Los molinos eran por tanto lugares de referencia en medio de la naturaleza en todos los sentidos y a ellos acudían gentes con intenciones de robo o de ocultamiento llegando por ello a los molinos bandidos y prófugos que ocasionaban no pocos sustos a sus moradores.
Ejemplos y anécdotas de este tipo aparecen en los archivos de la Santa Hermandad Real y Vieja de Talavera entre los que he escogido un caso ilustrativo. En el siglo XVII tienen lugar los acontecimientos, cuando tres vecinos de Valdeverdeja roban dos costales de trigo en el pósito de Torrecilla de la Jara mediante el sistema del butrón. Se les identifica por sus vestidos “a lo lagarterano” y sin ni siquiera perseguirles les esperan los cuadrilleros hermandinos en los molinos de Ciscarros, junto a Aldeanueva de Barbarroya. En este pueblo tienen un cómplice en cuya casa se refugian y limpian el trigo ahechándolo. Acuden luego al molino donde se les captura “in fraganti”, en plena molienda. Es curioso que en el proceso se cuenta cómo se realiza una prueba pericial en toda regla que demuestra que el aspecto y características físicas del grano robado coinciden con el intervenido a los ladrones que, por otra parte declaran a un testigo no haber delinquido nada más que por hambre. Ayudados por varios paisanos suyos consiguen escapar de la cárcel de Alcaudete de la Jara.
Muchas son las aventuras de maquis, “los de la sierra” como suelen llamarles las gentes del campo, que he podido escuchar en boca de los molineros que muchas veces se vieron entre la espada y la pared, teniendo que actuar con exquisita discreción para no ganarse la animadversión “de los unos ni de los otros”, la Guardia Civil.
En una ocasión me contaba un molinero cómo había tenido simultáneamente a los maquis en el doblado y a la Guardia Civil en la sala de su molino. Había sido presionado para ayudar a ambos grupos pero optó por callar la presencia de los de la troje, evitando así un tiroteo de imprevisibles consecuencias.
En una batida de la “contrapartida”, es decir de los guardias vestidos con los monos que habitualmente vestían los milicianos de la resistencia guerrillera, otro molinero identificó a uno de estos guardias que había nacido en su pueblo. Cuando se marchaban se le escapó al buen hombre un “adiós mi cabo” que delató el disfraz de los guardias. La falta de dos de sus dientes quedó como testigo del indiscreto lapsus del molinero.
Muchas noches de miedo pasaron los molineros de las zonas serranas durante aquella época, presionados para obtener alimentos e información por ambos bandos, aunque la entrega de algún que otro costal de trigo suavizó el trato por ambas partes.