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EL MOTÍN DE LAS 300 TALAVERANAS

EL MOTÍN DE LAS 300 TALAVERANAS

(MAYO 1898)

Tipos talaveranos y gentes de la comarca en la época en que se producen los acontecimientos
Foto de la calle San francisco con tipos talaveranos y gentes de la comarca poco después de la época en que se producen los acontecimientos

Clementa se despertó al oír el cubo de una vecina chocar contra el fondo del pozo del  patio. Ella y su  familia ocupaban un par de habitaciones relimpias de un antiguo palacio convertido en casa de vecinos. Su marido se había levantado todavía de noche para ir a coger furtivamente en el Cerro Negro un haz de leña de retama para luego vendérselo a los alfareros.

Sentada junto al viejo baúl, único ajuar que pudo dejarle su madre, se miraba las uñas desgastadas y las manos enrojecidas de tanto lavar la ropa de otros en La Portiña para poder llevar el pan a sus cuatro hijos que todavía dormían bajo las mantas y los ropones archirremendados. Barrió la casa y fregó los cuatro cacharros acordándose de su madre cuando le repetía mil veces que la limpieza es la dignidad del pobre. Dejó a los muchachos encima de la mesa el último pedazo de pan que quedaba en su casa. Hoy podía darles además el tazón de leche que le había traído su hermana, la casada con un arriero,  que siempre andaba algo más desahogada.

Se peinó ante el pedazo de espejo pegado en la pared y salió a buscar a las otras mujeres de su barrio que el día anterior habían quedado en acudir juntas al ayuntamiento. Ya no podían más, apenas había jornales para sus maridos y los dos mayoristas andaban especulando con el trigo, pues en Madrid había mucha demanda y quien lo quisiera en Talavera debía pagar un precio imposible para las economías más débiles.

vidaobrerarEn silencio fueron confluyendo delante de las casas consistoriales modestas mujeres talaveranas que pidieron a uno de los empleados municipales hablar con el alcalde sobre la carestía del pan y la falta de trabajo. Solamente recibieron buenas palabras, esas buenas palabras que eran la sintonía de su vida, la música que siempre se habían visto obligadas a escuchar. Prometió el edil muy serio, una vez más, que intentaría paliar la situación en la medida de las posibilidades del municipio que eran bien pocas, pues en un alarde de patriotismo absurdo se habían destinado los últimos fondos para ayudar a las tropas españolas en una guerra perdida de antemano en Cuba.

Las buenas palabras son alimento poco nutritivo y las mujeres se dirigieron a la calle de la Concha donde se estaba cargando un carro de trigo frente a uno de los almacenes de los acaparadores Iglesias y Casajuana. Los sacos fueron derramados por el suelo, se había roto la paciencia secular de las humildes, de las que no tenían nada que perder y, al pasar por la lujosa casona de los especuladores, una lluvia de piedras hizo añicos los cristales. Furiosas, decidieron ir a la estación de ferrocarril para impedir que el trigo que ellas mismas y sus maridos habían segado de sol a sol con un gazpacho por alimento se marchara a Madrid.

Portada del asilo de San Prudencio en el que durante la revuelta se produjo el saqueo de los bienes de los jesuitas, alojados entonces en sus dependencias
Portada del asilo de San Prudencio en el que durante la revuelta se produjo el saqueo de los bienes de los jesuitas, alojados entonces en sus dependencias

La rabia se iba alimentando a sí misma y se oyó el primer grito de ¡Mueran los jesuitas! El muelle del reloj de los mansos de corazón había saltado, muchas mujeres fueron sumándose a la comitiva mientras se dirigían al convento. Al llegar al cruce de la calle del Toro Encohetado se dieron de bruces con el alcalde, el capitán de la Guardia Civil y otros concejales que intentaron detener a las amotinadas ya decididas a todo. Ellas odiaban lo que esos señores representaban, pero eran vecinos suyos y no supieron hacerles daño. Mas la presa ya se había roto y la avalancha no podía detenerse. Golpeaban y arañaban las puertas, las puertas del convento que durante siglos ocuparon los jerónimos, dueños de las mejores y más abundantes tierras de la comarca, dueños de molinos y lagares, dueños de casi todo lo que no estuvo en manos de los nobles. Una de las puertas saltó hecha astillas y el río humano penetró en celdas, cocinas, despensas, sacristías y refectorios. Crucifijos, imágenes, libros sagrados y casullas eran lanzados por las ventanas junto a los muy píos chorizos y jamones, el trigo y las viandas, los muebles y las puertas, todo se amontonaba en el suelo, sobre los albañales, todo comenzó a arder en hogueras que iluminaban las calles de Alonso de Herrera y Río Tajo.

Las autoridades tocaron a somatén y entre guardias, alguaciles y voluntarios, se formó una fuerza que acudió a despejar el lugar cuando ya sólo había cenizas. Las amotinadas precedidas por una bandera de color indeterminado, el trapo de los sin pan, se dirigieron al almacén de los acaparadores de trigo.

Por las ventanas lanzaban las amotinadas muebles y alimentos de los jesuitas.
Por las ventanas lanzaban las amotinadas muebles y alimentos de los jesuitas.

Setenta vecinos armados y diez guardias civiles patrullaron de noche la ciudad, los detenidos fueron hacinados como bestias en las celdas y el ayuntamiento decidió vender al día siguiente tres mil quinientos panes a veinticinco céntimos. Algunas mujeres atemorizadas intentaban acercarse pero las más bravas se lo impedían gritando ¡No queremos pan!.

Querían otra cosa, querían dignidad, querían trabajo, querían un mundo nuevo aunque no sabían bien cómo conseguirlo. Se lanzaron sobre los puestos y, sin poder detenerlas treinta guardias que formaban en la plaza, derribaron los mostradores y pisotearon los panes. Se dirigieron a casa de Sánchez, otro mayorista que huyó saltando tapias mientras las talaveranas arrasaban su casa y sus almacenes de trigo, haciendo lo mismo con los de Iglesias y Casajuana, al grito de ¡Mueran los acaparadores! ¡Mueran los ricos!.

Había que liberar a sus compañeros presos y fueron al ayuntamiento para exigir su libertad. Les fue concedida por las asustadas autoridades que querían ganar tiempo hasta que llegaran refuerzos. Más de ciento cincuenta personas armadas habían sido hasta ahora incapaces de detener la pequeña revolución castellana. Los bienpensantes no salían de su asombro. Más de trescientas mujeres de un viejo pueblo de la meseta se habían levantado e incluso entraban en sus casas y comercios exigiendo las deudas que con ellas tenían contraídas los de su clase desde hacía siglos. Eran las tres de la tarde cuando desembarcó en la estación un destacamento de caballería de la guardia civil al mando del teniente Leardy. Recorrieron las calles al galope con los sables desenvainados entre el griterío de las mujeres.

Clementa cayó sobre el suelo empedrado empujada por un caballo y supo que las cosas volvían a estar en su sitio, en el mismo sitio cabrón donde siempre habían estado.