UNA GUERRA CIVIL COMIENZA EN TALAVERA
1833. Cuatro hombres se abrazan y sonríen mientras los soldados cierran los portones de la prisión madrileña. Los barrotes, la humedad, el frío y los gritos de los carceleros no han conseguido que se movieran ni una pulgada de sus convicciones. Manuel María González, el jefe de correos de Talavera, se apoya en el hombro de sus compañeros y, mirándoles con fiereza, besa un enorme escapulario que cuelga de su pecho y dice: Dios, la Patria y el Rey legítimo de España premiarán y reconocerán nuestra lucha. ¡Viva el rey Carlos!. Dos de sus compañeros del batallón de Reales Voluntarios Realistas de Talavera, hoy destituidos por el gobierno liberal, han llevado caballos frescos a su comandante y todos juntos toman el camino de Extremadura.
Semanas más tarde, ya en Talavera, se empiezan a agrupar algunos jinetes en la plaza del reloj que acaba de dar ocho campanadas, Bajo sus capotes, apenas disimulan las armas. Los mercaderes de la plaza Real ya han recogido los géneros de los soportales y van cerrando sus tenderetes. Los caballistas, con las bestias tan nerviosas como ellos y armados hasta los dientes, se concentran en el lugar mientras que algunos de ellos, obedeciendo la voz de su jefe, se dirigen a cada una de las puertas de la muralla de la ciudad cerrando el paso.
Un zapatero comenta con su vecino el espartero que el hombre que parece mandar la tropa es comandante de los Voluntarios Realistas Manuel María González quien, en ese momento, saca un pliego de una de sus cartucheras y comienza a leerlo en voz alta ante la sorpresa de los vecinos. El caballo gira haciendo que salten chispas del empedrado sin que deje de leer su manifiesto. Los vecinos escuchan estupefactos que Manuel María, el manchego que dirigía correos, está proclamando rey de España al infante don Carlos María Isidro, exigiendo volver al orden tradicional y a la sucesión masculina al trono. Los talaveranos, que son llamados a unirse a la sublevación, comienzan a darse cuenta de la gravedad de los hechos que están presenciando y se encierran en sus casas. La plaza queda desierta.
Pasa el tiempo y los rebeldes comprueban que nadie se une a ellos, ni siquiera los correligionarios que daban por seguro que iban a sumarse al pronunciamiento. Irritados, se dirigen al ayuntamiento y retienen al alcalde y a algunos concejales. Dos de los carlistas se dirigen al domicilio del general Antonio María de Rojas y le conducen a la plaza del Pan arrestándole junto a la corporación. El cabecilla decide reponer a los regidores de 1832 y destituir a estos que él denomina hatajo de liberales y traidores. Pero los antiguos concejales se niegan a salir de sus casas y los sublevados se ven obligados golpear a alguno de ellos mientras otros son llevados de la pechera hasta el ayuntamiento. Nadie quiere implicarse en una causa que nunca tuvo arraigo en la ciudad y que de antemano se da por perdida.
Exaltados y nerviosos, los revolucionarios encierran a sus rehenes en el claustro de los jerónimos. Mientras pasan la noche en vela, se engañan a sí mismos pensando que a la mañana siguiente una multitud se unirá a su causa. Pero, sin embargo, varios vecinos liberales se apostan en las calles cercanas y se oyen algunos disparos contra los sublevados.
Manuel María no sale de su asombro, es hombre de convicciones profundas y había pensado muchas veces en cómo, al llegar este momento, sus paisanos se revelarían contra el sindiós en que se estaba convirtiendo España. Se da cuenta de que mantenerse en Talavera es encerrarse en una ratonera. No se resigna y vuelve a intentarlo con otra proclama a la mañana siguiente. Únicamente obtiene el silencio sepulcral de la ciudad roto tan solo por algunos adversarios que comienzan a sacar sus caballos y a situarse en las calles vecinas. Una masacre o un enfrentamiento no conducirían a nada y Manuel María, que es al fin y al cabo un hombre religioso, decide retirarse hacia Calera.
Requisan todos los caballos que pueden y se apoderan de los fondos públicos, ciento veinte mil reales. Disparando al aire, el grupo sale a galope por la puerta de Mérida y se dirige hacia el oeste. Hay que acercarse a Portugal, allí se han refugiado don Carlos y los suyos. Las sierras de Guadalupe les darán el amparo que siempre ofrecieron a los que se echaron al monte por estas tierras. Llegan a Calera y en la plaza otra vez proclaman a su rey, y otra vez predican en el desierto, sólo silencio.
Desde Talavera una fuerza armada ha partido ya en su persecución y va pisándoles los talones. Al llegar a Puente del Arzobispo están esperándoles sus habitantes armados y comienza el tiroteo. Seis hombres se entregan y salvarán así sus vidas pero otros seis son apresados. Entre ellos se encuentra un hijo de Manuel María que, como sus compañeros, es fusilado en Talavera, junto al Calvario, y enterrado en el cementerio de Santa Leocadia.
A finales de Octubre el resto de la partida es apresada en Villanueva de la Serena y sus miembros son fusilados .
Los pronunciamientos salpican todo el territorio nacional. Acaba de comenzar otra guerra entre españoles.