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EL TAMBORINO DE MONDAS (y 3)

EL TAMBORINO DE MONDAS (y 3)
DESDE LA TORRE

3ª PARTE

Novela corta en la que se desarrolla durante la celebración de la milenaria fiesta de Las Mondas en el siglo XVI. Fue el cuadernillo de Mondas editado en 2000    

Ofrenda de cera en el cortejo de Mondas
Ofrenda de cera en el cortejo de Mondas
Los toros que habían muerto en las plazas de las parroquias quedaron colgando y oreándose al fresco de la noche de Abril. Mientras tanto, el sacristán de cada iglesia daba las órdenes necesarias para que se comenzaran a preparar y adornar las carretas. Servirían para llevar a las reses muertas acompañando a la ofrenda de las mondas hasta la ermita del Prado en el desfile de la tarde del sábado.
Diego y su amigo han decidido pasear por todos los barrios. Saben que siempre cae algún dulce de los que tienen preparados los mayordomos de las iglesias, pues con ellos acompañan al vino y al baile que ameniza la tarea de preparar la que las parroquias quieren que sea la más hermosa y enramada de las ofrendas de la villa.

– Vamos hacia los arrabales- dice el tamborino-, todas las gentes que han venido a la fiesta andan llenas de alegría, que no cabe un alma por las calles.

– Iremos primero hacia San Miguel. Llevan muy adelantada su carreta y, cuando la terminen de engalanar, seguro que su sacristán es el primero de todos en tocar las campanas.

Al llegar a la plaza, observan con envidia que dos mozos están encaramados en la torre con una tablilla de lanzar cohetes cada uno. La carreta no puede estar más hermosa, toda adornada de flores, hasta las ruedas, con los radios de rosas rojas y blancas. Uno de los bueyes se está comiendo las trenzas de espadaña que coronan la cabeza de su compañero. Dos mozas se acercan a los animales con sendas coronas de flores que, al ser encajadas entre sus cuernos, dan por finalizada la obra de ornamentación. En ese mismo momento comienzan los de la torre a tirar cohetes y los monaguillos se cuelgan de las cuerdas repicando las campanas con la alegría y el orgullo de saber que su parroquia ha sido la primera en acabar la monda.

Diego y Agustín se acercan a una mujer gorda y colorada. Con zalamerías consiguen que les dé unas floretas que rebosan miel engulléndolas en un santiamén y corren en medio del bullicio  para atravesar el arroyo de La Portiña y dirigirse hacia San Andrés. Casi no se puede deambular por las callejuelas. De las tabernas y figones sale olor a tocino, a morcilla asada y a vino derramado. Los dos adolescentes se fijan en unas mujeres que asoman a la calle con las caras pintadas y llenas de polvos de arroz apurando una jarra entre risotadas.

– ¡ Venid aquí zagales, que os vamos a enseñar nuestra monda! ¿Tenéis dinero rapaces?

Una de ellas coge a Diego de la manga y lo atrae hacia sí. El muchacho nota una extraña sensación cuando le invade el empalagoso olor de la mujer que no para de reírse enseñando sus dientes negros y el pecho que sale blanco y rozagante entre su corpiño desatado.

-Vámonos- dice turbado el tamborino – que ya toca las campanas el sacristán de San Clemente. Acerquémonos para ver su carreta pues es mucha la gente que allí se dirige y puede que la música que ahora se escucha sea la de los comediantes. He oído que harán función esta noche.

Al pasar corriendo por la ventana de uno de los mesones, Diego ve a través de los cristales, acompañado de otros cazadores y colmeneros, a su tío Boni que bromea con una mujer  sentada sobre sus rodillas mientras la besa en el cuello. Ya sabe que su tío no se olvida nunca de visitarla cuando baja del monte y que la mejor carne de venado la guarda para regalársela a ella.

Sobre un tablado actuaban unos cómicos en la calle de la Lechuga con el concurso de todos los pícaros de la villa. La muchedumbre reía y alborotaba cuando, en el escenario, un hombre vestido con un camisón ridículo sacaba del interior de un baúl al amante de su mujer echándole encima las brasas del calentador de la cama.

Al cabo de un rato sonaban las campanas de Santa Leocadia y las de Santiago. Todas las parroquias habían terminado ya de adornar sus mondas y pronto amanecería. Cuando los dos muchachos se retiraron a dormir un rato, los caballeros se preparaban para ir a encerrar los toros de Jarama y las mujeres se levantaban y preparaban el desayuno para poder ir pronto a coger sitio en las ventanas desde donde contemplar el encierro más lucido de las fiestas.

Desde el más diestro de los caballeros hasta el más humilde arriero acudirán con sus monturas. Los toros de Jarama, aunque no son más bravos que los de la tierra, sí que son más a propósito para las suertes de varas que con tanta destreza saben ejecutar los talaveranos, y es conocido que en esta villa se hicieron por primera vez las lanzadas de espera, que fue novedad en todo el reino ver como los nobles aguardaban al toro, quietos sobre su montura, desviándose a un lado de su recorrido impetuoso mientras le mataban de una sola lanzada.

Diego y Agustín se levantaron temprano haciendo oídos sordos de las protestas de sus madres que les invitaban a permanecer algo más en la cama, pero ellos no habrían de perderse la entrada de los caballeros de librea en la plaza de Nuestra Señora. Salieron con el sol a buscar al primo de Agustín, el joven de Cebolla que quería ver los toros desde la torre de la Iglesia Mayor. Los tres subieron por la escalera saltando sobre los montones de palomina. Desde arriba se podía ver el Tajo y en sus orillas humeaban las fogatas de los ganaderos y curiosos visitantes que habían montado sus ranchos para dormir junto al río, pues en estos días no había en Talavera venta, doblado ni cuadra donde pudiera meterse un alfiler. Por la calle de los Siete Linajes comenzaban a llegar los carruajes de los nobles que tenían su lugar reservado en los balcones del palacio arzobispal, en los de los Meneses y Carvajales o en los del ayuntamiento. Acomodados en el tablado que se había montado junto la puerta de la Colegial, Diego señaló, situada delante de sus casas, a la familia del bachiller Fernando de Rojas, el caballero que fue alcalde de Talavera y que escribió la famosa tragicomedia de Calixto y Melibea. En el corral que siempre se armaba entre la torre y el ayuntamiento los muchachos observaban desde arriba con curiosidad cómo se revolvían los nueve toros que habían sido encerrados esa madrugada y de los cuales dos iban a correrse en la plaza inmediatamente.

En medio de la plaza, un apuesto caballero...
En medio de la plaza, un apuesto caballero…

Cuando los tres miraban y comentaban desde su posición privilegiada los escotes de las damas más exuberantes, aparecieron en la torre dos clérigos. Se trataba de un canónigo de la catedral de Toledo que también había subido a contemplar el espectáculo acompañado de fray Andrés, un agustino talaverano,.

– En verdad que es grande la afición de esta villa para correr y pelear con los toros, que no he visto mayor entusiasmo y destreza en los toreadores de toda España- dijo el canónigo.

– Las gentes que pueblan toda esta  tierra, han sido desde siempre muy aficionados, que habrá visto vuesa merced los toros de piedra repartidos por sus villas y despoblados y es grande la antigüedad de esas esculturas, que las pusieron los gentiles antes de que llegaran a Hispania los romanos. Talavera fue la Caesaróbriga de los antiguos que como habéis visto dejaron aquí señales de sus templos y murallas. Cómo no habían de dejar también los hijos de Roma su afición por los táuricos juegos de circo.

– Además, el mucho oficio y el ganarse la vida con el ganado de gran número de sus vecinos debe, por fuerza, haberlos inclinado aún más a estos juegos y lances. Pero, fray Andrés, también hay en esta tierra alguno de sus hijos que no es amigo de las crueldades y riesgos para la vida humana de estas fiestas, pues yo he escuchado en Toledo al padre Mariana, hombre sabio y versado en la historia y las leyes, atacar por poco cristianas a las fiestas de toros y recordar las bulas de Pío V y Gregorio XIII en las que se excomulgaba al cristiano que las practicara, y más a los clérigos, que en esta villa no hacen otra cosa que fomentarlas y participar de ellas con tanto o más entusiasmo que sus feligreses.

– Cierto es, pero está la costumbre tan arraigada en los corazones de los talaveranos y es tan santo su final que no creo yo, que los conozco bien pues llevo en este monasterio muchos años ya, que ni en un siglo ni en veinte dejen de correrse aquí los toros.

– Por cómo resplandece esta plaza y por el gozo que se puede ver en los que en ella se aprestan a disfrutar del espectáculo, tengo que aceptar que es cierto lo que decís fray Andrés. Pero atendamos a la fiesta, que ya se abren los toriles.

En medio de la plaza un apuesto caballero hace figuras y cabriolas con su caballo ante la admiración del público que, impaciente, exige ya a gritos que comience el espectáculo. El toro provoca en su salida el asombro de la gente por su fiereza y por su buena estampa. El toreador lo cita y se arranca persiguiéndole por el ruedo con los cuernos rozando las ancas de su caballo que resbala un quiebro y es alcanzado en el vientre por el toro, lo derriba y se ensaña con él quedando sus intestinos esparcidos sobre la arena mientras los lacayos intentan distraer al toro.

Diego y sus amigos contemplan asombrados el incidente desde la torre.

– Buenas hazañas promete la mañana – dice Agustín -, que el noble caballero es de la familia de los Duque de Estrada y no dejará esta afrenta sin respuesta, el lance de empeño está asegurado.

En efecto, todo caballero que es derribado de su montura debe, toreando a pie, dar cumplida respuesta a su enemigo para no quedar en mala situación ante la plaza y sobre todo ante las damas que lo observan y a las que seguramente ha brindado su actuación en el ruedo. Sólo con su espada y la ayuda de su capa deberá enfrentarse al fiero animal que todavía se encuentra fresco, descansado y sin haber sangrado.

LIBREAS, ATAMBALES Y ESTANDARTES

Toda la plaza se conmovió, sabían que la deshonra de un caballero descabalgado de su montura por un toro no podía quedar así, con mayor motivo si el caballo había muerto de una cornada.

-A lo que parece, el toreador es don Diego Duque de Estrada que es conocido en toda España por sus lances de espada a pie- dijo fray Andrés al canónigo toledano.

– Por fortuna, pues no es fácil matar el toro a pie con sólo la ayuda de los lacayos y la capa. A buen seguro que los Duque no dejarán que en las Mondas, las más grandes fiestas de su patria, quede su nombre mancillado. Y lo digo sabiendo de qué hablo pues en cierta ocasión vi a uno de los caballeros de su familia apearse del caballo y matar un toro de una cuchillada simplemente porque le había arrancado con los cuernos una de sus espuelas.

Los lacayos llevaron a capotazos al animal bajo el balcón del ayuntamiento, como les había ordenado su señor que se fue acercando lentamente al toro, distraído en ese momento con las burlas de unos mozos que le citaban desde el tablado mientras le echaban vino con un gran pellejo. Don Diego le llamó y su rápida acometida casi le atropella, pero con un movimiento de gran ligereza y precisión, el toreador giró clavando su espada en el cuello de la bestia que cayó muerto entre el clamor de los espectadores, sobre todo los panaderos que habían costeado el toro que tan gallardamente había sucumbido a la destreza del noble talaverano. A continuación se corrió el toro de los carpinteros y de los albañiles y con él se hicieron toda clase de lances y adornos con las garruchas.

Cuando murieron estos dos toros, encerrados de madrugada con los otros siete, comenzaron a escucharse  desde la plaza lejanos atabales y chirimías que llamaban a los caballeros para concentrarse en casa del regidor torero. Todos se habían vestido con sus magníficas libreas de azul y blanco cruzadas por bandoleras de plata y oro, con turbante de terciopelo azul, manga, lanza y banderola en los hierros.

– Fue hace más de sesenta años cuando se decidió llevar esta librea porque no fuera cada caballero según su gusto y capricho, que los ricos lucían sus sedas y brocados y los pobres no tenían que poner. Además, fue ésta una prudente determinación pues son esos los colores de la Virgen Santísima a quien se hacen estas fiestas en sus santos desposorios – explicó el fraile al canónigo cuando éste le mostró su curiosidad por el uniforme de los caballeros que se disponían a correr en la plaza -. Aunque otros sabios han visto en estos vestidos la tradición de los moros cuando fueron señores de Talavera, pues ha de conocer vuesa merced que, hasta que Alfonso el Sexto los arrojó de sus murallas, los hijos de Mahoma permitieron a sus vecinos cristianos mantener el culto y devoción a Nuestra Señora en su ermita, porque así lo pusieron como condición cuando rindieron la villa a los soldados de Tariq.

Mientras tanto, los hermanos de la cofradía de la Virgen del Prado, los justicias y alguaciles se disponen para acudir con los caballeros de la villa hasta la ermita donde el capellán les dirá una misa. A continuación vuelven hacia la plaza del Pan. Destaca a la cabeza del cortejo el Hermano Mayor con el gran estandarte de damasco blanco con estrellas de seda azul y la imagen bordada de la Concepción. Al pasar por delante del convento de la Trinidad se detienen ante los monjes que esperan en la calle y uno de ellos, vestido con capa pluvial, les echa agua bendita diciendo unas oraciones. Entra después la comitiva a la villa por la Puerta de Toledo y los franciscanos rinden el mismo homenaje.

Durante el tiempo de espera hasta la entrada de los caballeros en la plaza, el tamborino y sus amigos recorren el doblado de la iglesia mayor donde se almacenan en desorden cuadros húmedos, fragmentos de retablos desmontados y santos apolillados. Todo lo curiosean mientras roban los huevos de los nidos de las palomas.

El redoble de los atabales les avisa que va a comenzar el espectácular desfile de los caballeros y hermanos por la plaza. El Hermano Mayor va abriendo el paso. Los alguaciles todavía están despejando la arena y una carreta bellamente enramada con dos grandes cubas de madera va regando el coso que se ha preparado con más de cien cargas de arenas traídas de Los Arenales. Es grande la animación y mucho lo que hay que ver, tanto en la hermosura de los rostros como en la gracia y bizarría de los aderezos de las personas.

El ruido acompasado de los tambores y atabales, redoblando acompañados de las chirimías, anuncian la llegada de los caballeros de librea que, siempre emparejados, dan dos vueltas al coso. A continuación, dejan sus lanzas y vuelven recorrer otras dos veces el perímetro de la larga plaza de la Iglesia Mayor. Al acabar de sonar la música se dividen los jinetes en dos bandos, salen en tropel por las calles laterales y vuelven en algarada para enfrentarse entre sí jugando a cañas entre las apuestas de las gentes de la villa y las de todas sus aldeas que se ponen de parte de uno u otro bando. Terminado el juego hacen todos los caballeros un caracol demostrando la destreza de los que aquí nacieron, tan naturalmente inclinados a las fiestas de toros y a las monturas.

Acabada la ceremonia ecuestre, algunos caballeros visten de rejón para continuar toreando a los siete toros que aún se guardan en los corrales de la plaza. Por la mañana se han corrido el toro del Ayuntamiento y el de la Mesa Capitular, esta tarde saldrán a la plaza en primer lugar el del Mayordomo de propios y el del Abastecimiento de Carnes pero, a continuación, se lidiarán el de molineros, el de las fraguas, el de panaderos, carpinteros y albañiles, el de los mercaderes y el de los pescadores.

El último ha sido encohetado este año para susto de damas y divertimento de todos y se le permite salir hacia el convento de Santa Catalina echando chispas de sus cuernos y resbalando sobre el barro de las calles. Aunque se lo ha prohibido su madre, el tamborino y sus amigos corren gritando detrás del animal que se revuelve junto a una talanquera. Solamente con el amago consigue que los tres chavales se suban como gatos hasta un balcón que sirve como secadero de pimientos, quedando los tres escondidos detrás de las rojas guirnaldas entre las burlas de los espectadores.

Agustín decide parar en San Pedro cuando oye la música y el bullicio que sale de su interior, entran y el espectáculo no puede ser más alegre, todos bailan, mozos y ancianos, mendigos y caballeros, damas y lavanderas todos unidos con las gentes de las aldeas, pues cada lugar de su tierra tiene una parroquia en Talavera. Diego distingue a Mariana entre la muchedumbre, está apoyada con una amiga sobre la pila bautismal cuchicheando tímidamente sobre los trajes y la destreza en el baile de unos y otros. El primo cebollano de Agustín pregunta por las dos muchachas que hoy lucen su esplendor recatado de adolescentes con el guardapiés nuevo y el corpiño labrado.

– Ni las mires, que una es novia de Diego y la salvó de un toro escapado, o es que no has oído contar su hazaña –dice Agustín socarrón.

El tamborino miró a su amigo con la cara colorada y una mueca de rencor amable mientras se acercan hacia las dos muchachas.

– Baila con mi amiga- le pide bruscamente Mariana a Diego -. Me dice que eres muy gentil.

– Yo sólo bailaré si eres tú la que bailas conmigo- contesta el tamborino.

– ¡Pues a bailar!  – grita Agustín mientras los empuja al corro de gentes que gira y gira con las manos levantadas, danzando alrededor de la monda.

– No seremos menos nosotros – responde el cebollano cogiendo a Agustín y a la otra muchacha del brazo y lanzándose también a dar vueltas con gestos exagerados.

Tambores, flautas y panderos marcan el paso caótico de los parroquianos de San Pedro que saltan, se agachan y se levantan girando alrededor de la monda mientras redoblan las campanas y de todas las gargantas salen canciones de loor a la Virgen del Prado, al santo de la parroquia y a Talavera.

Después de bailar la monda deberá salir la procesión que con la misma alegría llevará la ofrenda hasta la ermita. Por tradición es siempre San Pedro la primera iglesia en enviar su comitiva. El sacristán y el mayordomo intentan poner orden desgañitándose para ordenar los coros de mujeres armadas de grandes panderos que acompañarán con sus cantos el desfile.

Durante el baile Diego ha disfrutado del calor dulce de la mano de Mariana. Comienza a sentir otra vez esa extraña sensación de bienestar que experimenta cuando está a su lado.

– Vámonos  todos al desfile- dice el cebollano- por nada del mundo me perdería las carretas enramadas de los toros. Prometisteis mostrarme todos los prodigios de estas fiestas, que ya voy conociendo la causa de ser tan famosas.

TODOS A LA ERMITA

– Diego no puede ir a ver el desfile- dice Agustín-. Va de tamborino con los de su parroquia, allí le escucharemos redoblar.

– Es verdad, ya me tengo que ir pues empieza a desfilar la comitiva de San Pedro, luego va la de Santa Leocadia y después saldrá mi parroquia, la de Santiago. Mi madre debe ya estar impaciente esperándome con los vestidos que me ha preparado para el desfile.

Agustín y su primo cebollano se separaron de su amigo y se dirigieron corriendo hacia el Prado. Toda la calle de Zapaterías hervía desbordada por el gentío y los tenderetes que vendían dulces, frutas escarchadas, máscaras y berenjenas de Almagro. Encontraron a Mariana comprando paloduz con una amiga y las invitaron a ir con ellos a la ermita para ver la ofrenda de Mondas. La muchacha no pudo disimular su contento cuando le recordaron que desfilaría Diego tocando el tamborino.

– Subiremos a este álamo- dijo el cebollano mientras, acostumbrado a encaramarse a las higueras de su pueblo para coger sus frutos tan apreciados, escalaba el tronco con seguridad.

Desde arriba dio la mano a las dos mozas que se subieron sobre la espalda de Agustín para poder alcanzarla. A lo lejos se escuchaba el ruido de la música que anunciaban la llegada a El Prado de la primera comitiva, la de San Pedro.

...un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos...
…un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos…

En primer lugar iba el pendón de la iglesia y detrás doce parejas de feligreses bailando una danza de espadas acompañados de flautas y tambores. A continuación, cubiertos de sus mejores vestiduras, iban el cura, el beneficiado y los capellanes. La monda desfilaba en medio de un centenar de mujeres cantando y bailando con panderos y dirigidas por la santera de la iglesia. Detrás, niños engalanados montados en pollinos con un pequeño pendón cada uno y seguidos de otros borricos cargados con serones llenos de panecillos. Toda la gente de San Pedro entró en la ermita a ofrecer la monda que fue recibida por el capellán entre los rezos y los cantos de todos los presentes. Después fue colgada sobre la reja del altar mayor con cuerdas que descendían desde el techo.

Apenas habían salido del templo las gentes de San Pedro cuando ya llegaba a la ermita la monda de la parroquia de Santa Leocadia. No era menos lucido el cortejo, pero llevaba además tres carretas enramadas con los toros que se habían toreado la tarde anterior en su plaza. Los animales estaban desollados, limpios, abiertos en canal y cubiertos con el pellejo. En una de las carretas iba subido un hombre con una azada muy serio y altivo simbolizando que el toro al que acompañaba era el de los cavadores; sobre otro de los carros, un mozo con un leño indicaba que el animal desollado a sus pies había sido el Toro del Leño y, por último, el toro de los tenderos iba acompañado por un hombre con una balanza.

Los cuatro muchachos esperaban la llegada de la comitiva de la parroquia de Santiago para poder así ver a Diego con sus galas de tamborino. El recorrido se había iniciado, como era norma, cuando repicaron las campanas de Santa Leocadia indicando que su monda llegaba en ese momento a la plaza. El tamborino iba al frente, junto al pendón, y en la carreta se había subido su tío Boni con una ballesta y su virote para señalar que ése era el toro de los cazadores. En el otro carro, un hombre vestido de hortelano daba grandes voces diciendo a paisanos y forasteros cual era su oficio. La madre de Diego y otras mujeres del barrio habían labrado unos trajes llenos de colorido para los danzantes de las espadas que en esta comitiva llegaban a quince parejas.

Atravesaban El Prado cuando Diego escuchó los gritos agudos y alegres de Mariana y de su amigo Agustín que movían las manos sujetando las raíces de paloduz para llamar su atención. El tamborino sonrió satisfecho de la presencia en momento tan importante de su joven enamorada y redobló su tambor de tal modo que el mayordomo tuvo que llamarle al orden.

Debajo del álamo se habían detenido a contemplar la alegre procesión dos regidores de la ciudad de Toledo invitados por el concejo talaverano.

– Sí que son vistosas estas fiestas de Mondas y es grande el regocijo de las muchas gentes que a ellas acuden – comentó uno de ellos -, pero la ceremonia del Corpus de Toledo no tiene la tosquedad de estos ritos de gentes rústicas que se ganan el pan con las manos.

Cuando se disponía su compañero a responderle, una cigüeña que volvía a la espadaña de la ermita voló sobre sus cabezas y dejó caer sobre los dos regidores toledanos todo el líquido pestilente que contenía su cloaca bañándolos por completo de sus heces.

– Ranas podridas deben haber comido esta mañana las picudas, que han vaciado el vientre en los nobles caballeros- dijo socarrón un colmenero de La Estrella cuando los curiosos que contemplaban la procesión, y que a duras penas soportaban ya los comentarios despectivos de los regidores, rompieron en carcajadas mientras, corridos y humillados, los dos olorosos espectadores marcharon avergonzados mientras sus criados apartaban a la gente.

Los muchachos perdieron de vista a Diego cuando entró en la ermita pero permanecieron en el árbol para ver pasar todas las mondas de las demás parroquias. La siguiente comitiva fue la de San Miguel con el toro de los pescadores, enramado y adornado su carro con redes, aparejos y encañados. Por último la de El Salvador también con sus toros y los hombres que sobre los carros figuraban al gremio que los había pagado, los escribanos, los mesoneros, los tejedores y los quinteros.

Acabados las ofrendas, volvieron las parroquias hacia la villa en desfile tras de haber presentado sus mondas que quedaron suspendidas luciendo los dibujos multicolores de sus celdillas de cera. El interior del templo resplandecía a la luz de los cientos de velas y cirios que siempre iluminaban a la reina de las ermitas en estos días.

Las mujeres bailaban con más desenfado que a la venida y los párrocos apenas podían contener la alegría desbordante que era acompañada por el paloteado de las danzas de espadas y la música. Diego participaba de esa explosión de alegría colectiva y casi se olvidó de Mariana, hasta que despertó al sentir el dolor producido en las muñecas por el repique entusiasta de su tambor.

Alguno de los borriquillos que montaban los niños corrieron desbocados con el susto consiguiente de sus padres, mientras que otros pollinos se negaban a dar un paso más por mucho que insistiera el cortejo. La gente comenzó a tirarles del rabo para conseguir moverlos y empezaron a correr los pellejos de vino antes incluso de que el cortejo llegara con su pendón de vuelta a la iglesia.

Diego volvió hasta Santiago acompañado por sus amigos que fueron bailando a su lado. En el camino pasaron por la calle de Mesones donde fueron viendo todas las bodegas y tabernas repletas de gentes que cantaban con las jarras de vino en la mano. Al acabar la ceremonia y deshacerse la comitiva, Diego se abrazó a sus amigos y les propuso volver otra vez a la ermita.

-Vamos a ver como despiezan los toros. Uno de los matachines es mi tío Boni, luego nos dejará llevar a los conventos los pedazos de carne que les tocan. Siempre tienen algún dulce de albricias para los portadores del presente de Mondas.

Cuando llegan, un capellán está bendiciendo la carne y Boni, lleno de sangre hasta las cejas, bebe agua y se lava las manos en un cubo. Un escribano y un caballero a cuyo cargo está la carne vigilan que el despiece y el reparto sean los adecuados. El suelo ha sido barrido antes y la carne está dispuesta sobre retama verde para que todo se haga con limpieza. Primero se aparta la mayor parte para los pobres que acudan a la ermita que también les abastecerá ese día de pan y vino. Otra porción abundante irá a los hospitales y se repartirá el resto entre los monasterios, el cabildo, el clero y el concejo. Si todavía sobra se dará a los vecinos que lo pidan distribuyéndose en borricos por las calles.

– Corred a llevar estos dos serones al convento de San Agustín, ya he dicho yo a fray Basilio de Alcaudete que se porte bien con vosotros- ordena Boni a los chicos.

Diego coge un asa con cada mano y sus compañeros las otras dos y pasando junto al alcázar llegan al monasterio donde obtienen una perrunilla por traer la carne bendecida que se ha toreado en honor de la Virgen. Los tres devoran su premio en un momento y en el camino se cruzan con parejas de hombres con pollinos que reparten porciones a los vecinos por las calles sin que ningún pobre de la villa quede sin su ración. Muchos incluso piensan que la carne de los toros curará sus calenturas, que son muchos los que en la villa las padecen por estar el río muy detenido con las presas de los molinos.

SE ACABÓ LA FIESTA

Habían transcurrido dos semanas de fiesta y el cansancio hacía ya mella hasta en la exultante juventud de Diego. Hoy es Domingo de Mondas, la última jornada, ya pasaron los toros y será un día religioso de procesiones y resaca festiva. Un día en el que el tamborino va a desfilar redoblando su tambor delante de la comitiva de la tradicional procesión del pendón de Santiago y no va a poder por ello disfrutar toda la jornada junto a Mariana. Pero esta mañana irán juntos a ver la monda de la Colegial. Por primera vez van a estar solos, sin la compañía de Agustín y su primo el cebollano.

Mariana vive junto al río y hacia allí se dirige Diego con la emoción del adolescente que se adentra en la misteriosa selva del conocimiento del otro sexo. Al pasar junto al cementerio de San Clemente se detiene junto a un boquete de la muralla desde el que se pueden ver dos barcazas con armas y pertrechos que descienden río abajo hacia Portugal  custodiadas por una guarnición de soldados. En otras ocasiones se ha acercado al Tajo con otros chicos del barrio para observar las complicadas maniobras de los marineros de agua dulce cuando intentan descender la presa de los molinos de Abajo.

Mariana le espera sentada en un tajo de corcho a la puerta de su casa mientras se entretiene hilando lino. Cuando ve al muchacho deja en un cesto la rueca y corre a su encuentro. Juntos se dirigen hacia la plaza del Pan donde empiezan a llegar los caballeros vestidos con sus libreas y las damas con sus más elegantes vestiduras. Desde hace ya algunos años la monda de la Iglesia Mayor no se lleva el sábado a la ermita, sino que es el domingo por la mañana cuando se baila y es ofrecida por la nobleza con el concurso de toda la villa que no quiere perderse la ceremonia más lujosa de todas las fiestas.

La monda se encuentra en el interior del templo, es de madera con forma de custodia ochavada y en su interior se ven las dos imágenes pequeñas de los Desposados a quien se dedican estas fiestas.

– Mira que lindo va San José vestido con la librea de los caballeros talaveranos- dice el tamborino a su compañera.

– Es cierto, pero también lucen bien galanes todos los señores caballeros con sus libreas blancas y azules. Hasta el menos diestro bailará hoy la monda de Nuestra Señora pero la verdad es que cuando danzan a su alrededor, por más empeño que ponen algunos de ellos, no dejan de parecer gallinas alborotadas por el zorro, aunque lo hagan con mucha gravedad- respondió Mariana.

Azulejería de J Arroyo 1970 que representa a los niños acompañando el carrito de Mondas

El espectáculo no deja de ser curioso pues se baila sin música, ni siquiera de tamborinos. Los más ricos hombres de la villa dan vueltas sin concierto alrededor de la monda, lanzando vivas a los Desposados y a la Virgen del Prado. Las gentes humildes de Talavera sienten verdadera curiosidad por contemplar los movimientos a veces un poco ridículos de los más poderosos. Apenas pueden contener la risa al ver a don Agustín Suárez de Carvajal mover sus muchas arrobas de peso embutidas en su lujosa librea, o a don Beltrán de Meneses bailando con su hermosa mujer que no hace sino mirar descaradamente a don Gonzalo de Loaysa, con el que toda la villa sabe que se reúne para yacer en una huerta cercana al Prado del Arca. Todos comentan el embarazo de doña Blanca de Ayala que se ha casado demasiado rápidamente con don Miguel de Bazán. El pueblo disfruta con las debilidades de aquellos que durante el resto del año les harán sudar sobre los surcos.

Aunque el baile de la monda se ha hecho sin música, las chirimías, las trompetas, los atabales y los musicantores se van situando junto al Hospital de la Misericordia para comenzar la procesión con toda la pompa que requiere el alarde de los poderosos. Los caballeros van con sus velas de dos en dos y, detrás, es llevada la monda por cuatro clerizones sobre andas doradas con el deán de la Colegial acompañado de todos los curas y beneficiados. Después desfilan el corregidor y casi todos los vecinos de la villa. Al llegar el cortejo al convento de San Francisco les esperan los frailes con la cruz y un altar bien aderezado de flores y tapices. Es tanta la concurrencia que cuando la multitud está todavía en la plaza del Comercio, la cabecera de la procesión sale ya por la Puerta de Toledo.

La ermita está a rebosar y mucha gente debe permanecer fuera del templo durante la ceremonia. Los caballeros ofrecen sus velas al capellán y comienza el sermón para el que se ha traído a un clérigo muy afamado predicador de la Universidad de Alcalá. Habla de las grandezas de la villa y de la nobleza de sus caballeros, de la antigüedad y de la fama de la fiesta y de la devoción de los talaveranos por la Virgen del Prado.

Todos se llenan de júbilo cuando, al acabar la misa, varios hombres comienzan a salir de la sacristía con unos costales bordados con el símbolo de María en el que se han guardado cientos de panecillos. Todo el mundo espera recibir el suyo, marcado con un sello en el que aparece la Virgen con el Niño, esperando sus beneficios protectores igual que los gentiles los esperaban de las cenizas de los toros sacrificados a los dioses paganos. Hasta veinte fanegas de panecillos se lanzan al pueblo desde una ventana de la iglesia.

Todos vuelven en procesión a la Iglesia Mayor para después ir a comer a sus casas, donde desde el más pobre al más rico ha preparado lo mejor que tiene para alegrar el estómago en día tan señalado. Diego y Mariana se retrasan en llegar porque el tamborino quiere quedarse en la capilla bautismal. Allí se reunirán todos los jóvenes nobles para repartirse en las cuadrillas que por la tarde pelearán en los juegos de cañas. Cómo le gustaría a ser uno de ellos.

– Si yo pudiera jugar a cañas llevaría en mi adarga grabada tu inicial y tú me darías un pañuelo que anudaría en mi manga sarracena para que todos vieran que eres mi dama- dijo tímido el tamborino.

– Yo labraría el mejor de los bordados en ese pañuelo, que ni las labranderas de Lagartera lo harían mejor- contestó ruborizada Mariana.

– Tú me verías desde el tablado salir con mi cuadrilla seguido de los lacayos llevando los cestos de las cañas. Tocarían los atabales y yo rompería en astillas cien cañas contra mi enemigo haciendo que después se inclinara mi caballo delante de ti.

– Anda calla y vamos a comer, que si llego tarde no permitirá mi madre que vaya a verte a la procesión del pendón de Santiago.

Después de vísperas el redoble enloquecido de las campanas de Santiago llama a los caballeros para que acudan de librea y a caballo a recibir el pendón de la iglesia del patrón de España. Allí esperan los parroquianos con el cura que se lo entrega a los jinetes para que lo lleven en procesión a la ermita. Diego con su tamborino abre la comitiva que va recorriendo la villa. Va por la calle de Mesones hasta la plaza, baja la Corredera y pasa delante del Salvador de los Caballeros saliendo por la puerta de la Miel. Recorre el camino junto a La Portiña donde las gentes humildes de los arrabales salen de sus casas para ver el cortejo. Entre ellos está Mariana que sonríe orgullosa al ver pasar a Diego. Entran por la puerta de Mérida y por San Pedro van a la puerta de Toledo y de allí a la ermita, y cuando van pasando por las torres y las puertas de la muralla, por los palacios y por las iglesias, Diego comprende porqué el predicador hablaba de las grandezas de Talavera de la Reina, de su antigüedad, de su nobleza y de su abundancia en todo género de frutos, de su virtud, de sus letras y de sus armas. Diego se siente un talaverano al que invade la ansiedad por degustar todo lo hermoso que le pueda ofrecer la vida a sus quince años.

Miguel Méndez-Cabeza Fuentes

Año 2000

EL TAMBORINO DE MONDAS (2)

Desfile de Mondas Desfile de Mondas

EL TAMBORINO DE MONDAS

2ª PARTE

Novela corta en la que se desarrolla durante la celebración de la milenaria fiesta de Las Mondas en el siglo XVI. Fue el cuadernillo de Mondas editado en 2000    

¡YA LLEGAN LOS TOROS!

Sobre el empedrado de la calle de San Sebastián corretean dos chiquillos con sus caballos de caña jugando a toreros. Utilizan otra caña por garrocha mientras uno de ellos, armado con dos enormes cuernos de vaca, hace de novillo. Durante estos días todos los niños de Talavera no se entretienen con otra cosa

El tamborino y su amigo toman sus tirachinas y corren siguiendo el arroyo de La Portiña hasta llegar a la Puerta de Mérida. Se dirigen hacia la Iglesia Mayor y, al desembocar en la plaza, Diego observa sorprendido cómo su amigo Agustín salta hacia uno de los portalones tocándolo con la palma de la mano mientras se santigua.

– ¿Qué haces?- dice el tamborino.

– ¿Has visto esos hombres clavando los tablones de la talanquera que habrá de evitar la huida de los toros que se corran mañana en la plaza?.

– Sí, y también he visto que tropezaste con uno de ellos.

– Pues es el verdugo, que tiene por obligación cerrar esa calle para la fiesta de toros y haberle rozado no es motivo de buenos augurios, por eso he tocado madera.

Van saltando vallados y talanqueras en todas las calles por donde habrán de correrse los toros, desde la plaza del Pan hasta la ermita. Por todas las plazuelas de las parroquias se amontonan los tablones y los troncos que formarán los cosos donde se lidiarán veintidós toros en los días siguientes.

Los muchachos siguen la orilla del río y se detienen a observar con curiosidad cómo los pescadores descargan una barca repleta de barbos y anguilas mientras sus mujeres remiendan y cuelgan las redes en Los Arenales. Diego se acerca a una muchacha de trenzas y ojos verdes que está hablando con una de las hijas de los pescadores. Es la muchacha que le había sonreído el día del desfile de los gallegos y la saluda:

-¡Hola Mariana!¿ Dónde vas?.

– A llevar el almuerzo a mi padre que está echando unos jornales en la dehesa de Palomarejos.

– Vente con nosotros y veremos llegar a los vaqueros con los toros de Las Mondas, que muchos vienen de Guadarrama por la cañada.

– Pero a mí me dan miedo.

– ¡Bah!. No temas, vienes con nosotros- dice Diego muy gallito mientras la muchacha se sonroja.

– ¡Vale! Pero los veremos desde lejos.

Los tres muchachos están cogiendo nidos y lanzando piedras a las carpas que asoman la boca debajo de los álamos de las orillas del Tajo. Más tarde, comienzan a esconderse entre las atarfas que forman un laberinto de túneles y pasadizos entre su ramaje tupido. Diego se ve de pronto solo con la muchacha, sintiendo cerca su aliento y queda embobado mirando a la arena cuando nota que Mariana le ha dado un beso en la mejilla. Después,  echa a correr turbado hacia los fresnos donde espera su amigo.

Ya se pueden escuchar los gritos de los vaqueros desde El Alamón, dicen que es el álamo más grande de todo el reino y bajo sus ramas se puede ver hoy descansando a un grupo de toros rodeados por los ganaderos a caballo con sus garrochas. Otra vacada se acerca desde el puente de Alberche y, como uno de los sementales es muy arisco, para evitar enfrentamientos que puedan causar heridas al ganado, el mayoral del primer grupo da la orden de continuar la marcha. Desde las alamedas cercanas los tres muchachos van corriendo detrás de los animales. Después de dejar el gazpacho y un poco de pan con tasajo a su padre, la mocita sigue con sus amigos hasta Talavera.

Es la muchacha que le había sonreído... Es la muchacha que le había sonreído…

Cuando llegan a los prados y arboledas que rodean a la ermita les sorprende el espectáculo. Más de cien toros bravos pastan y beben a las orillas del arroyo de Papacochinos. Mariana deja escapar un grito apagado de temor echándose hacia atrás, pero el tamborino, tomándola del brazo, la lleva junto a la plaza de la ermita. Detrás de unas gavillas de paja hay un boquete por donde se puede subir al sobrado del hospital.

– Desde aquí lo veremos mejor- dice subiéndola hacia el caballete del tejado donde se acomodan.

Un vaquero, queriendo demostrar su destreza, pica a uno de los toros de otro mayoral que, a su vez, hace lo mismo con el del vecino. El revuelo que se arma es grande cuando los toros comienzan a correr de un lado para otro y se acercan peligrosamente. Los curiosos emprenden una huida desordenada causando el regocijo de los presentes. Un tratante de ganados que ha venido  acompañando al canónigo torero comenta:

– Miren vuesas mercedes si es santa esta fiesta que he conocido yo otro jueves de Mondas en que un pobre que aquí se hallaba pidiendo limosna muy cargado de muletas y de vendas en las piernas, viendo venir un toro, corrió más que un gamo hasta ponerse en salvo, en que se conocerá cuan santos son los toros que se corren en esta fiesta, pues hasta hacen milagros.

Desde La Jara van llegando también otros toros que cruzan el río. En lo alto de las murallas las gentes gritan y llaman al ganado que remolonea para cruzar el puente. A veces los animales se vuelven y entran en el río pasando los vaqueros no pocos trabajos para sacarlos. Uno de ellos cae al agua al dar su yegua un traspié y sale con su sombrero adornado de ovas y espadañas entre las burlas del público.

Diego señala a Mariana hacia la ermita de San Joaquín por donde ya aparece la comitiva del Regidor Torero con la llave de los toriles colgada del cuello. Se acerca para unirse al Canónigo Torero y escoger juntos las reses. Los vaqueros, al enterarse de su venida, comienzan a picar a los animales que se revuelven inquietos. Al llegar el cortejo los mayorales saludan a las autoridades inclinando la cabeza, bajando las garrochas y haciendo que sus monturas doblen las rodillas.

La comitiva va desfilando delante de los toros comentando y señalando:

– Ese cárdeno. No, parece que cojea. Mire vuesa merced aquel abrochado de cuerna que parece bueno.

-Muy acoceador se le ve, dejémosle. Mejor aquel ojinegro.

Pasan lentamente delante del ganado mientras ordenan al escribano que vaya tomando nota de las cabezas que van eligiendo. Entre sus legajos lleva anotadas las cantidades con las que han colaborado las aldeas para comprar el ganado. Mientras se desarrolla la elección, el público hace en voz alta sus comentarios, aprobando o condenando la elección.

Diego explica a su compañera cogiendo tímidamente su mano que al día siguiente, bien de mañana, la compra se hará definitiva y sólo entonces, cuando se hayan comprado los toros que se torearán en la Iglesia Mayor, podrán las parroquias escoger los suyos.

– Mira lo que tengo- dice la muchacha mientras saca un pañuelo con unas rosquillas- Comeremos algo y podremos quedarnos aquí para ver esta tarde el desfile y las carreras de los caballeros, no hallaremos mejor lugar.

En efecto, los dos pisos de la plaza de la ermita comienzan a llenarse de gentes elegantes, casi todos son damas y ricoshombres que han vestido sus mejores libreas para acudir a ver cómo se corren los dos primeros toros de Mondas, los del jueves por la tarde, que engolosinarán a una población que no hablará de otra cosa durante días.

Diego mira los tobillos de Mariana que asoman bajo el guardapiés y siente algo parecido al calor que le sube a la cabeza cuando su tío Boni le hace beber entre bromas algún sorbo del aguardiente que él mismo destila. La moza mira como distraída a las palomas de la ermita mientras esperan que empiece la función.

Comienza a sonar en la lejanía una música de atabales, trompetas y chirimías. Un cortejo de gente a caballo con el Alguacil Mayor y sus ministros al frente llegan con el Corregidor y entran en la plaza con mucha pompa y andar ceremonioso. El público prorrumpe en una gran ovación. La comitiva vuelve a salir de la plaza y los caballeros regresan a la carrera dando dos vueltas al ruedo. Vuelven a salir y entran nuevamente al galope de dos en dos dando otras dos vueltas entre el delirio de la multitud. Acaba de comenzar la Fiesta de Toros

DE PLAZA EN PLAZA, DE CALLE EN CALLE

Diego tenía la retina llena de imágenes: Mariana corriendo después de darle un beso bajo los tarayes, los toros peleándose entre los álamos, Mariana y él de la mano subidos en el tejado del Hospital de la ermita, las garrochas y las yeguas de los mayorales; todo se mezclaba en su cerebro que se despertaba en un viernes de Mondas. Por eso, su primer impulso fue buscar esa mañana a su amigo Agustín para volver junto a la ermita, donde los toros elegidos el jueves esperaban la ceremonia de la compra y apartado. Además así, a lo mejor, podía hacerse el encontradizo con Mariana.

Cuando pasaban los dos  por el convento de San Francisco vieron salir de su iglesia a un grupo de campesinos que en medio llevaban una monda. Al frente iban dos jinetes montados sobre magníficos caballos negros y seis mozas cantando, bailando y dando vivas a la Virgen del Prado. Al pasar junto a la comitiva, Agustín se acercó a uno de los muchachos que iban tocando las chirimías y le dijo:

– ¿Primo Joaquín que haces en mi pueblo con esos vestidos de damisela?

– ¡Agustín! ¡Qué alegría! Voy a quedarme dos días en Las Mondas y deberás cumplir lo que me prometiste en la ermita de San Illán, cuando llevasteis a ese pariente vuestro creyendo que le había mordido un zorro rabioso, pues me aseguraste, y no habrás de olvidarlo, que en las próximas Mondas vería los toros contigo desde el balcón de tu casa.

– Antes me cortaré una oreja que no cumplirlo primo. Pero dime donde vas tan galán.

– Sabes que los vecinos de Cebolla somos vasallos de los Condes de Oropesa que heredaron su señorío de los Ayala. Los antepasados de tan nobles señores están sepultados en su capilla de la Iglesia Mayor donde llevamos esta monda como es costumbre antigua, allí la custodiaremos hasta que esta tarde la vayamos a ofrecer a vuestra hermosa ermita de El Prado. Antes nos habrá dado un convite nuestro señor en sus casas de Talavera, que es cosa de ver como nos agasaja y el baile y el regocijo que en su palacio formamos los de Cebolla.

– Pues cumpliré lo prometido y mañana verás los toros desde el balcón de mi casa. Mis padres son los campaneros de la Iglesia Mayor y ni los duques ni los marqueses tendrán mejor asiento.

Los muchachos se despidieron y siguieron su camino hacia El Prado, donde los toros esperaban el encierro. La mitad de los animales que debían ser toreados junto a la iglesia de Santa María recorrerían las calles que ya estaban bien cerradas con talanqueras y empalizadas. Una multitud se dirigía hacia el arranque de la carrera donde más de doscientos jinetes aguardaban vestidos de colores vistosos y con los caballos enjaezados. Desde los más gentileshombres con sus corceles hasta los más sencillos ganaderos que habían traído sus caballos y yeguas de faena para participar en la fiesta, todos se lucían ufanos y alegres por las calles. Causando la risa de la concurrencia apareció dando trompicones, montado en una burranca flaca y llena de esparabanes, un borrachín que hacía burla de los elegantes caballeros. Las dehesas y alijares de Talavera se quedaban estos días desiertos de vaqueros, pastores, rabadanes y mayorales que limpiaban  sus caballerías y las adornaban con  ramos dibujados con las tijeras de los mejores esquiladores, haciendo con sus crines y sus colas trenzas y moños llenos de lazos y de cintas de colores.

El escribano que hacía de maestro de ceremonias dio la salida cuando se lo indicaron el Canónigo Torero y el Regidor y, saltando chispas del empedrado de las calles, fueron los jinetes recorriendo toda la carrera con los balcones abarrotados de gente, sobre todo mujeres que ese día habían sacado las mejores telas, terciopelos y damascos para aderezar las ventanas. Los palacios y las casonas lucían banderas y gallardetes con las armas de sus dueños y las casas más humildes habían sido blanqueadas.

El tamborino y sus amigos miraban a través de los palos el paso de los toros cerca del palacio de los Duque de Estrada, observando la maraña que formaban las patas de los  caballos, las de los toros y las garrochas que avanzaban en acelerada confusión. Pero  uno de los jinetes se volvió para saludar a sus hermanas en una ventana y el caballo giró provocando que su vara larga se atravesara entre los dos muros de la callejuela. Solamente faltaba un toro por pasar pero, saltando sobre el montón de caballos caídos, pasó por encima  de la talanquera saliendo libre hacia la plaza del Teatro donde bailaban y bebían algunos despistados. Diego miró hacia atrás y vio horrorizado cómo Mariana venía con una cesta de ropa desde el convento de San Benito, el toro cogió a un mozo ya cargado de vino y lo volteó en el aire rasgando sus calzas y dejándole inconsciente en el suelo. Mientras tanto, Diego había llegado junto a Mariana que permanecía inmóvil, aterrada frente al toro delante del tenderete de un buhonero. El muchacho se colocó de un brinco a su lado y, tomando el cesto de ropa, lo lanzó contra la cabeza del astado que enredó sus cuernos con la sotana del capellán del convento mientras Diego y Mariana se refugiaban debajo de un carro. La sotana se movía con las embestidas del toro como si fuera un pelele causando las risas de la gente. Tres hombres sacaron una gruesa soga de los corrales del palacio arzobispal y con ella enmaromaron al animal conduciéndolo hasta la empalizada que se montaba todos los años para encerrar a los toros junto a la torre de la Iglesia Mayor.

Los dos jóvenes salieron de debajo del carro con un susto de muerte. Todos los presentes felicitaban a Diego por su valentía y él recibía ruborizado los manotazos de los avinados espectadores. Mariana miraba espantada hacia donde el hombre corneado comenzaba a recuperarse, aunque parecía tener un brazo quebrado. Cuando quedaron solos se acercó a su enamorado compañero y con la mirada llorosa le dio las gracias para después  desaparecer corriendo entre el gentío. Agustín felicitó a su heroico amigo y juntos se fueron a comer.

La calle de Zapaterías comenzaba a llenarse de caballeros vestidos de gala para las carreras que en su travesía se hacen los viernes de Mondas antes del encierro de los toros de las parroquias. Las damas también vestían de diferentes colores y paseaban coquetas recibiendo los requiebros de los talaveranos y de los muchos forasteros que habían llegado a la fiesta de este año.

En una esquina, un ciego declamaba unos versos animado por el sonido de los relinchos y el de los cascos de los cientos de jinetes que se exhibían entre la plaza del Comercio y el convento de San Francisco.

Más de mil puestos jinetes

diestramente enjaezados

muy grande unión de centauros

Las Mondas van celebrando

que son de la Europa el pasmo

que a Castilla han asombrado

Toros, danzas, devoción

¡Gloria a la Virgen del Prado!

Después de zamparse una bien guisada perdiz de las que había traído su tío Boni, el tamborino y su amigo se dirigen hacía la Puerta de Toledo. Junto a ella se ha montado el corral donde se encierran los toros que habrán de torearse en las parroquias. Algunos de los curiosos reconocen al joven héroe de la mañana y lo señalan con el dedo.

– ¿Has visto? – dice Agustín- todos te miran.

– ¡Anda bolo! Vamos a San Clemente que allí se torea el primero, tomemos un buen lugar para verlo –responde Diego avergonzado por los halagos.

El camino se hizo difícil por las carreras de los encierros y las empalizadas que dificultan el paso, ya que desde este corral se empiezan a correr por las calles los cuatro toros de la parroquia de San Salvador, los tres de Santa Leocadia, los dos de Santiago, el de San Miguel y el de San Clemente. Junto a los toriles, dos caballeros toman un refresco traído por sus criados y comentan:

– Habrá visto su merced que todo es alboroto y confusión pues llevan a los toros por muchas calles y, aunque se pone cuidado en cerrar con talanqueras y barreras las bocacalles, se escapan algunos animales y, seguidos de los jinetes, se extienden por toda la villa y no hay lugar seguro ni de toros ni de caballos. Todo el mundo anda con recelo y cuidado pero no basta, porque los más compuestos y aún las damas de más alcurnia se hallan obligadas de perder su gravedad.

El que habla es el marqués de Velada, noble muy aficionado de los toros que ha invitado al caballerizo del rey para venir a Talavera y conocer fiestas tan famosas.

Los dos muchachos han llegado a la plaza de San Clemente que está adornada a la entrada con dos grandes gavillas de varas de fresno de las utilizadas por los vareadores en su oficio. Son ellos los que pagan el toro de esta iglesia junto con los vendimiadores, que a su vez han amontonado muchas cargas de sarmientos para hacer una gran hoguera después de que muera el toro. Echan una mano en los preparativos los recogedores de espárragos y criadillas, y los que venden yerba verde, que por ser este toro también suyo es siempre el mejor alimentado y el más lustroso de Las Mondas.

Uno de los jinetes montados a la brida... Uno de los jinetes montados a la brida…

TALAVERA ES UN COSO

El toro de San Clemente se desangraba rodeado de los mozos del barrio que le daban puntapiés. Un hombre tuerto vestido de harapos, uno de los pobres que piden limosna a la puerta de esta parroquia, le ha partido la cerviz casi hasta descabezarle tras haberle distraído moviendo sus andrajos. Al caer el animal por los suelos, todos los menesterosos de la villa irrumpen en un grito de júbilo. Este toro lo han pagado también ellos pues ni siquiera las clases más miserables quieren dejar de participar en la fiesta de toros que se hace en honor de la Virgen del Prado, colaborando cada uno según sus escasos bienes en la compra del animal y, aunque su contribución sea humilde, son más de cuatrocientos los indigentes que sienten como algo suyo el toro de los vareadores de San Clemente.

– Vamos corriendo a la plaza de San Miguel y así llegaremos a tiempo de ver salir el toro de los podadores, que también le corren a pie- dice apresurado Agustín a su amigo Diego.

Los muchachos corren atropellando a las gentes que en riada humana se dirigen hacia las parroquias de los arrabales nuevos. Todos van bebiendo y comentando a gritos los peligros de la lidia y los revolcones que han sufrido los más atrevidos.

Cuando llegan, los dos muchachos consiguen subirse a un carro y ven sorprendidos cómo uno de los criados del corregidor que había luchado en Flandes ha soltado a tres alanos que se trajo de allí. Los perros de presa se lanzan sobre el toro que de una sola cornada destroza el vientre de uno de ellos, otro ha hecho presa en una oreja y se balancea sin soltarse con los movimientos violentos de la cabeza del astado mientras el tercer perro intenta morderle en el morro. Muchos de los espectadores protestan porque prefieren ver la destreza de alguno de los toreros ventureros o de los mozos del lugar que esperan con las capas colgadas del brazo para lucirse delante de sus novias.

Antes de que los alanos y los matatoros de ventura acaben con el pobre animal, Diego y Agustín se marchan a toda prisa hacia la plaza de Santiago donde se correrán a caballo otros dos toros. Tres caballeros con librea juegan con sus lanzas y sus quiebros con el animal que ha sido criado en el Soto del Piul, una ganadería de Talavera conocida en toda España porque sus reses bravas acometen a los caballos con tanta o más fuerza que los toros criados en el Jarama. Uno de los jinetes montados a la brida, recto sobre su montura, en pie sobre los estribos, indica a uno de sus pajes que le ponga en suerte al toro en el otro extremo de la plaza para esperarle en su acometida y ejecutar mejor la lanzada a caballo. Los toreros de a pie ayudan y le llevan con sus capas hacia el lado del coso donde los vecinos se aprietan casi en tumulto citando y provocando al animal. Con un gesto de su lanza el caballero llama al toro mientras brillan las sedas de su librea al sol rojo del atardecer que entra por la calle de San Sebastián. Cuando los cuernos casi parece que van a clavarse en el cuello del caballo, un tirón brusco de las bridas hace que la montura gire hacia un lado mientras la lanza se clava entre las costillas del toro. Una multitud se abalanza aplaudiendo y gritando mientras cae el animal salpicándolo todo de arena y coágulos de sangre en un mugido sordo de agonía.

Poco después se abre el corralillo y aparece un semental magnífico. Todo el mundo sabe que un cazador se ha ofrecido para esperar al toro e intentar matarlo con una lanzada de a pie. La posibilidad de ver sangre humana y el espectáculo que promete el lance consiguen que la gente permanezca en silencio y que, por una vez, se desaloje la arena de la muchedumbre que no se resigna a quedarse sentada en los carros o sobre el graderío. El caos y el tumulto dentro de todas las plazas son absolutos.

Diego no sale de su asombro cuando observa que el cazador que va a ejecutar suerte tan arriesgada es nada menos que su tío Boni, sus compañeros cazadores le han animado para que haga una demostración de su valor con el toro que han pagado todos ellos. Pero Diego se siente seguro del éxito del hermano de su madre que caza las palomas con cimbel, que pone sus lazos y losas sin que haya conejo, liebre o perdiz que se resista o que dispara su ballesta con precisión contra las grullas, pero que también caza venados de cuernas gigantescas y tiene el cuerpo marcado por los colmillos de los jabalíes y las zarpas de los osos de La Jara. Sabe que un toro, por muy bravo que sea, no hará daño a su tío Boni que en ese momento espera con una rodilla en tierra la acometida.  El animal sale bufando y sin detenerse a mirar al torero arremete contra una talanquera de la que saltan astillas. El hombre le llama otra vez mientras gira de un salto colocándose enfrente de su cara, justo en el momento en que el toro arranca hacia él. Espera sujetando con fuerza su lanza mientras cruza una mirada fiera y sostenida con la bestia que no se da cuenta de que el hierro penetra desde su pecho hasta los cuartos traseros. El hombre se echa a un lado mientras el toro cae fulminado a sus pies entre el griterío y los aplausos de toda la plaza que comienza a lanzar objetos y prendas de sus vestidos mientras suenan los atabales. El cazador se acerca a las gradas y llama a su sobrino que coge el tambor de uno de sus compañeros tamborinos de Santiago y desfila con el héroe por toda la plaza redoblando con una sonrisa de oreja a oreja. Su amigo Agustín va detrás recogiendo los pañuelos y las flores que lanzan las damas.

En la tarde del viernes de Mondas la villa entera es un coso taurino pues en todas las plazas de las parroquias se corren toros. Un aficionado que se dé prisa puede asistir a la lidia de once toros. Diego tiene que apresurarse para llegar a la plaza de Santa Leocadia y poder así disfrutar del primero de sus tres astados, el toro que va a ser embolado y que derribará y volteará por los aires a todo aquel que se le acerque entre las risas del público. En un descuido, fray Anastasio de Garvín, el jerónimo gordo, mujeriego y jugador que regenta el lagar del convento, ha sido empitonado quedando colgado por el cíngulo de los cuernos y gritando como un energúmeno mientras un espectador comenta:

– Miren vuesas mercedes que fray Anastasio va a morir por do más pecado había, que los cuernos con que ha coronado a Rufino el zapatero van a acabar con su vida, si es que el toro no se desnuca por colgar tanto peso de su cabeza.

El fraile cae al suelo acompañado de una risotada general cuando es pateado por el toro mientras maldice a diestro y siniestro. Una de las reses de Santa Leocadia es pagada por los fruteros que, bien provistos de las frutas podridas que han ido guardando estos días en sus tenderetes de la corredera, comienzan una guerra de tomates, gamboas y naranjas que tienen al frailón como principal objetivo de sus lanzamientos haciéndole huir mientras de su boca salen sapos y culebras. Después de la frutal batalla se corren a caballo el toro de los cavadores y el de los leñadores quedando muy satisfechos los espectadores por la faena de dos torerillos ventureros aragoneses. La muchedumbre se dirige después en avalancha por la plaza del Comercio hacia la plaza de El Salvador donde se habrán de torear otros cuatro animales.

Los tejedores han adornado la plaza con los productos de sus telares, desde los modestos lienzos labrados hasta los más lujosos damascos y tafetanes. Todos los artesanos han colaborado para que los balcones y los carros que forman la plaza luzcan con sus más hermosos tejidos. La plaza es de las mejor formadas porque otro de los toros lo pagan los quinteros y los carreteros que han traído sus mejores carros. Los pellejeros han colocado en el centro dos pellejos llenos de agua colgados de un palo que serán destrozados a cornadas por los toros después de acometerlos haciéndoles girar. En una de las esquinas se han reunido muy serios y ceremoniosos los justicias y escribanos con sus criados esperando que salga el toro que han costeado. Al otro lado, se oye el bullicio de los mesoneros que se pasan de uno a otro las longanizas y el vino, convidando, aunque sólo sea por esta vez, a los espectadores cercanos y, como es hora ya de merendar, toda la plaza comienza a sacar sus cestas y a compartir sus viandas, su apetito y su alegría.

Sale el primer toro y comienza a girar por el ruedo mientras algunos intentan llegar a él con sus lanzadas desde los burladeros, hasta que, al llegar junto al palco donde se sitúa la familia de los Meneses, una joven dama toma su lanza corta adornada de cintas y filigranas y, con una destreza que levanta la exclamación del público, atraviesa el cuello del toro que apenas puede dar unos pasos cuando cae al suelo entre espasmos y vomitando sangre.

Como el toro es el de los quinteros se saca de la plaza con un tiro de seis de sus mejores mulas llenas de cascabeles y campanillas que, antes de hacer el arrastre, dan varias vueltas al ruedo haciendo a las órdenes de su amo figuras y maniobras con una sincronización perfecta.

Los toros quedaron colgando y oreándose... Los toros quedaron colgando y oreándose…

El toro de los mesoneros apenas puede moverse en el ruedo por el concurso de gentes que, entusiasmadas por el vino y por toda una larga tarde de toros, se sienten animados a ponerse delante de los cuernos. Un berrendo sale y sin encomendarse a nadie arremete contra el bulto matando a un barbero que no puede refugiarse debajo de un carro por el gentío que intenta ocultarse allí. Sus amigos, la madre del infortunado y el resto de los barberos, que también colaboran en la compra del toro de mesoneros, se retiran con el cuerpo casi tímidamente. Saben que la fiesta debe continuar, que aunque otros años han perecido algunas personas por las astas afiladas, la Fiesta de Toros más famosa de Castilla no puede interrumpirse.

Pero también los toros mueren, los once de las parroquias, más otro que ha pagado don Fernando Loaysa y que él mismo ha matado, se llevarán juntos cerca de la ermita para ser allí colgados y desollados.

Diego y Agustín no pueden más, el cansancio y el sueño casi les impiden dar un paso, pero aún así van corriendo a su parroquia para preparar la monda que se ofrecerá al día siguiente a la Virgen del Prado.