LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

La Jara y el entorno de la vía del Hambre desde las minas de oro de La Nava
Al fondo, la desembocadura del Joyegoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato
Al fondo, la desembocadura del Tamujoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.

– Eran los tiempos de la posguerra -comenzó a relatar el abuelo- Cuando acabó la escabechina  hubo gente de los que perdieron que tuvo que echarse al monte para salvar el pellejo y más tarde empezaron a luchar contra los de Franco en todos estos montes, hasta la sierra de Guadalupe.

– ¡Ah, los maquis! – dijo con aire un poco conspirador uno de los jóvenes con aspecto de profesor de instituto -.

– En efecto- continuó Ramiro- por aquí andaban las partidas de Quincoces, un tratante de ganado de Aldeanovita que antes de echarse al monte había sido alcalde y llamaban “Lamío”. Los guerrilleros llevaban ya dos años arrastrando el culo por esos jarales y los aliados no condenaban al régimen. Más que luchar sobrevivían tirando con lo que les ayudaban los molineros y la gente de las labranzas y con algún asalto de poca monta que daban de vez en cuando.

-¿Veis la desembocadura de aquel arroyo en el Tajo? Es el Tamujoso. Por allí pasaba el antiguo camino de Talavera y en aquellos dos cerros se plantaron los de la sierra con ametralladoras. Regresaban unos cuantos del pueblo de la feria de Mayo con las cuatro cosillas que habían comprado y con el dinero de la venta de algo de ganado cuando les dieron el alto.

Los maquis necesitaban dinero para la huida al extranjero que preparaban y les hicieron darles todo el dinero y los objetos de valor que eran pocos. Pero uno de los asaltados empezó a moverse indicando con gestos que no podía aguantar, que debía retirarse a, bueno, ya sabeis, a hacer aguas mayores.

Viaducto de la vía del Hambre sobre el arroyo Joyegoso

Los del puenting se echaron a reír dando palmaditas a Ramiro que continuó.

– Igual que vosotros se reían los compañeros de desdichas de Hilario cuando creían que tenía que retirarse detrás de las retamas de puro miedo y, aunque les habían desplumado, fueron desahogándose con él todo el camino de vuelta hablando de la suciedad de sus calzoncillos y del mal olor que despedía. Pero, cuando ya se veía la torre de Aldeanueva, Hilario se volvió sonriendo a todos sus paisanos y dijo con una mirada irónica que sí, que olía mal, pero que lo que olía mal era su cartera, sobre la que había “hecho de cuerpo” y así no se la habían quitado los maquis. Aunque oliera mal, después de lavarla, el tendría su dinero, pero todos los que se burlaban, sin embargo, lo habían perdido todo. Hilario continuó su camino dejando a todos pasmados mientras él se tronchaba a carcajadas. Podéis imaginar chavales porqué desde entonces le llamaron  Hilario “Cagacarteras”.

-Siempre con tus tonterías- dijo don Romualdo mientras disimulaba la sonrisa y tiraba del brazo de su amigo- ¿Qué van a pensar estos estudiantes de los del pueblo?. Vámonos, que ya empieza a refrescar y trae pinta el oreo de caer esta noche una buena pelona.

Volvieron los dos hacia Aldeanueva mientras el jefe de estación iba comentando:

– Quien le iba a decir al pobre Amador que su viaducto iba a servir para que unos petimetres de Madrid vinieran a tirarse de cabeza con una goma.

Había noches en las que Ramiro se despertaba con la fatiga. Con sus pulmones silbando, como el tren que nunca pasó por su vida ni por su estación. Miraba al retrato de la mesilla donde aparecía muy serio con su uniforme de jefe de estación. Así permanecía a veces durante horas hasta que amanecía angustiado con el pensamiento de que alguna de estas noches no vería entrar de nuevo la luz entre las persianas, ni oiría las blasfemias de su vecino Desiderio intentando arrancar el tractor. Su vida se apagaba y era como un cuadro en el que el artista ha pintado el fondo, un paisaje primoroso, el cuerpo y el traje del retratado con todo lujo de detalles pero le falta la cara. Aunque sea el mejor cuadro del mundo, la vida de Ramiro es un retrato sin rostro.

Al día siguiente volvieron don Romualdo y él a pasear por la vía pero esta vez en la dirección opuesta, hacia Extremadura. Salieron del pueblo por los antiguos lavaderos y los dos sintieron la añoranza del bullicio de las mujeres lavando en las pilas de piedra. Parece que escuchaban correr el chorro del pilón y  creían ver la ropa blanca que se extendía sobre los juncales que rodeaban a ese mentidero del pueblo que actualmente había sido sustituido como tal por la consulta del médico, verdadero lugar de encuentro de los pequeños lugares donde las mujeres acuden con “los cartones” de los medicamentos envueltos con la cartilla en una bolsa de plástico. Allí intercambian sus dolencias y sus experiencias quirúrgicas. Hoy solamente estaba junto a las pilas un dominguero madrileño de los muchos que aprovechan los viajes al pueblo para despojar a sus padres del aceite y de los chorizos de la matanza y para lavar meticulosamente su automóvil.

Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya
Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya

Continuaron vía adelante hasta cruzar el camino que discurre junto al Canto del Perdón. Se sentaron al sol y miraron hacia la enorme roca de granito en la que aparecían unos misteriosos grabados en la superficie. A su alrededor las gentes que desde hace siglos transitan por el sendero han ido arrojando cantos hasta formar un  pequeño túmulo.

– ¿Cómo quiere usted Ramiro que los gobiernos traigan aquí trenes y progreso si la gente sigue todavía echando piedras en los caminos y pidiendo deseos que nunca se cumplirán?

– Pues para eso precisamente, para que estas gentes salgan de su encierro y de su ignorancia. Aparte, don Romualdo, de que ustedes los catedráticos cuando se ponen esas togas absurdas y esos sombreros de los que parecen que cuelgan fideos no son menos ridículos.

– No te ofendas. Es curioso que lo que nuestros paisanos veneran en esa piedra no es otra cosa que un grabado de la Edad del Bronce. Algo que hace cuatro mil años producía fervor a los cazadores y mineros que andaban por aquí.

– Puede que sea eso, pero a mí me han contado otra versión. Dicen que hace muchos años, en una venta del pueblo jugaban a los naipes un pastor y un arriero. El vino y las trampas provocaron una pelea entre los dos. El arriero sacó la navaja hiriendo a su compañero de juego y emprendiendo después la huida. La rabia y la herida hicieron correr como un corzo al ofendido que dio alcance a su agresor sacando su faca pero, cuando ya iba a matarle el arriero imploró perdón y el pastor agredido escuchó la voz de una mujer hermosa que le pedía que no lo hiciera. No se sabe si la mujer era la Virgen o un hada, lo cierto es que todo el mundo pide un deseo, lanza una piedra y reza una oración cuando pasa por aquí y yo, amigo mío, voy a ser ahora mismo un ingenuo y un rústico y voy a pedir un deseo que además no le voy a contar.

– Allá tú con tus supersticiones, pero vámonos que quiero echar un trago en la fuente de los Cuadrilleros.

Grabados del Canto del Perdón
Grabados del Canto del Perdón

Cuando llegaron a la vía, un todoterreno daba acelerones intentando salir de un trampal de barro hundiéndose cada vez más. Se acercaron y aconsejaron al conductor que cortara unas retamas y las metiera bajo las ruedas. Empujaron como pudieron y, aunque a don Romualdo se le puso su abrigo pasado de moda perdido de barro, el coche consiguió salir.

– ¿Que hacen ustedes por aquí? ¿Es que son del catastro?.

– Pues no, somos topógrafos de las obras de la Vía Verde.

Ramiro sintió algo muy extraño, recordaba a los ingenieros que antes de la guerra anduvieron con sus palos y sus teodolitos midiendo por todas partes para comenzar después  las obras de la vía, su vía.

– Mire usted, esta es la línea de Talavera a Villanueva de la Serena, aunque también se la conoce como la Vía del Hambre porque en los años de la posguerra dio muchos jornales en estos pueblos, que entre la política y las sequías aquí se comieron muchas bellotas por aquella época. Pero eso de la Vía Verde es nuevo.

– ¡No hombre! – dijo el ingeniero – Así es como van a llamar los políticos a la ruta que se va a preparar para atraer al turismo rural. Vamos a arreglar las estaciones, el piso y los derrumbes. Se va a señalizar el recorrido y se van a iluminar los túneles para que vengan los turistas a recorrerla andando, en bicicleta o a caballo.

– ¿Pero van a pasar viajeros por la vía?- preguntó Ramiro casi con ansiedad.

– Pues claro abuelo, la gente de Madrid pasamos las semanas como los toros metidos en los cajones y, cuando llegan los viernes por la tarde, nos abren el toril y salimos corriendo a las sierras y a las dehesas.

Los topógrafos se despidieron y los dos jubilados continuaron su camino de vuelta a casa. Ramiro iba silencioso, mirando al frente con la vista fija en las cumbres de Gredos que se levantaban como un farallón nevado al fondo del paisaje. De pronto salió de su mutismo.

-Se imagina usted, turistas sentados en la estación con sus mochilas y sus ropas de colores, las estudiantes tomando el sol junto a la cantina. Darían una vuelta por el pueblo y comprarían algún queso o algún sombrero de paja de centeno de los que hace tía Casi, y alternarían con los cuatro mozos que quedan, que además podían emplearse en las fondas o arreglando la vía. Y visitarían la ermita del Espino, y la iglesia. Alguna vez tiene que tocar algo bueno a estas tierras.

– ¡Bah!, ¿Quién va a venir aquí a hacer turismo?. A este rincón olvidado.

– Romualdo, deja ya la mala leche, que éste también es tu pueblo al fin y al cabo. Y todos los pueblos han tenido sus momentos buenos. Ahí enfrente, a la otra orilla del río Uso, sin ir más lejos, estuvo la Ciudad de Vascos que tiene sus baños, sus palacios, sus murallas y sus mezquitas. Una ciudad rica de los romanos y de los moros que trabajaban en ella los minerales de oro de las minas de sierra Jaeña. No siempre hemos sido pobres, o te crees que los americanos no llegarán a ser con los años tan pobres como son ahora los egipcios, y eso que también tuvieron una civilización que construyó las pirámides. A todos los pueblos les vienen sus rachas, como en el mus. A lo mejor estamos ahora de racha en La Jara, como cuando los Reyes Católicos, que nuestra miel valía un Potosí.

– Veremos si es verdad, pero no te enfades ¡Coño! Y, hablando de la Ciudad de Vascos, cuéntame lo del Marqués de Lozoya con Serapio el de tía Pastora que el otro día no acabaste.

– Pues verás, vino el marqués a buscar ruinas y tesoros a la Ciudad de Vascos y le servía de guía Serapio. Un día le llevaron los porqueros de la finca una escultura de bronce como de medio metro de altura. El marqués de Lozoya dijo que se trataba de una escultura romana del dios Priapo y Serapio, al ver la escultura y fijarse en lo bien armado que estaba el tal Priapo, dijo:

– Pues a mí señor marqués esta estatua me parece el niño que no se andaba con el bolo colgando.

– Pero qué bestias sois – respondió don Romualdo disimulando mal la risa-.

lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo
lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo

– Venga, vamos a tomar unos chatos al bar de la carretera. Te convido, que hoy estoy de buen humor- invitó Ramiro.

Habían pasados dos años, Ramiro tenía otras cuantas carranclas, como llamaban en el pueblo a los achaques. Esa mañana se levantó y subió al doblado. A duras penas pudo bajar un baúl que no había abierto desde hacía cuarenta años, justo desde el día en que le comunicaron por telegrama que las obras iban a ser abandonadas antes de colocar los raíles. No se terminaría nunca pero que él podía seguir con su puesto de jefe de la estación y cuidar de las instalaciones. Él siempre había querido ser el jefe de la estación de su pueblo y allí se quedó.

Sacó del baúl un traje de jefe de estación y, después de afeitarse escrupulosamente, se puso la chaqueta, los pantalones ya no le valían. Tomó la bandera y la gorra y salió a la calle cruzándose con el cura que se quedó boquiabierto dejando caer la ceniza de su cigarro mal liado sobre la sotana.

En la vía estaban el alcalde y los concejales con el alguacil que había estrenado uniforme y zapatos para la ocasión. Los periodistas y los cámaras esperaban curioseando la vieja estación recién restaurada mientras algunos curiosos esperaban a la sombra de un enorme cartelón que anunciaba que los dineros gastados venían de Europa. El teniente de zona de la Guardia Civil esperaba la llegada de las autoridades con esa cara de aburrimiento que solamente saben poner los guardias civiles en las inauguraciones. Aparecieron varios automóviles, algunos con los cristales ahumados.

La mayonesa de los canapés empezaba ya a ponerse amarilla cuando el Consejero y el Director General fueron recibidos por el director de RENFE y otros personajes más o menos relacionados con las obras. Después de inspeccionar las reformas de la estación se dirigieron hacia el túnel para observar su iluminación por luz solar y cortar la cinta.  Ninguno de ellos reparó en un hombre menudo, oculto entre unas jaras y vestido de jefe de estación que, a su paso, bajó ceremonial una bandera mientras se le humedecían los ojos y decía ¡Aldeanueva de Barbarroya, diez minutos!.