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DOS SALUDADORES, CURANDEROS DELINCUENTES

DOS SALUDADORES

Otra de las causas criminales de la Santa Hermandad Real y Vieja de Talavera, primera policía rural, que se custodian en el Archivo Municipal 

Fuente de Guadalupe en una foto de principios del siglo XX
Fuente de Guadalupe en una foto de principios del siglo XX

Solamente le quedaba la sucia chupa negra que le abrigaba algo en las noches húmedas de la cárcel de la Santa Hermandad de Talavera. Maldita sea la hora en que había conocido a ese buhonero de Arroyopuerco. Habían llegado juntos a Guadalupe y plantaron el rancho junto a la puerta del Campo y Carros del convento. Siempre que acudía a la feria le gustaba acampar allí, a la sombra de la alameda. Había venido con su mujer desde La Corchuela para ver si sacaban algún dinero con las artes de saludador que tantas veces había visto practicar a su padre; pero él no era el séptimo de siete hermanos, ni había nacido en jueves santo, sólo había visto muchas veces cómo su padre recitaba extrañas oraciones mientras escupía a los perros rabiosos, o cómo soplaba con fuerza haciendo gestos extraños a los cerdos aojados que perdían el apetito porque algún vecino había mirado con envidia a su dueño.

Él no tenía esa extraña presencia, esa nariz torcida y esas cejas pobladas de su padre que tanto respeto y credulidad infundían a los ignorantes campesinos a los que les pasaba por la cara su gran medalla, una extraña medalla de bronce que halló en una ocasión, cuando la reja de su arado levantó la lancha de piedra que tapaba una tumba en medio de un barbecho.

Se había dirigido con su mujer y su borrica a la feria de Guadalupe para intentar ganar unas monedas por los pueblos del río Ibor quitando el mal de ojo a las vacas flacas y tristes y comerciando con algunas baratijas. Junto a su rancho acampó otra pareja y observó cómo el hombre escupía sobre un buey que era todo llagas y pellejo. Tenía su mismo oficio, el oficio que Felipe quería aprender y que tantas veces su padre había intentado que abandonara diciéndole:

– Tú no vales para esto, no tienes la gracia y además tienes cara de simple.

– Y puede que su padre tuviera razón, su compañero de celda había conseguido meterlo en un buen lío robando ese par de zapatos charros que con tanta avidez habían mirado sus mujeres. Ya le había advertido María que ese hombre era peligroso, que no se casaba con nadie, pero habían bebido juntos unas jarras de vino con el dinero que les dieron por sanar a un burro mohíno al que había mirado un bizco, y acabaron haciendo un disparate.

 Iglesia del pueblo de los saludadores, La Corchuela de Oropesa
Iglesia del pueblo de los saludadores, La Corchuela de Oropesa

Tan fiel amigo había sido su compañero saludador que cuando fue descubierto al hurtar los zapatos y oyó los gritos de ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! que daban los zapateros, metió apresuradamente el fruto del robo en los bolsillos de Felipe. Cuando aquel viandante le agarró por el brazo y le detuvo no pensó que la cosa tuviera gran trascendencia, pero cuando le llevaron a la posada y vio sobre la entrada el pendón de la Santa Hermandad de Talavera supo que su vida acababa de arruinarse.

El que más tarde detuvieran también los cuadrilleros al tal Miguel, que huyó después de meterle los zapatos en los bolsillos, y que ahora compartieran la misma celda no le servía de gran consuelo. A ambos les habían embargado las caballerías, su querida borrica y el caballo tordo de su mezquino compañero, al que también habían quitado un caldero nuevo de cobre, de esos tan hermosos que hacen en Guadalupe y que, interrogado, no había sabido decir de donde lo había sacado.

Llevaban ya más de quince días en la cárcel y todavía no habían dictado sentencia, pero habían oído al pregonero anunciar por las calles de la villa la subasta de los animales y de sus pobres enseres. Solamente pedía la Hermandad trescientos cincuenta reales por las dos bestias, ya que el caballo había dicho el perito que estaba estropeado de los pechos y con un alifafe en cada pie. ¡Santísimo Cristo de La Corchuela!, con los trabajos que había pasado para comprar su borriquilla.

Como fueron reconocidos por los testigos en la posada de Guadalupe, el letrado les había recomendado aceptar los hechos y declararse culpables para evitar males mayores. Felipe mordía nervioso la manga de su chupa negra pensando en la pena que podían imponerles. El presidio, aunque solamente fuera un año, suponía el hambre para su familia y tal vez la muerte para él.

El día uno de octubre recibieron la notificación de la pena. El Cuadrillero Mayor entró en su celda y leyó muy serio unos papeles que decían que el Alcalde de la Santa Hermandad les condenaba a seis años de destierro de Talavera y de  la villa de la Puebla de Nuestra Señora de Guadalupe, a diez leguas en contorno de una y otra y que no le quebranten en modo alguno con apercibimiento y so pena de que el que lo hiciere cumplirá el tiempo que le falte en uno de los presidios de Su Majestad que Dios Guarde. Además la sentencia conllevaba el perdimiento de los bienes embargados y se les advertía de que en ningún caso usaran de la que dicen gracia o llamado oficio de saludador, con apercibimiento de que siempre que se les encuentre usándole o descubriendo la insignia de que normalmente se valen para denotar serlo se procediera contra ellos al más riguroso castigo, sin usar de la benignidad que al presente se practicaba.

Ya lo había dicho su padre, él no era el séptimo de siete hermanos, no había nacido en Jueves Santo, no tenía una cruz en el paladar y ni siquiera había llorado en el vientre de su madre, él no podía ser saludador y además tenía cara de simple.

Causas Criminales de la Santa Hermandad de Talavera. Archivo Municipal, sig. 28/10.

UNA YEGUA DEMASIADO BARATA. otra causa criminal de la santa hermandad

UNA YEGUA DEMASIADO BARATA (1733)

Una nueva causa Criminal de la Santa Hermandad de Talavera que relata uno de los muchos delitos «famélicos», delitos ocasionados por la pura miseria de los campesinos en el siglo XVIII

Rollo de La Puebla de Naciados, donde se desarrollan parte de los hechos Rollo de La Puebla de Naciados, donde se desarrollan parte de los hechos

Diego Pérez estaba cansado de rodar. Desde los ocho años andaba de lugar en lugar trabajando en lo que buenamente podía para subsistir. Salió de Carmena, el pueblo donde nació, y estuvo guardando viñas por tierra de Vallecas cuando comenzaba a tener uso de razón. Cuando su bigote era apenas una pelusa negruzca entró a servir al Rey en el Regimiento de Navarra  de donde, harto de ser soldado, se fugó.

Dando tumbos vino a servir a un hortelano de Pueblanueva que apenas sacaba para comer él y su familia, pero le dejaban dormir en el pajar y tenía un poco de pan y cebolla para ir tirando. Su siguiente destino fue La Puebla de Naciados, cerca de Caleruela. Era una villa que sólo tenía de villa el rollo que presidía la plazuela formada por las cuatro casas que quedaron cuando una plaga de termitas arruinó todos los tejados. Allí sirvió siete años al sacristán de un pueblo sin feligreses y a un jerónimo del monasterio de Yuste que vivía allí cuidando de sus propiedades. Luego se fue a Calzada de Oropesa y encontró una mujer que le quiso por lo poco que era y fueron sobreviviendo los dos trabajando en lo que salía. Al final resultaba que lo que mejor sabía hacer a sus cuarenta y cuatro años de vida era trocar caballerías y dedicarse al trato de cualquier clase de animal. Cuanto había rodado para acabar viviendo de un oficio que los gitanos dominaban como nadie.

Llanuras de campo Arañuelo con Gredos al fonde

Llanuras de campo Arañuelo con Gredos al fondo

Aquel día, volvía de Madrid de uno de esos trapicheos y se desvió un poco del camino a la altura de Cazalegas asomándose al valle del Alberche. Era diciembre y se resguardó de la brisa fría del atardecer sentándose detrás de un chaparro. Abajo, entre los álamos, pastaban las ovejas de la cabaña de los jesuitas de Segovia que todos los años bajaban para aprovechar las hierbas de invierno en la Dehesa de Cazalegas. El mayoral y dos rabadanes se esforzaban en sacar a dos ovejas que habían caído al río impidiéndolas volver a subir a la orilla unos zarzales. Diego pensó que era el momento, ya lo había hecho otras veces y no le había sucedido nada. ¿Porqué resignarse a tanta miseria?, a los jesuitas seguro que no les hacía falta esa yegua blanca apartada del resto de las caballerías y que además estaba preñada. Bajó entre los chaparros y los enebros de la barrera, ató al animal una cuerda por el pescuezo, montó a pelo y, cuando el sol se ponía detrás de Talavera, ya estaba lejos de los segovianos.

Pero una yegua blanca preñada y tan hermosa, aunque no tenía hierros ni cortes en las orejas, sería identificada con facilidad si se emprendía su persecución. Después de dejarla unos días en la dehesa de La Calzada, entre los alcornocales más apartados, pensó que sería más fácil deshacerse de ella alejándose de un lugar tan transitado por los serranos que iban y venían por la cañada. Tenía que venderla rápidamente, se alejaría hasta las sierras de Guadalupe

Esa tarde llegó a Castañar de Ibor, y pronto se dio cuenta de que una yegua era una mercancía demasiado valiosa para las humildes economías de aquellos cabreros y colmeneros. Había llegado a ofrecerla por un precio casi ridículo, por un burro, una lechona y cuarenta reales. No le gustaba cómo le había mirado aquel hombre que intentaba adivinar su rostro bajo el ala de la montera negra. Por eso no le extrañó cuando esa misma noche le hicieron preso en nombre de la Santa Hermandad, le pusieron una cadena y le encerraron en la cárcel del lugar.

Chozo de pastor en Castañar de Ibor

Su historia no había convencido, aunque añadió detalles que adobaban el cuento, como que la yegua era hermana de otra de un sacerdote de Herreruela que había perdido el juicio. Respondió al cuadrillero que la había cambiado por un caballo y veinticinco reales para, después, trocarla por dos burros que le venían aparentes para su trabajo de arriero. Los tiritones de frío le mantenían despierto en el cuartucho que hacía de cárcel en El Castañar de Ibor. Durante la noche pasada en vela pensó que había metido la pata, que preguntarían a los vecinos de Herreruela y sus embustes quedarían al descubierto. Así que, a grandes voces, llamó nervioso al carcelero para hacer una nueva declaración al cuadrillero de la Hermandad pero se trataba de otra de sus inconsistentes versiones. Dijo que la yegua había sido abandonada por unos trashumantes en la dehesa de La Calzada y, como había transcurrido mucho tiempo sin aparecer el dueño, el guarda se la regaló. Puesto que, según él, esta era la verdad, pedía que se le dejara libre y que la yegua se entregara al mostrenco, pues le correspondía al no haberse hallado el dueño. Visto que tampoco creyeron el nuevo relato de los hechos, esa noche, forzando el pedal de la cadena, se fugó.

El ladrón de ganado fue a refugiarse a una cabaña de pastores junto a Puebla de Naciados. La sola presencia de los cuadrilleros hizo quebrar de inmediato en los vecinos los más leves conatos de encubrimiento y su escondite fue descubierto al día siguiente de su fuga. Lo primero que hicieron fue embargar todas sus propiedades, una nueva confiscación de la miseria que en la enumeración de los modestos bienes iba pintado una vida sin alegrías:

El ladrón se ocultó en la dehesa de La Calzada

Cuatro morcillas, un poco de longaniza y su bondejo, una hoja de tocino, una sartén, una almohada con su lana, una manta vieja, una sábana más que demediada, unos fajones, una faja de paño y una camisa de lienzo. No le quedaría nada y debería dar gracias si no le condenaban a presidio, robar una yegua era un acto muy grave entonces. Un delito de gitanos, pensó él, pero un gitano jamás se hubiera dejado coger por el precipitado error de pedir un precio demasiado barato por una yegua blanca.

Causas Criminales de la Santa Hermandad. Archivo Municipal de Talavera

Miguel Méndez-Cabeza

EL ROBAGATOS DE IGLESIA

EL ROBAGATOS DE IGLESIA

Otra causa criminal verdadera de la Santa Hermandad Real y Vieja de Talavera

1736

Capitel del humilladero de Guadalupe
Capitel del humilladero de Guadalupe

Desde que murió su mujer, todo fue de mal en peor para José Rojo. Siempre había sido cabestrero, pero su mal de ijada le impidió seguir ejerciendo su duro oficio; no sólo por su nueva enfermedad, sino también porque los millares de cuerdas de cáñamo tejidas con sus dedos habían acabado por deformarle las manos.

Puso una taberna y acabó por beber él más que los clientes. Ahora sobrevivía vendiendo prendas en un cuarto alquilado de la calle de los Desamparados de Madrid. El hastío y tal vez una leve esperanza de aliviar sus males le habían empujado a cerrar su miserable establecimiento y encaminarse en peregrinación a Guadalupe. Llegaría justo a la feria del ocho de Septiembre y podría, de paso, comprar algunos calderos para su negocio.

Plaza de Guadalupe frente al monasterio en una foto antigua. En ella se produce la detención del ladrón de gatos

Plaza de Guadalupe frente al monasterio en una foto antigua. En ella se produce la detención del ladrón de gatosSalió a pie desde la Villa y Corte pero, al llegar a Calera, no pudo resistir más sus achaques y dolores. Concertó el viaje con unos arrieros que se dirigían a Alía: si le llevaban a lomos de un caballejo albardón que querían vender en la feria, les daría los cuatro reales de plata que tenía.

Hizo el camino desde Alía a pie y, al subir el collado del Madroño, contempló por primera vez la impresionante mole de pizarra del monasterio. Pero José, ante la sorprendente visión de las torres del convento, pensó que este viaje no era más que otra de esas iniciativas absurdas y abocadas irremediablemente al fracaso que había tomado en su vida.

Mientras pasaba entre los tenderetes abarrotados de curiosos y maleantes pensaba en el sustancioso negocio de aquellos comerciantes y en cómo él, tras partirse los dedos durante años, no tenía ni para pagar un techo donde resguardarse de la amenazante tormenta que envolvía con densas nubes negras el pico de Las Villuercas. Decidió dormir en una cuadra de las afueras, entre las caballerías. Se despertó al día siguiente sofocado por el olor a estiércol y el sudor de las bestias, comió con desgana un mendrugo seco y se encaminó a la iglesia.

Entrada sur de la iglesia del monasterio de Guadalupe

No cabía un alfiler. Las gentes rústicas de La Jara se mezclaban con embajadores y peregrinos nobles ataviados con lujosas vestimentas. Oyó la primera misa absorto en sus pensamientos y, más por cansancio que por piedad, se arrodilló. Su aparente devoción llamó por un momento la atención de uno de los dos labradores de Novés  que atendían con fervor a la celebración. Al moverse uno de los hombres José pudo observar desde su posición el cordel de un bolsillo de piel de gato montés que su acomodado vecino de banco tenía en la faltriquera. Ya lo había hecho en otras ocasiones entre el gentío de la Plaza Mayor de Madrid, pero la tosquedad de sus manos embrutecidas consiguió que la víctima se percatara de que estaba siendo desplumado. Su grito quedó abortado por el respeto que instintivamente le impuso el lugar sagrado pero, aún así, todos los peregrinos cercanos pudieron oír claramente al de Novés cuando exclamó:

  • ¡El pícaro me ha quitado el dinero!

Se abalanzaron sobre él y su primer reflejo fue guardar la bolsa entre las piernas pero en el forcejeo cayó al suelo y José decidió que ese era el mejor momento para huir. Empujando a la muchedumbre se apartó al rincón opuesto del templo. Estuvo oculto entre los romeros hasta que, al finalizar la misa y despejarse la nave, observó cómo su víctima le señalaba desde la puerta mientras hablaba con uno de los cuadrilleros de la Santa Hermandad de Talavera.

Interior de ka igkesia de Gyadalupe, donde trascurren los hechos

Al fin y al cabo estaba en sagrado y ya había sido delatado. Decidió que sin dinero no podría huir. Había que encontrar otra víctima y distraerle el gato. Otra vez la misma maniobra y otra vez es descubierto. No sabía si se trataba de su nerviosismo, de su impericia o si, tal vez, la Virgen de Guadalupe le castigaba por robar en su presencia. De nuevo la huida entre el gentío y la espera de una hora hasta que cesara el barullo y se acabara la misa.

Con recelo se asoma a la puerta del monasterio. Dos hombres parecen tratar animadamente de la venta de unas baratijas y los lugareños intentan vender en sus improvisados puestos las mercancías más variadas. No parece que la Santa Hermandad le esté aguardando pero, cuando se ha distanciado siete varas de los muros de la iglesia, uno de los campesinos que vendía castañas se abalanza sobre él mientras los dos hombres que parecían estar de tratos también le agarran diciéndole:

-Date preso en nombre de la Santa Hermandad.

Es llevado a la cárcel pública de la villa de Talavera donde será interrogado en presencia del escribano por el Cuadrillero Mayor. En rueda de reconocimiento es identificado por sus fallidas víctimas y conducido a la cárcel de la Puerta de Zamora en la villa del Tajo.

Se le condena a servir al rey con las armas durante seis años. En cadena de presos, junto a un malencarado personaje que había asaltado al obispo de Ávila en Ramacastañas, es conducido a la Caja de Toledo.

(Causa Criminal de la Santa Hermandad de Talavera sig. 28/16, Archivo Municipal)