INGE MORATH, LA ESPOSA DE ARTHUR MILLER QUE FOTOGRAFIÓ UNA BODA EN NAVALCÁN
En un artículo reciente de Manuel Hidalgo en El Mundo sobre la fotógrafa Inge Morath se pone en valor su figura pero no se hace referencia a la maravillosa colección de fotos que tienen por tema una boda en Navalcán a mediados de los años 50.
Traemos aquí algunas de esas fotos y artículos en los que se describe el homenaje que se hizo en el pueblo a la fotógrafa con la visita de dos Nobel de literatura a este pueblo de nuestra comarca.
MANUEL HIDALGO
«La fiesta más perfecta». Eso dijo Inge Morath sobre los Sanfermines. La fotógrafa estuvo en Pamplona, por primera vez, en 1954, en compañía del editor Robert Delpire y la escritora Dominique Aubier, ambos franceses, y el resultado de su estancia fue Guerre à la tristesse (1955).
Guerra a la tristeza. No es una mala definición de las fiestas pamplonesas, por entonces cuajadas de curas con tejas, monjas con hábito, aldeanos con boina y gitanas con niños. Y paisanos de andar errático. Y toros, claro. Y el torero Antonio Ordóñez, vistiéndose para matar. El libro, como tal, nunca se publicó en España, pero Lola Garrido, coleccionista de fotografías y amiga personal de Morath, hizo una edición y una exposición en Pamplona en 1997, que contó con la presencia de la artista austríaca, muy apreciada en la ciudad, que hasta le ha dado una calle.
Morath ya había estado en España años antes, acompañando a Henri Cartier-Bresson, de quien fue asistente. Recorrió varias regiones e hizo, sobre todo, muchas fotos de mujeres del campo. Todavía no era miembro de pleno derecho -y primera mujer- de la Agencia Magnum, donde empezó, en París, haciendo tareas de secretariado y producción a iniciativa de Robert Capa.
Morath comenzó a hacer fotos con intención en 1951, durante un viaje a Venecia. Antes se había dedicado al periodismo escrito. Y nunca dejó de escribir. La exposición de Fundación Telefónica de Madrid recoge el trabajo de su viaje, antes de ir a Pamplona, a lo largo del Danubio, fotografías de signo documental y hálito poético, contrastadas en un nuevo viaje -tantos años y cambios después- en 1993.
Ingeborg Morath nació en 1923 en Graz (Austria), y tuvo una infancia peregrina -por la profesión de científicos, vinculados a empresas y laboratorios, de sus padres- hasta que, más o menos, volvió a Berlín en 1938. Estudió Filología Románica, siguió viajando, aprendió un montón de idiomas y sufrió los avatares del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial -huida como refugiada- hasta instalarse en Viena y encontrarse con el periodismo y la literatura. Fue amiga, en ese momento, de otra Ingeborg, Bachmann, la poetisa, amante que fue, nada menos, de Paul Celan,Max Frisch y -creo- Thomas Bernhard.
Morath -que había aprendido mucho con el fotógrafo y también pintor austríacoErnst Haas– completó su formación en Londres en la agencia de Simon Guttman, paso decisivo para entrar en Magnum, de nuevo en París, con todas las bendiciones, regularizar sus viajes profesionales y publicar sus reportajes en Life,Vogue, París-Match y tantas revistas. En los años británicos, tuvo un primer matrimonio con el periodista Lionel Birch e hizo amistad con John Huston.
Acogida por este cineasta, trabajó en los rodajes de Moulin Rouge (1952) y Los que no perdonan (1960), camino que le llevaría a Nevada, a la filmación de Vidas rebeldes (1962), en la que Magnum colocó en exclusiva a nueve de sus fotógrafos, dispuestos a no perderse un gesto de tres estrellas rutilantes que enfilaban su recta final: Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift.
En ese rodaje estaba el dramaturgo Arthur Miller, guionista de la película y marido de Marilyn, que, por supuesto, ya era una celebridad mundial después deMuerte de un viajante, Las brujas de Salem y Panorama desde el puente.
La relación entre Miller y Marilyn estaba virtualmente rota, y el escritor y la fotógrafa iniciaron un romance que, tras el divorcio de M y M, les llevó a casarse inmediatamente. Primero nació su hija, Rebecca Miller, que es una importante escritora y directora de cine -recordemos Las vidas privadas de Pippa Lee– y está casada con el actor Daniel Day-Lewis. Y después, en 1966, nació Daniel.
Daniel nació con síndrome de Down, y Arthur Miller tomó una tremenda decisión: ingresarlo rápidamente en una institución. La oposición de Morath no sirvió de nada. A diferencia de su mujer, Miller nunca fue a visitar a su hijo, y ambos ocultaron públicamente su existencia misma. Sólo en los últimos años de su vida, Miller llegó a encontrarse con su hijo Daniel, ya adulto, y lo incluyó en su testamento.
Al tiempo que seguían sus respectivas carreras, Morath y Miller viajaron mucho por todo el mundo y colaboraron -fotos de ella, textos de él- en al menos tres libros: In Russia (1969), In the Country (1977) y Chinese Encounters (1979)-. Además de por Rusia, China, Estados Unidos y España, Morath viajó por México, Francia, Italia, Irlanda e Irán, realizando reportajes en todos esos países.
Morath fotografió igualmente diversos montajes teatrales y adaptaciones televisivas y cinematográficas de obras de Miller y fue una destacada retratista, con especial predilección por las figuras de la cultura. Ante su cámara posaron Jean Arp, Alberto Giacometti, Pablo Picasso, Philip Roth, Joan Miró, Jean Cocteau y varios otros artistas de primer orden.
Fotógrafa, sobre todo, en blanco y negro, los comentaristas (Margit Zuckriegl, por ejemplo) han señalado la huella en sus imágenes de su maestro Cartier-Bresson y un componente humanista que le llevaba a no mostrar lo más dramático. Morath salió a las calles de Nueva York, cuando los atentados del 11-S, pero evitó fotografiar a las víctimas y se centró en los improvisados memoriales y homenajes.
La misma comentarista -autora, por cierto, de un libro sobre Ernst Haas– señala que en la mentalidad de Morath, y como herencia de Magnum, siempre estaba presente la adecuación de sus imágenes a los medios impresos.
En la exposición de Fundación Telefónica (Tras los pasos de Inge Morath. Miradas sobre el Danubio), junto a 60 copias originales de la austríaca, se exhiben los trabajos de ocho fotógrafas actuales que recorrieron el mismo itinerario por el gran río europeo en 2014.
Cuando Arthur Miller estuvo en octubre de 2002 en Oviedo para recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Inge Morath ya no pudo acompañarle. Había fallecido en Nueva York en enero de ese mismo año a causa de un linfoma. Miller murió tres años más tarde.
Hasta aquí el artículo de Manuel Hidalgo en el Mundo, pero es a continuación donde reproducimos el relato de «CIRCARQ» sobre la historia de la serie de fotografías que hizo la autora de una boda en Navalcán;
Navalcán, 1954
Es 1954, están preparando una boda y todo el pueblo está implicado, es una celebración importante dentro de una realidad marcada por el trabajo, la pobreza y hambre, mucha hambre. La fotógrafa, es invitada a quedarse a la fiesta e Inge Morath inmortaliza los preparativos de la víspera de la boda y el día de la boda. «La ceremonia del intercambio de los anillos se celebró a las ocho de la mañana fuera de la iglesia. Yo había llegado lo suficientemente temprano para poder captar el cortejo nupcial en marcha hacia la iglesia. Todos iban vestidos de negro; la novia llevaba un pequeño sombrero de paja negro y su madre una mantilla. Nadie me prestó la más mínima atención, siendo mi presencia aceptada con la misma generosidad que reinó durante todo aquel día».La relación a tres bandas entre Morath, Miller y España tiene ubicación geográfica: Navalcán, Toledo, Castilla-La Mancha. En julio de 1997, el matrimonio Miller-Morath acompañado por el Premio Nobel de Literatura 1992, el sudafricano Derek Walcott, acuden a esta localidad toledana para recordar un viaje hecho cincuenta años atrás. Inge Morath, fotógrafa de la agencia Mágnum, fotografía la España después de una guerra, la España del hambre, la España de los que perdieron. Aquellas carreteras y caminos de tierra de 1954 le llevan, azares del destino, hasta un pequeño pueblo de Toledo, Navalcán. No todo era destino, Inge Morath estaba buscando los famosos bordados de Navalcán y las manos de las que salían. La propia Inge Morath en el prólogo a estas fotografías escribe estas palabras: «En días normales, mujeres y niñas se sientan junto a los portales a bordar incansablemente manteles y servilletas de lino con los intrincados y hermosos diseños de la región. Estos son luego llevados por sus maridos a Madrid, donde tratan de venderlos de puerta en puerta. Una de las mujeres, a quien compré, a un precio que parecía satisfacerla plenamente unas cuantas de sus piezas bordadas me dijo que había una gran fiesta en el pueblo la semana que viene: una boda a la que todos estaban invitados y en la cual vestían sus preciosos trajes típicos».
En sus instantáneas aparecen la encargada del guiso de bodas, los niños, con hambre, alrededor de la sarten, las mujeres bordando en las calles, los labradores tras un duro día de faena en campos valdíos, las mozas que van a buscar a la madrina, la salida de la moza-madrina, la novia, el novio, el baile de la manzana, la recorría… «Ya en la Iglesia, hubo una solemne misa, con los novios y sus familiares arrodillados en primera fila. En las naves laterales había otras mujeres de negro que vienen aquí durante todo un año, después de la muerte del marido o de un hijo, a rezar enfrente de enormes velas que deben permanecer encendidas durante toda la misa».
Morath sigue narrando las sensaciones que va captando a través de su cámara «llega entonces la hora en que la novia, las madrinas de la boda y las otras mujeres invitadas a la fiesta vuelven a sus casas, visten sus trajes y se hacen luego el peinado tradicional que consiste en una complicada moña sostenida por unos alfileres de plata. Las madres y las abuelas se responsabilizan directamente de todo, bien sea mojando o cepillando pelo, ayudando a poner blusas de lino, apretando corpiños o, finalmente, poniendo y ajustando grandes faldas plisadas y multicolores».Todo queda inmortalizado en la cámara de Inge Morath, «mientras tanto, en el gran recinto vacío donde se celebran los bailes del pueblo, se ha preparado un desayuno con chocolate y arroz con mucho aceite. Todo, inclusive el vino, está en unas enormes vasijas colocadas sobre grandes mesas, y es servido por mujeres que llevan pañuelos negros y que han estado cocinando en los fogones de piedra del patio. Los músicos comienzan a tocar y no pararán hasta el final de la jornada. La pareja nupcial, agarrados estrechamente el uno al otro, toman su turno para bailar. Cerca de las tres de la tarde, se sirve de comida conejo estofado y más vino»
La boda sigue su curso, y la fotógrafa de la Agencia Magnum se siente cada vez más partícipe de la gran fiesta «el punto culminante de una boda campesina castellana es el «Baile de la Manzana». Está ya anocheciendo y gentes de otros pueblos cercanos han venido como espectadores. Se distribuyen tazones con comida que ha sobrado a los que no han comido. El novio, con el padrino de boda, va a buscar a la novia y a las madrinas y las conducen luego en procesión hasta la plaza del pueblo. Allí, los músicos están ya preparados y cerca de una docena de muchachas están listas para empezar el baile. El traje de la novia es idéntico al de ellas, pero la novia lleva decorados más suntuosos y en su cabeza, como señal de pureza, una corona de cintas sobre una guirnalda de flores blancas. Algunas novias, me dicen, han tenido que arreglárselas sin la corona».
El ritual del «Baile de la Manzana» pieza única del folklore navalqueño y afortunadamente conservado por la tradición es narrado por Morath, «cada bailarina sostiene un cuchillo con una manzana clavada en la punta y, a medida que van danzando rítmicamente al son de la música, los invitados se van acercando y van clavando billetes en las manzanas, ayudando de este forma a reunir la dote de la novia y ganando el derecho a bailar con ella. Los billetes son luego quitados de las manzanas y colocados en una caja de metal que la madre de la novia, sentado con otros invitados en un semicírculo alrededor de las bailarinas, sostiene firmemente sobre sus rodillas…»
Reencuentro en 1997
En aquella visita, Miller y Morath, pudieron sentir el cariño «palpable» de los navalqueños, no hubo boda pero si un encuentro con aquellos a los que ella retrató, los novios, ya abuelos, la moza-madrina, también abuela, y aquellos niños hambrunos, ya adultos. Si hubo además baile de la manzana, y recorría, y dulces en abundancia, más que en aquella primera visita. Todo esto hizó llorar a un Nobel de Literatura, Derek Walcott, que acompañaba al matrimonio en este viaje, fue él quien aseguró a Miller «que en su vida había vista algo tan bonito». La visita del matrimonio Miller-Morath se repite el cuatro de octubre de 1998, cuando acuden a la invitación cursada por el Ayuntamiento de la localidad para inaugurar una calle dedicada a la famosa fotógrafa. Y es ahora, cuatro años después cuando de nuevo Navalcán, Miller y en la memoria Inge Morath vuelven a unir sus destinos. El Consistorio de la localidad ya ha cursado una invitación formal al dramaturgo norteamericano para que visite de nuevo esta villa y en la página web de la localidad, www.navalcan.com son muchos los que se acercan hasta el foro para dejar su mensaje sincero de agradecimiento a alguien que siendo extranjero ha sabido llevar por todo el mundo el nombre y el espíritu de las gentes de estas localidad castellano-manchega.La casualidad quiso que el arquitecto municipal de la localidad, Francisco García Herguedas, descubre en una exposición esas instantáneas que Inge Morath realizó en 1954 en Navalcán. En colaboración con la familia Cuevas, natural de este pueblo e instalada en Estados Unidos, se consigue localizar a Inge Morath y en julio de 1997 se realiza la primera exposición de aquellas fotografías. Se exponen cerca de 50 fotografías, la mayor parte de ellas dedicadas a los preparativos de la boda y su celebración. Es entonces cuando tiene lugar el reencuentro de la fotógrafa y de los navalqueños, aquellos que cincuenta años atrás, en una boda en 1954 «no me prestaron la más mínima atención» siendo recibida, igual que sucediera medio siglo atrás «con la misma generosidad».
El recibimiento.
El grupo ‘La Revolvedera’ recibió a Morath y a sus dos ilustres acompañantes a la entrada del municipio para mostrar esos bailes folclóricos que cautivaron a la fotógrafa austriaca unas décadas antes. «Estaba toda la calle llena de gente», recuerda Telesforo de aquella actuación extraordinaria para una formación de un pueblo pequeño de Toledo. Y todavía quedaba el nombramiento de Hija Predilecta y la designación de una calle con el nombre de la protagonista, que se hospedó entonces en la casa de un navalqueño arraigado en Estados Unidos.
Y faltaban todavía los ramilletes de flores, los vasos de vino y los besos a los bebés. «El cariño de sus caras era palpable. Por casualidad, miré hacia Walcott y vi lágrimas en sus ojos. ‘En mi vida he visto algo tan bonito’, dijo. El momento culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del alcalde de una nueva placa que decía ‘Calle Inge Morath’. Iban a cambiar el nombre de una calle en su honor», decía fascinado el autor de ‘Muerte de un viajante’.
El discurso pronunciado por Arthur Miller durante la entrega de los premios en Oviedo sigue describiendo el interés de Inge Morath por Navalcán y también por el resto de España:«A comienzos de los años 50, cuando España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías del medio siglo con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el verdadero tema de su obra ante su dominio absoluto del idioma, de las costumbres y de la historia de España. Yo no podía más que observarla maravillado».
Probablemente, los cerca de 2.500 vecinos de Navalcán continúen viendo reflejada su alma colectiva en esas instantáneas colgadas desde hace años en el Museo municipal, que un día consiguieron reunir en esta localidad a dos premios Nobel de Literatura y a una fotógrafa de prestigio mundial.
Nuestra vivencia española llegó a su punto culminante hace aproximadamente año y medio cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. Había en aquel momento una exposición de sus fotografías en Madrid, entre ellas, una serie que había sacado en los años cincuenta, en un pueblo entonces remoto y apenas visitado. Ahora cincuenta años más tarde, había llegado a Navalcán la noticia de que el pueblo había adquirido cierta fama. Un autocar lleno de gente fue a Madrid para ver por sí misma el aspecto que tenían hace tanto tiempo. Estaba en la galería, gente ya de mediana edad, supervivientes observándose, jóvenes y lozanos en sus cumpleaños, bodas, sus campos y sus casas, rodeados de amigos, ya ancianos o fallecidos. Volvieron a Navalcán e hicieron llegar a Inge una invitación, insistiéndose para que volviera a visitarlo, viajamos con nuestro amigo Derek Walcott, poeta laureado con el Nobel y un hombre de mundo con experiencia. Seguramente había salido a la calle más de un millar de personas para saludar a Inge y celebrar su vuelta. La policía y los bomberos enviaron a sus representantes y se sirvió una comida en el ayuntamiento para sesenta personas. Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a Inge ramilletes de flores, de ofrecerle con insistencia vasos de vino y bebés para besar, a la vez que recordaban a veces su visita de hace medio siglo. Ella no había hecho más que apreciarlos en un momento dado, y había otorgado un reconocimiento y un recuerdo público a sus vidas sencillas. El cariño de sus caras era palpable. Por casualidad miré hacia Walcott y vi lagrimas en sus ojos. «En mi vida he visto algo tan bonito», dijo. El momento culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del alcalde de una nueva placa que decía «Calle Inge Morath». Iban a cambiar el nombre de una calle en su honor.
Por lo tanto, no vengo a ustedes y a la España moderna y democrática con las manos vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices. En este el mismo espíritu con el cual quiero darles las gracias por su reconocimiento y este gran premio.»