OLIVARES DE LA JARA
Artículo aparecido en 1998 en el que se recrea la vida en los pueblos de La jara en la época de la recogida de aceituna. Fue escrito hace casi veinte años y algunas cosas han cambiado, como la creciente despoblación o la presencia de inmigrantes cogiendo la aceituna
El invierno ha cubierto de escarcha las rañas y las barreras, los pueblos cada vez más desiertos de La Jara adquieren una animación inusual, “pa la aceituna” vuelven incluso los hijos del pueblo que marcharon a Madrid o a Barcelona para así ayudar en las faenas del olivar y poder sacar un dinerillo que viene bien a sus ajustadas economías. A veces basta con sacar aceite “ pal gasto” de la casa y poder así recordar a su tierra cuando se aliñen la “ensalá” o se frían un huevo de esos de corral que les han guardado los abuelos .
Es tiempo de recogida, vuelve la vida a La Jara, por los caminos de piedra y tierra “colorá” van saliendo los jareños hacia los olivares. Unos llevan con mucho cuidado el utilitario que la emigración les permitió comprar y con el que pueden volver al pueblo en las fiestas y algún fin de semana, otros, que consiguieron permanecer en esta tierra dura, han conservado el borriquillo o la mula que les siguen haciendo “buen apaño” para “ la poca labor” que todavía mantienen. Los cascos de las caballerías van rompiendo el hielo de los charcos y pisoteando los trampales las gentes adormiladas se dispersan por los olivares “ pa sacarse los cuatro jornalillos” que da la aceituna y que todavía pueden a duras penas mantener en los pueblos a sus habitantes. Mire usted, si no fuera por las olivas ya no quedaban aqui na más que los viejos. Los viejos tractores llevan a los aceituneros en los remolques, las mujeres hablando y riendo, algunos de los jóvenes van adormilados intentando despejarse de “ los medios” que se tomaron la noche anterior. Uno de ellos incluso se ha quedado dormido “arregostao” en las mantas y las varas.
Este año hay buena cosecha, ha llovido a su tiempo y ni los aires ni los pedriscos “han tirao” la aceituna. Pero habrá que trabajar duro, la abundancia de fruto ha bajado los precios y tendrán que llenar muchos sacos para conseguir el dinerillo que ayude a ir tirando un año más arraigados a la tierra que hasta se permite en estas fechas atraer trabajadores de otras latitudes, como las cuadrillas de gitanos que en sus grandes furgonetas llegan en invierno para sacarse unos jornales duros pero libres, o para ir “al rebusco” del fruto que quedó en el suelo.
El olivo es un árbol noble, sagrado para algunas civilizaciones que prohibían cortarlos. Durante la Guerra de la Independencia una de las actitudes de los franceses que más odio provocó entre nuestras gentes fue la tala brutal del olivar que entonces rodeaba a Talavera. Durante la represión de los gabachos en nuestra ciudad rompieron tantas zafras y tinajas que el aceite corría por las calles dejando durante semanas al caserío invadido por su olor característico.
El olivo ofrece mucho y pide muy poco a cambio. Después de la recogida de la aceituna habrá que podar las olivas, miles de pequeñas columnas de humo se levantaran en los limpios y azules cielos invernales de La Jara cuando se queme “el ramón” para que el barrenillo no encuentre en las muertas ramas lugar donde multiplicarse. También habrá que limpiar y labrar las empinadas barreras donde las mulas o los tractores deben desafiar a la gravedad provocando no pocos accidentes por el vuelco de las máquinas.
Las cooperativas con su moderna maquinaria han sustituido a los antiguos lagares de rulo o de viga. Al menos ya no se llevan los italianos la mayor parte del beneficio vendiendo el aceite jareño como si se tratara de aceite siciliano.
Al atardecer, largas colas de olivareros con los sacos de pienso o de abono repletos de aceituna esperan a la puerta de las almazaras para pesar y entregar su fruto saliendo después sonrientes con un papelito que da fe de los kilos de aceituna recogidos que luego serán molturados para dar ese magnífico aceite que desgraciadamente llevará la denominación de “Montes de Toledo”, una denominación vergonzosa para nuestra tierra y que vuelve a olvidar la propia identidad de La Jara.
Tanta es la aceituna molida que los arroyos se teñían de negro todos los inviernos por el «alperchín» que corría por ellos, hasta que se excavaron balsas de sedimentación que lo almacenara para no perjudicar así los ecosistemas fluviales de los riachuelos jareños. No quiere el olivo manchar ese suelo que él mismo retiene con sus raíces impidiendo la desertización. El olivo lucha contra el desierto porque no se vaya el suelo, porque no se vayan las gentes que producen ese delicioso aceite que a duras penas mantiene con vida a estos pueblos, ese verde fluido que hoy por hoy es la sangre de La Jara.