

Van saltando vallados y talanqueras en todas las calles por donde habrán de correrse los toros, desde la plaza del Pan hasta la ermita. Por todas las plazuelas de las parroquias se amontonan los tablones y los troncos que formarán los cosos donde se lidiarán veintidós toros en los días siguientes.

Los muchachos siguen la orilla del río y se detienen a observar con curiosidad cómo los pescadores descargan una barca repleta de barbos y anguilas mientras sus mujeres remiendan y cuelgan las redes en Los Arenales. Diego se acerca a una muchacha de trenzas y ojos verdes que está hablando con una de las hijas de los pescadores. Es la muchacha que le había sonreído el día del desfile de los gallegos y la saluda:

-¡Hola Mariana!¿ Dónde vas?.

– A llevar el almuerzo a mi padre que está echando unos jornales en la dehesa de Palomarejos.

– Vente con nosotros y veremos llegar a los vaqueros con los toros de Las Mondas, que muchos vienen de Guadarrama por la cañada.

– Pero a mí me dan miedo.

– ¡Bah!. No temas, vienes con nosotros- dice Diego muy gallito mientras la muchacha se sonroja.

– ¡Vale! Pero los veremos desde lejos.

Los tres muchachos están cogiendo nidos y lanzando piedras a las carpas que asoman la boca debajo de los álamos de las orillas del Tajo. Más tarde, comienzan a esconderse entre las atarfas que forman un laberinto de túneles y pasadizos entre su ramaje tupido. Diego se ve de pronto solo con la muchacha, sintiendo cerca su aliento y queda embobado mirando a la arena cuando nota que Mariana le ha dado un beso en la mejilla. Después,  echa a correr turbado hacia los fresnos donde espera su amigo.

Ya se pueden escuchar los gritos de los vaqueros desde El Alamón, dicen que es el álamo más grande de todo el reino y bajo sus ramas se puede ver hoy descansando a un grupo de toros rodeados por los ganaderos a caballo con sus garrochas. Otra vacada se acerca desde el puente de Alberche y, como uno de los sementales es muy arisco, para evitar enfrentamientos que puedan causar heridas al ganado, el mayoral del primer grupo da la orden de continuar la marcha. Desde las alamedas cercanas los tres muchachos van corriendo detrás de los animales. Después de dejar el gazpacho y un poco de pan con tasajo a su padre, la mocita sigue con sus amigos hasta Talavera.

Es la muchacha que le había sonreído... Es la muchacha que le había sonreído…

Cuando llegan a los prados y arboledas que rodean a la ermita les sorprende el espectáculo. Más de cien toros bravos pastan y beben a las orillas del arroyo de Papacochinos. Mariana deja escapar un grito apagado de temor echándose hacia atrás, pero el tamborino, tomándola del brazo, la lleva junto a la plaza de la ermita. Detrás de unas gavillas de paja hay un boquete por donde se puede subir al sobrado del hospital.

– Desde aquí lo veremos mejor- dice subiéndola hacia el caballete del tejado donde se acomodan.

Un vaquero, queriendo demostrar su destreza, pica a uno de los toros de otro mayoral que, a su vez, hace lo mismo con el del vecino. El revuelo que se arma es grande cuando los toros comienzan a correr de un lado para otro y se acercan peligrosamente. Los curiosos emprenden una huida desordenada causando el regocijo de los presentes. Un tratante de ganados que ha venido  acompañando al canónigo torero comenta:

– Miren vuesas mercedes si es santa esta fiesta que he conocido yo otro jueves de Mondas en que un pobre que aquí se hallaba pidiendo limosna muy cargado de muletas y de vendas en las piernas, viendo venir un toro, corrió más que un gamo hasta ponerse en salvo, en que se conocerá cuan santos son los toros que se corren en esta fiesta, pues hasta hacen milagros.

Desde La Jara van llegando también otros toros que cruzan el río. En lo alto de las murallas las gentes gritan y llaman al ganado que remolonea para cruzar el puente. A veces los animales se vuelven y entran en el río pasando los vaqueros no pocos trabajos para sacarlos. Uno de ellos cae al agua al dar su yegua un traspié y sale con su sombrero adornado de ovas y espadañas entre las burlas del público.

Diego señala a Mariana hacia la ermita de San Joaquín por donde ya aparece la comitiva del Regidor Torero con la llave de los toriles colgada del cuello. Se acerca para unirse al Canónigo Torero y escoger juntos las reses. Los vaqueros, al enterarse de su venida, comienzan a picar a los animales que se revuelven inquietos. Al llegar el cortejo los mayorales saludan a las autoridades inclinando la cabeza, bajando las garrochas y haciendo que sus monturas doblen las rodillas.

La comitiva va desfilando delante de los toros comentando y señalando:

– Ese cárdeno. No, parece que cojea. Mire vuesa merced aquel abrochado de cuerna que parece bueno.

-Muy acoceador se le ve, dejémosle. Mejor aquel ojinegro.

Pasan lentamente delante del ganado mientras ordenan al escribano que vaya tomando nota de las cabezas que van eligiendo. Entre sus legajos lleva anotadas las cantidades con las que han colaborado las aldeas para comprar el ganado. Mientras se desarrolla la elección, el público hace en voz alta sus comentarios, aprobando o condenando la elección.

Diego explica a su compañera cogiendo tímidamente su mano que al día siguiente, bien de mañana, la compra se hará definitiva y sólo entonces, cuando se hayan comprado los toros que se torearán en la Iglesia Mayor, podrán las parroquias escoger los suyos.

– Mira lo que tengo- dice la muchacha mientras saca un pañuelo con unas rosquillas- Comeremos algo y podremos quedarnos aquí para ver esta tarde el desfile y las carreras de los caballeros, no hallaremos mejor lugar.

En efecto, los dos pisos de la plaza de la ermita comienzan a llenarse de gentes elegantes, casi todos son damas y ricoshombres que han vestido sus mejores libreas para acudir a ver cómo se corren los dos primeros toros de Mondas, los del jueves por la tarde, que engolosinarán a una población que no hablará de otra cosa durante días.

Diego mira los tobillos de Mariana que asoman bajo el guardapiés y siente algo parecido al calor que le sube a la cabeza cuando su tío Boni le hace beber entre bromas algún sorbo del aguardiente que él mismo destila. La moza mira como distraída a las palomas de la ermita mientras esperan que empiece la función.

Comienza a sonar en la lejanía una música de atabales, trompetas y chirimías. Un cortejo de gente a caballo con el Alguacil Mayor y sus ministros al frente llegan con el Corregidor y entran en la plaza con mucha pompa y andar ceremonioso. El público prorrumpe en una gran ovación. La comitiva vuelve a salir de la plaza y los caballeros regresan a la carrera dando dos vueltas al ruedo. Vuelven a salir y entran nuevamente al galope de dos en dos dando otras dos vueltas entre el delirio de la multitud. Acaba de comenzar la Fiesta de Toros

DE PLAZA EN PLAZA, DE CALLE EN CALLE

Diego tenía la retina llena de imágenes: Mariana corriendo después de darle un beso bajo los tarayes, los toros peleándose entre los álamos, Mariana y él de la mano subidos en el tejado del Hospital de la ermita, las garrochas y las yeguas de los mayorales; todo se mezclaba en su cerebro que se despertaba en un viernes de Mondas. Por eso, su primer impulso fue buscar esa mañana a su amigo Agustín para volver junto a la ermita, donde los toros elegidos el jueves esperaban la ceremonia de la compra y apartado. Además así, a lo mejor, podía hacerse el encontradizo con Mariana.

Cuando pasaban los dos  por el convento de San Francisco vieron salir de su iglesia a un grupo de campesinos que en medio llevaban una monda. Al frente iban dos jinetes montados sobre magníficos caballos negros y seis mozas cantando, bailando y dando vivas a la Virgen del Prado. Al pasar junto a la comitiva, Agustín se acercó a uno de los muchachos que iban tocando las chirimías y le dijo:

– ¿Primo Joaquín que haces en mi pueblo con esos vestidos de damisela?

– ¡Agustín! ¡Qué alegría! Voy a quedarme dos días en Las Mondas y deberás cumplir lo que me prometiste en la ermita de San Illán, cuando llevasteis a ese pariente vuestro creyendo que le había mordido un zorro rabioso, pues me aseguraste, y no habrás de olvidarlo, que en las próximas Mondas vería los toros contigo desde el balcón de tu casa.

– Antes me cortaré una oreja que no cumplirlo primo. Pero dime donde vas tan galán.

– Sabes que los vecinos de Cebolla somos vasallos de los Condes de Oropesa que heredaron su señorío de los Ayala. Los antepasados de tan nobles señores están sepultados en su capilla de la Iglesia Mayor donde llevamos esta monda como es costumbre antigua, allí la custodiaremos hasta que esta tarde la vayamos a ofrecer a vuestra hermosa ermita de El Prado. Antes nos habrá dado un convite nuestro señor en sus casas de Talavera, que es cosa de ver como nos agasaja y el baile y el regocijo que en su palacio formamos los de Cebolla.

– Pues cumpliré lo prometido y mañana verás los toros desde el balcón de mi casa. Mis padres son los campaneros de la Iglesia Mayor y ni los duques ni los marqueses tendrán mejor asiento.

Los muchachos se despidieron y siguieron su camino hacia El Prado, donde los toros esperaban el encierro. La mitad de los animales que debían ser toreados junto a la iglesia de Santa María recorrerían las calles que ya estaban bien cerradas con talanqueras y empalizadas. Una multitud se dirigía hacia el arranque de la carrera donde más de doscientos jinetes aguardaban vestidos de colores vistosos y con los caballos enjaezados. Desde los más gentileshombres con sus corceles hasta los más sencillos ganaderos que habían traído sus caballos y yeguas de faena para participar en la fiesta, todos se lucían ufanos y alegres por las calles. Causando la risa de la concurrencia apareció dando trompicones, montado en una burranca flaca y llena de esparabanes, un borrachín que hacía burla de los elegantes caballeros. Las dehesas y alijares de Talavera se quedaban estos días desiertos de vaqueros, pastores, rabadanes y mayorales que limpiaban  sus caballerías y las adornaban con  ramos dibujados con las tijeras de los mejores esquiladores, haciendo con sus crines y sus colas trenzas y moños llenos de lazos y de cintas de colores.

El escribano que hacía de maestro de ceremonias dio la salida cuando se lo indicaron el Canónigo Torero y el Regidor y, saltando chispas del empedrado de las calles, fueron los jinetes recorriendo toda la carrera con los balcones abarrotados de gente, sobre todo mujeres que ese día habían sacado las mejores telas, terciopelos y damascos para aderezar las ventanas. Los palacios y las casonas lucían banderas y gallardetes con las armas de sus dueños y las casas más humildes habían sido blanqueadas.

El tamborino y sus amigos miraban a través de los palos el paso de los toros cerca del palacio de los Duque de Estrada, observando la maraña que formaban las patas de los  caballos, las de los toros y las garrochas que avanzaban en acelerada confusión. Pero  uno de los jinetes se volvió para saludar a sus hermanas en una ventana y el caballo giró provocando que su vara larga se atravesara entre los dos muros de la callejuela. Solamente faltaba un toro por pasar pero, saltando sobre el montón de caballos caídos, pasó por encima  de la talanquera saliendo libre hacia la plaza del Teatro donde bailaban y bebían algunos despistados. Diego miró hacia atrás y vio horrorizado cómo Mariana venía con una cesta de ropa desde el convento de San Benito, el toro cogió a un mozo ya cargado de vino y lo volteó en el aire rasgando sus calzas y dejándole inconsciente en el suelo. Mientras tanto, Diego había llegado junto a Mariana que permanecía inmóvil, aterrada frente al toro delante del tenderete de un buhonero. El muchacho se colocó de un brinco a su lado y, tomando el cesto de ropa, lo lanzó contra la cabeza del astado que enredó sus cuernos con la sotana del capellán del convento mientras Diego y Mariana se refugiaban debajo de un carro. La sotana se movía con las embestidas del toro como si fuera un pelele causando las risas de la gente. Tres hombres sacaron una gruesa soga de los corrales del palacio arzobispal y con ella enmaromaron al animal conduciéndolo hasta la empalizada que se montaba todos los años para encerrar a los toros junto a la torre de la Iglesia Mayor.

Los dos jóvenes salieron de debajo del carro con un susto de muerte. Todos los presentes felicitaban a Diego por su valentía y él recibía ruborizado los manotazos de los avinados espectadores. Mariana miraba espantada hacia donde el hombre corneado comenzaba a recuperarse, aunque parecía tener un brazo quebrado. Cuando quedaron solos se acercó a su enamorado compañero y con la mirada llorosa le dio las gracias para después  desaparecer corriendo entre el gentío. Agustín felicitó a su heroico amigo y juntos se fueron a comer.

La calle de Zapaterías comenzaba a llenarse de caballeros vestidos de gala para las carreras que en su travesía se hacen los viernes de Mondas antes del encierro de los toros de las parroquias. Las damas también vestían de diferentes colores y paseaban coquetas recibiendo los requiebros de los talaveranos y de los muchos forasteros que habían llegado a la fiesta de este año.

En una esquina, un ciego declamaba unos versos animado por el sonido de los relinchos y el de los cascos de los cientos de jinetes que se exhibían entre la plaza del Comercio y el convento de San Francisco.

Más de mil puestos jinetes

diestramente enjaezados

muy grande unión de centauros

Las Mondas van celebrando

que son de la Europa el pasmo

que a Castilla han asombrado

Toros, danzas, devoción

¡Gloria a la Virgen del Prado!

Después de zamparse una bien guisada perdiz de las que había traído su tío Boni, el tamborino y su amigo se dirigen hacía la Puerta de Toledo. Junto a ella se ha montado el corral donde se encierran los toros que habrán de torearse en las parroquias. Algunos de los curiosos reconocen al joven héroe de la mañana y lo señalan con el dedo.

– ¿Has visto? – dice Agustín- todos te miran.

– ¡Anda bolo! Vamos a San Clemente que allí se torea el primero, tomemos un buen lugar para verlo –responde Diego avergonzado por los halagos.

El camino se hizo difícil por las carreras de los encierros y las empalizadas que dificultan el paso, ya que desde este corral se empiezan a correr por las calles los cuatro toros de la parroquia de San Salvador, los tres de Santa Leocadia, los dos de Santiago, el de San Miguel y el de San Clemente. Junto a los toriles, dos caballeros toman un refresco traído por sus criados y comentan:

– Habrá visto su merced que todo es alboroto y confusión pues llevan a los toros por muchas calles y, aunque se pone cuidado en cerrar con talanqueras y barreras las bocacalles, se escapan algunos animales y, seguidos de los jinetes, se extienden por toda la villa y no hay lugar seguro ni de toros ni de caballos. Todo el mundo anda con recelo y cuidado pero no basta, porque los más compuestos y aún las damas de más alcurnia se hallan obligadas de perder su gravedad.

El que habla es el marqués de Velada, noble muy aficionado de los toros que ha invitado al caballerizo del rey para venir a Talavera y conocer fiestas tan famosas.

Los dos muchachos han llegado a la plaza de San Clemente que está adornada a la entrada con dos grandes gavillas de varas de fresno de las utilizadas por los vareadores en su oficio. Son ellos los que pagan el toro de esta iglesia junto con los vendimiadores, que a su vez han amontonado muchas cargas de sarmientos para hacer una gran hoguera después de que muera el toro. Echan una mano en los preparativos los recogedores de espárragos y criadillas, y los que venden yerba verde, que por ser este toro también suyo es siempre el mejor alimentado y el más lustroso de Las Mondas.

Uno de los jinetes montados a la brida... Uno de los jinetes montados a la brida…

TALAVERA ES UN COSO

El toro de San Clemente se desangraba rodeado de los mozos del barrio que le daban puntapiés. Un hombre tuerto vestido de harapos, uno de los pobres que piden limosna a la puerta de esta parroquia, le ha partido la cerviz casi hasta descabezarle tras haberle distraído moviendo sus andrajos. Al caer el animal por los suelos, todos los menesterosos de la villa irrumpen en un grito de júbilo. Este toro lo han pagado también ellos pues ni siquiera las clases más miserables quieren dejar de participar en la fiesta de toros que se hace en honor de la Virgen del Prado, colaborando cada uno según sus escasos bienes en la compra del animal y, aunque su contribución sea humilde, son más de cuatrocientos los indigentes que sienten como algo suyo el toro de los vareadores de San Clemente.

– Vamos corriendo a la plaza de San Miguel y así llegaremos a tiempo de ver salir el toro de los podadores, que también le corren a pie- dice apresurado Agustín a su amigo Diego.

Los muchachos corren atropellando a las gentes que en riada humana se dirigen hacia las parroquias de los arrabales nuevos. Todos van bebiendo y comentando a gritos los peligros de la lidia y los revolcones que han sufrido los más atrevidos.

Cuando llegan, los dos muchachos consiguen subirse a un carro y ven sorprendidos cómo uno de los criados del corregidor que había luchado en Flandes ha soltado a tres alanos que se trajo de allí. Los perros de presa se lanzan sobre el toro que de una sola cornada destroza el vientre de uno de ellos, otro ha hecho presa en una oreja y se balancea sin soltarse con los movimientos violentos de la cabeza del astado mientras el tercer perro intenta morderle en el morro. Muchos de los espectadores protestan porque prefieren ver la destreza de alguno de los toreros ventureros o de los mozos del lugar que esperan con las capas colgadas del brazo para lucirse delante de sus novias.

Antes de que los alanos y los matatoros de ventura acaben con el pobre animal, Diego y Agustín se marchan a toda prisa hacia la plaza de Santiago donde se correrán a caballo otros dos toros. Tres caballeros con librea juegan con sus lanzas y sus quiebros con el animal que ha sido criado en el Soto del Piul, una ganadería de Talavera conocida en toda España porque sus reses bravas acometen a los caballos con tanta o más fuerza que los toros criados en el Jarama. Uno de los jinetes montados a la brida, recto sobre su montura, en pie sobre los estribos, indica a uno de sus pajes que le ponga en suerte al toro en el otro extremo de la plaza para esperarle en su acometida y ejecutar mejor la lanzada a caballo. Los toreros de a pie ayudan y le llevan con sus capas hacia el lado del coso donde los vecinos se aprietan casi en tumulto citando y provocando al animal. Con un gesto de su lanza el caballero llama al toro mientras brillan las sedas de su librea al sol rojo del atardecer que entra por la calle de San Sebastián. Cuando los cuernos casi parece que van a clavarse en el cuello del caballo, un tirón brusco de las bridas hace que la montura gire hacia un lado mientras la lanza se clava entre las costillas del toro. Una multitud se abalanza aplaudiendo y gritando mientras cae el animal salpicándolo todo de arena y coágulos de sangre en un mugido sordo de agonía.

Poco después se abre el corralillo y aparece un semental magnífico. Todo el mundo sabe que un cazador se ha ofrecido para esperar al toro e intentar matarlo con una lanzada de a pie. La posibilidad de ver sangre humana y el espectáculo que promete el lance consiguen que la gente permanezca en silencio y que, por una vez, se desaloje la arena de la muchedumbre que no se resigna a quedarse sentada en los carros o sobre el graderío. El caos y el tumulto dentro de todas las plazas son absolutos.

Diego no sale de su asombro cuando observa que el cazador que va a ejecutar suerte tan arriesgada es nada menos que su tío Boni, sus compañeros cazadores le han animado para que haga una demostración de su valor con el toro que han pagado todos ellos. Pero Diego se siente seguro del éxito del hermano de su madre que caza las palomas con cimbel, que pone sus lazos y losas sin que haya conejo, liebre o perdiz que se resista o que dispara su ballesta con precisión contra las grullas, pero que también caza venados de cuernas gigantescas y tiene el cuerpo marcado por los colmillos de los jabalíes y las zarpas de los osos de La Jara. Sabe que un toro, por muy bravo que sea, no hará daño a su tío Boni que en ese momento espera con una rodilla en tierra la acometida.  El animal sale bufando y sin detenerse a mirar al torero arremete contra una talanquera de la que saltan astillas. El hombre le llama otra vez mientras gira de un salto colocándose enfrente de su cara, justo en el momento en que el toro arranca hacia él. Espera sujetando con fuerza su lanza mientras cruza una mirada fiera y sostenida con la bestia que no se da cuenta de que el hierro penetra desde su pecho hasta los cuartos traseros. El hombre se echa a un lado mientras el toro cae fulminado a sus pies entre el griterío y los aplausos de toda la plaza que comienza a lanzar objetos y prendas de sus vestidos mientras suenan los atabales. El cazador se acerca a las gradas y llama a su sobrino que coge el tambor de uno de sus compañeros tamborinos de Santiago y desfila con el héroe por toda la plaza redoblando con una sonrisa de oreja a oreja. Su amigo Agustín va detrás recogiendo los pañuelos y las flores que lanzan las damas.

En la tarde del viernes de Mondas la villa entera es un coso taurino pues en todas las plazas de las parroquias se corren toros. Un aficionado que se dé prisa puede asistir a la lidia de once toros. Diego tiene que apresurarse para llegar a la plaza de Santa Leocadia y poder así disfrutar del primero de sus tres astados, el toro que va a ser embolado y que derribará y volteará por los aires a todo aquel que se le acerque entre las risas del público. En un descuido, fray Anastasio de Garvín, el jerónimo gordo, mujeriego y jugador que regenta el lagar del convento, ha sido empitonado quedando colgado por el cíngulo de los cuernos y gritando como un energúmeno mientras un espectador comenta:

– Miren vuesas mercedes que fray Anastasio va a morir por do más pecado había, que los cuernos con que ha coronado a Rufino el zapatero van a acabar con su vida, si es que el toro no se desnuca por colgar tanto peso de su cabeza.

El fraile cae al suelo acompañado de una risotada general cuando es pateado por el toro mientras maldice a diestro y siniestro. Una de las reses de Santa Leocadia es pagada por los fruteros que, bien provistos de las frutas podridas que han ido guardando estos días en sus tenderetes de la corredera, comienzan una guerra de tomates, gamboas y naranjas que tienen al frailón como principal objetivo de sus lanzamientos haciéndole huir mientras de su boca salen sapos y culebras. Después de la frutal batalla se corren a caballo el toro de los cavadores y el de los leñadores quedando muy satisfechos los espectadores por la faena de dos torerillos ventureros aragoneses. La muchedumbre se dirige después en avalancha por la plaza del Comercio hacia la plaza de El Salvador donde se habrán de torear otros cuatro animales.

Los tejedores han adornado la plaza con los productos de sus telares, desde los modestos lienzos labrados hasta los más lujosos damascos y tafetanes. Todos los artesanos han colaborado para que los balcones y los carros que forman la plaza luzcan con sus más hermosos tejidos. La plaza es de las mejor formadas porque otro de los toros lo pagan los quinteros y los carreteros que han traído sus mejores carros. Los pellejeros han colocado en el centro dos pellejos llenos de agua colgados de un palo que serán destrozados a cornadas por los toros después de acometerlos haciéndoles girar. En una de las esquinas se han reunido muy serios y ceremoniosos los justicias y escribanos con sus criados esperando que salga el toro que han costeado. Al otro lado, se oye el bullicio de los mesoneros que se pasan de uno a otro las longanizas y el vino, convidando, aunque sólo sea por esta vez, a los espectadores cercanos y, como es hora ya de merendar, toda la plaza comienza a sacar sus cestas y a compartir sus viandas, su apetito y su alegría.

Sale el primer toro y comienza a girar por el ruedo mientras algunos intentan llegar a él con sus lanzadas desde los burladeros, hasta que, al llegar junto al palco donde se sitúa la familia de los Meneses, una joven dama toma su lanza corta adornada de cintas y filigranas y, con una destreza que levanta la exclamación del público, atraviesa el cuello del toro que apenas puede dar unos pasos cuando cae al suelo entre espasmos y vomitando sangre.

Como el toro es el de los quinteros se saca de la plaza con un tiro de seis de sus mejores mulas llenas de cascabeles y campanillas que, antes de hacer el arrastre, dan varias vueltas al ruedo haciendo a las órdenes de su amo figuras y maniobras con una sincronización perfecta.

Los toros quedaron colgando y oreándose... Los toros quedaron colgando y oreándose…

El toro de los mesoneros apenas puede moverse en el ruedo por el concurso de gentes que, entusiasmadas por el vino y por toda una larga tarde de toros, se sienten animados a ponerse delante de los cuernos. Un berrendo sale y sin encomendarse a nadie arremete contra el bulto matando a un barbero que no puede refugiarse debajo de un carro por el gentío que intenta ocultarse allí. Sus amigos, la madre del infortunado y el resto de los barberos, que también colaboran en la compra del toro de mesoneros, se retiran con el cuerpo casi tímidamente. Saben que la fiesta debe continuar, que aunque otros años han perecido algunas personas por las astas afiladas, la Fiesta de Toros más famosa de Castilla no puede interrumpirse.

Pero también los toros mueren, los once de las parroquias, más otro que ha pagado don Fernando Loaysa y que él mismo ha matado, se llevarán juntos cerca de la ermita para ser allí colgados y desollados.

Diego y Agustín no pueden más, el cansancio y el sueño casi les impiden dar un paso, pero aún así van corriendo a su parroquia para preparar la monda que se ofrecerá al día siguiente a la Virgen del Prado.