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EL CERDO DE PIEDRA, RELATO VETTÓN

EL CERDO DE PIEDRA

Detalle de la cabeza de un verraco de Torralba de Oropesa Detalle de la cabeza de un verraco de Torralba de Oropesa

Se deshace la escarcha sobre las piedras de la muralla cuando el sol se asoma tímido por entre las crestas de Gredos. Desde que aparecieron esos malditos romanos por el valle del Tajo, los ancianos del castro consideraron que debía doblarse la guardia.

El ganado había estado tranquilo durante la noche y, aunque Baraeco se había protegido del frío y la humedad con su capa de piel de ternero y el gran toro de piedra de la entrada del corral le había resguardado del frío de esa noche de finales de otoño, el joven vetón necesitaba calentarse, sacudirse las gotas heladas de su barba. Cuando llegó el relevo se saludaron con monosílabos y Baraeco se dirigió a casa de sus padres.

Cuando llegó, la puerta ya estaba abierta, sus hermanas habían ido a ordeñar y los pequeños estaban sentados en el banco, apoyados contra la pared esperando su desayuno. En el centro de la estancia, Trebaruna, su madre, se afanaba preparando unas gachas de bellotas junto al fuego.

-Ven hijo, caliéntate y descansa. El camino que emprenderás esta mañana es largo. Menos mal que irás con tu amigo Togo y dormiré tranquila durante vuestros tres días de camino hasta el castro del vado del Gran Río.

Sé que conocéis bien el camino por las muchas veces que habéis bajado por las cañadas con los ganados, pero las gentes de la tribu de Arecorata pueden asaltaros y los lobos y los osos bajan por las nevadas a buscar comida a zonas menos frías. Ya he preparado el macuto con las tortas y el queso. Incluso os he llenado un pellejo con la cerveza tan buena que hicimos con la cosecha del año pasado.

El castro de El Raso

El muchacho comió con avidez y, tomando su espada, su lanza de astil de fresno y el zurrón de piel donde guardaba las herramientas de su oficio, salió después de besar a su madre y prometerla que la traería una de esas cazuelas que tan bien fabricaban las tribus del valle del Gran Río.

Fue a buscar a su amigo Togo. El pueblo tenía a esas horas un aspecto triste y frío con el humo de los hogares saliendo entre los piornos de las techumbres. Daba la sensación de que todo el caserío iba a comenzar a arder y de que los cerdos avisaban con gritos agudos a sus dueños. Pasó junto al templo que había dado fama a su castro en todos los contornos. Ulaca era conocido en toda la Vettonia porque las ceremonias de sus sacerdotes se desarrollaban en aquellos altares labrados en la roca viva y por los baños de vapor con los que tantas veces Baraeco se había relajado después de sus ejercicios militares o de las cacerías a las que acudía con sus amigos.

Ofrenda en el altar de sacrificios del castro de Ulaca Ofrenda en el altar de sacrificios del castro de Ulaca

Los dos compañeros salieron entre las empalizadas que protegían la entrada del castro y se dirigieron a los puertos de Menga y del Pico. En tres días llegaron al castro del Vado del Gran Río sin desviarse de la cañada principal.

El paso del Tiétar fue dificultoso pues iba algo crecido. Afortunadamente, un gran aliso había sido derribado por el río en las últimas crecidas y el tramo más profundo pudieron cruzarlo sobre él. Dejaron los bosques de encinas y alcornoques y llegaron a las llanuras del Gran Río, esas buenas tierras para el cultivo que esos malditos romanos querían obligarles a desalojar.

Llegaron al castro del Vado del Gran Río y observaron las fuertes defensas que preparaban sus hermanos. Habían elevado la muralla de piedra y habían erizado de empalizadas y campos de piedras clavadas en el suelo que intentaban impedir el asalto de los extranjeros. Cuando los guardias vieron el sol de metal que pendía del cuello de Baraeco les permitieron pasar sin dificultad, sabían que se trataba de uno de los sacerdotes de la piedra. Los únicos facultados para labrar los cerdos y los toros de piedra que protegían sus ganados y marcaban las zonas de pastos.

El jefe de la tribu del Vado del Gran Río no se encontraba allí, había salido por la mañana hacia el castro vecino de Manzanas para cambiar cebada por cerdos y no regresaría hasta el atardecer. Mientras llegaba, los dos ulacos pasaron el rato bebiendo cerveza y observando las fatigas de los hermanos vettones de las sierras que pasaban el vado del Gran Río de islote en islote con grandes trabajos para sus ganados.

Cuando llegó el jefe del clan les agasajó invitándoles a su casa. Les contó cómo, en un ataque de los bandidos de los desiertos del sur del Gran Río, había muerto su sacerdote de la piedra. Las tribus vecinas habían intentado aprovecharse de los pastos de poniente y debían marcarlos con dos verracos sagrados que demostraran a quién pertenecían las hierbas y la bellota. No quería que las armas tuvieran que llegar a utilizarse contra tribus hermanas estando tan cerca los enemigos romanos.

Verraco en Castillo de Bayuela

Al día siguiente se pusieron manos a la obra. Acudieron a los berrocales cercanos con tres parejas de sus mejores bueyes. Baraeco buscó un buen bloque de piedra, ni tan duro que dificultase su trabajo hasta el punto de necesitar templar continuamente sus cortafríos y bujardas, ni tan blando que se deshiciera con las lluvias y los hielos. No en todas partes había buenos herreros como su amigo Arentio del castro de Cogotas, él sí sabía endurecer el hierro con el fuego del brezo. Después de elegir la piedra fue bendecida con las ceremonias y los rezos habituales y con gran esfuerzo se llevó arrastrándola mediante rulos de madera hasta el lugar donde el verraco debería ser erigido. Allí Baraeco tardó tres semanas en esculpirlo pero lo acabó como a él le gustaba rematar sus trabajos. Le insinuó el rabo retorcido, labró sobre el granito dos grandes colmillo que indicaran que se trataba de un buen macho y marcó los ojos, la boca, las pezuñas y hasta el bulto de una gran verga. Cuando llegara la siguiente luna, la tribu celebraría una gran fiesta porque los pastos que siempre habían sido suyos estarían protegidos y marcados por el hermoso cerdo de piedra de Baraeco.

UN RELATO SOBRE EL JÉBALO HACE 3500 AÑOS

TRIGO Y BRONCE

(Río Jébalo, 1523 a.C.)

Relato sobre la vida de los hombres de la Edad del Bronce en los poblados a orillas del río Jébalo

Grabado de la Edad del Bronce. Arte esquemático. Representa un arquero caído Grabado de la Edad del Bronce. Arte esquemático. Representa un arquero caído.

Sobre la cumbre del cerro humean las fogatas. Las techumbres de las chozas se dejan ver entre los grandes troncos afilados de la empalizada que se levantan amenazantes sobre la muralla de piedras y tierra.

Se escucha llorar a un niño y el sonido agudo de dos piedras que chocan entre sí. Es Atra, el mejor fabricante de lascas del poblado. Bajo la sombra de un acebuche, machaca sin cesar los cantos rodados que ha subido desde el río en su esportillo de esparto. Cuando acaba de golpear las esquirlas de piedra selecciona algunas de ellas, las que son más delgadas y tienen mejor corte, y va embutiéndolas en un palo curvo para formar una hoz que regalará a su amigo Soltru, el minero.

Atra se levanta, toma una torta del fuego, ante las protestas de las mujeres que se afanan a su alrededor, y se dirige río arriba. Allí, otros guerreros de su clan intentan sacar la piedra verde de la tierra. Cuando se encuentra próximo a la orilla escucha el canto monótono de dos hombres y, al acercarse, comprueba que son los dos sacerdotes de la tribu que pintan sobre la pared del risco sagrado. Atra se detiene y en cuclillas observa como uno de ellos, sin dejar de cantar, mezcla en unos cuencos una de tierra colorada con unas plantas que previamente ha machacado en su mortero. El otro dibuja con ese pigmento unos grandes ojos sobre la piedra junto a otros trazos que representan ciervos y hombrecillos. Sin hacer ruido se retira del lugar reculando, sin hacer ruido.

En el camino comprueba si en alguna de sus trampas ha capturado una presa y una sonrisa apenas perceptible entre la suciedad y la barba de su rostro indica que ha habido suerte. Se acerca a unas zarzas donde un conejo intenta zafarse del lazo que dos días antes había situado en un pequeño sendero marcado por el paso de los roedores. De un golpe certero acaba con los sufrimientos del animal guardándolo en la bolsa de piel de ciervo que lleva colgada del hombro.

Grabado de un ciervo en la estación rupestre de El Martinete

Según avanza va escuchando más claramente las risas de las mujeres que siegan las espigas de trigo de los campos de la tribu. Atra es recibido con bromas y enseguida le son requeridas las hoces de palo que necesitan para seguir con su tarea. Se siente satisfecho porque su trabajo es valorado, nadie sabe trabajar el sílex como él, nadie sabe encontrar las piedras que guardan en su interior los cuchillos más cortantes y, aunque los mineros con sus fraguas fabrican las hachas y las flechas de la piedra verde, sabe que su labor todavía es necesaria. Antes de seguir su camino se detiene con los dos guerreros que vigilan los campos día y noche para evitar las rapiñas de las tribus vecinas. Uno de ellos está inquieto, dice haber oído ruidos extraños durante la madrugada.

Mina de cobre, la "piedra verde" del relato de La Borracha
Mina de cobre, la «piedra verde» del relato de La Borracha

Atra continúa su camino y llega junto a la mina. Varios hombres se afanan sacando espuertas de tierra y piedra verdosa de una estrecha grieta abierta en un talud. Otros se dedican a traer leña y reavivar los hornos donde se obtiene el metal. Atra se acerca a su amigo Soltru que, en esos momentos, se dispone a verter el líquido incandescente sobre un molde de piedra donde ha vaciado un hueco con forma de punta de flecha. Luego enfría con agua el preciado objeto de bronce y se lo ofrece a su amigo. Éste le responde entregándole la hoz de palo que ha fabricado con especial cuidado esa mañana. Ambos se preguntan por sus familias mientras beben cerveza de un pellejo de cabra entre risotadas.

Pero bruscamente, al mirar río abajo, Soltru grita:

-¡Fuego en el poblado!

Los mineros toman sus armas y corriendo se dirigen hacia donde se eleva la columna de humo. La distancia es larga y cuando llegan la imagen es desoladora. Tres ancianos que habían intentado repeler la agresión yacen en el suelo con los cráneos destrozados por las hachas de sus enemigos. La empalizada todavía arde, mientras que un grupo de mujeres y niños aterrorizados y heridos salen del bosque donde corrieron a refugiarse al darse cuenta de lo que se les venía encima. Los silos excavados en el suelo están vacíos. Los asaltantes Han saqueado todo el grano y se han llevado las cabras. Los hombres se revuelcan en el polvo mientras aúllan gritos de guerra y de venganza.

Pozas de Malpasillo en el río Jébalo junto al paraje de Paniagua

Atra sabía que algo así podía suceder, el poblado vecino había perdido todos sus alimentos, la sequía del año anterior había esquilmado sus reservas y un rayo había incendiado la cosecha de esta primavera. El ataque sólo era cuestión de tiempo y Atra creía que el jefe debía haber tomado más precauciones. El cerro donde se sitúa el poblado está defendido por grandes paredes de piedra pero la noche anterior sus vecinos, que antes habían formado parte del mismo pueblo se ocultaron de noche en las junqueras del río a la espera de que los hombres salieran del recinto.

Ahora a la tribu de Atra sólo le quedaba vagar en busca de bayas y animalejos por los bosques, el hambre y la muerte  o, lo más probable, otra nueva guerra en el valle.

tres muchachos en una CUEVA

 

TRES MUCHACHOS EN UNA CUEVA

Relato sobre la huida de los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta, patrones de Talavera

Septiembre del año 306

Cueva de los Santos Mártires en la cumbre del cerro de San Vicente Cueva de los Santos Mártires en la cumbre del cerro de San Vicente[

 Entre la grieta que dejan dos grandes moles de granito se asoman los ojos asustados de un joven mientras el viento agita su túnica. Desde la cumbre del Monte de Venus mira como el Tajo se acuesta en el valle. Al fondo, angustiado, vislumbra los tejados de los templos de la ciudad de Ébora. Vincencio ha recogido unas bellotas que lleva envueltas en un pedazo de lienzo. Vuelve sobre sus pasos hasta le entrada casi oculta de una cueva por la que desciende hasta su interior. Con las espaldas apoyadas sobre la piedra dos muchachas esperan aterradas, pero sonríen aliviadas al verle mientras le interrogan con su mirada.

-No se ven soldados. El día ha salido despejado y debemos continuar -dice entre imperativo y cariñoso su hermano.Esta imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es P2233519-1024x630.jpg

Aunque las hace estremecer el aire que azota la cumbre esa mañana, al salir de su refugio, la luz y el tibio sol de otoño las reconfortan. Con un poco agua de un fontarrón cercano lavan las heridas de sus pies defendidos de una caminata de nueve horas bajo la lluvia tan sólo por unas pobres sandalias. Antes de descender hacia el Piélago, el muchacho mira desconfiado hacia atrás y recuerda las historias que le contaba su abuelo. Aquí mismo se había fortificado el famoso guerrero Viriato y tuvo en jaque a los romanos desde estas alturas. Pero el lusitano al menos tenía armas. Vincencio, sin embargo, sólo tiene la certeza que empapaba todas sus vísceras de que la religión del judío crucificado, la que dice que los pobres heredarán la tierra, era la religión verdadera. Tan seguro estaba que hacía dos días, delante de Dacio, el gobernador que había encerrado a la piadosa Leocadia en las mazmorras de Toledo, había renegado de los viejos dioses asegurando que cuando los romanos los adoraban era como si veneraran a un montón de piedras y palos. Vincencio no lo creía, pero oyó decir a los soldados que le custodiaban que, en la piedra sobre la que descansaba cuando compareció ante el gobernador, quedaron marcados, como si la roca fuera de cera, sus pies y el báculo que le sostenía.

Esos mismos soldados le liberaron esa noche y con sus hermanas Sabina y Cristeta había huido entre encinas y enebros hasta el Monte de Venus. No podía permitir que el empecinamiento que Dacio achacaba sólo al fanatismo de los cristianos afectara a sus hermanas. Pero ellas, tanto y con tanta vehemencia habían escuchado hablar a su hermano sobre la nueva religión, que ya le acompañaban en lo que para unos era delirio y para otros eran convicciones profundas. Estaban ya dispuestas a morir con él sin renunciar al nuevo Dios que los emperadores perseguían con tanta saña.

Los bosques de El Piélago desde la Cueva de los Santos Mártires. Al fondo, Gredos Los bosques de El Piélago desde la Cueva de los Santos Mártires. Al fondo, Gredos

Caminando entre los robles habían llegado al otro extremo de aquellos montes y podían ver frente a ellos la alta sierra de Gredos que deberían cruzar si querían ponerse a salvo. Unos pastores que los encontraron comiendo moras junto al río Tiétar les dieron refugio esa noche. No subieron por el puerto del Pico pues, junto a la calzada, siempre había soldados que controlaban el paso del ganado y de las mercancías. La senda por la que les condujo uno de los cabreros era empinada pero más segura. Después de alimentarse de carne seca durante cuatro días llegaron, tras atravesar los piornales y las praderas de las cumbres, hasta la ciudad de Ávila. Uno de los pastores, interrogado por los soldados, delató a los hermanos y cuando llegaron a la ciudad de los fríos inviernos estaban esperando para apresarles.

Otra vez los ofrecimientos de renuncia, otra vez mantenerse en esa curiosa fe que a Daciano, en realidad, le parecía tan falsa como la suya propia, una forma más de someter a los que debían someterse. Los desnudaron y los sacaron fuera de la ciudad y después les azotaron hasta la extenuación. En el tormento que llaman hecúleo descoyuntaron sus miembros sobre una cruz en aspa. Como no acababan con sus vidas apretaron las cabezas de los tres hermanos en una prensa formada por dos tablones poniéndoles, en fin, grandes losas de piedra y golpeando sobre ellas con grandes mazos hasta que sus sesos quedaron desparramados.

Después de muertos los arrojaron  a una cueva que llaman de la Soterraña. Y dicen las gentes de Ávila que, como no permitieran los soldados que nadie enterrase los cuerpos, una gran serpiente salió de las profundidades levantada la cerviz y dando temerosos silbidos. Cuentan que un judío miraba sus cuerpos con poca reverencia y la culebra se enroscó en su cuerpo casi asfixiándole hasta que prometió, convirtiéndose al cristianismo, levantar un templo que custodiara los cuerpos de los tres muchachos de Ébora.

Los Santos Mártires huyen de Talavera, decoración esculpida en el cenotafio de la basílica de San Vicente en Ávila

HISTORIA DE LOS MOLINOS DE AGUA (y II)

SEGUNDA PARTE DE LA HISTORIA DE LA MOLINERÍA DE MI LIBRO AGOTADO «Los Molinos de Agua de la Provincia de Toledo»

Autor:  Miguel Méndez-Cabeza

Ruinas del cárcavo de un molino en el Tiétar
Ruinas del cárcavo de un molino en el Tiétar

Mediante los molinos de sangre, dos hombres o un asno molturaban en la antigüedad unos cinco kilogramos en el mismo tiempo que un molino de agua de potencia media (5-10 Cv) conseguía moler 180 kilogramos de cereales. Este hecho y la gran difusión que durante el siglo XII alcanza este ingenio, han llevado a que en la historia de la tecnología algunos autores hallan considerado esta centuria como el verdadero inicio de la revolución industrial. Esta afirmación puede parecer exagerada, pero si tenemos en cuenta que en el siglo XIX toda una serie de industrias son movidas por turbina hidráulica -que no es sino una adaptación del modesto rodezno del molino harinero- y que esta turbina (fig. 3)  se adaptará posteriormente a la producción de energía eléctrica por la aplicación en 1855 de los principios de Faraday, podemos convenir al menos en otorgar al venerable molino de agua el título de abuelo del proceso industrial.

También a comienzos del segundo milenio son los árabes quienes consiguen aumentar la potencia de las ruedas verticales al hacer incidir sobre la parte superior de las mismas la corriente de un canal [1](fig. 24). Antes de esta innovación -mediante la cual la gravedad aumenta la fuerza que antes solamente proporcionaba la corriente o “fuerza viva” del agua- la parte inferior de las ruedas se introducía directamente en el curso del río. Otra aportación de los árabes es el arubah, precursor del molino de cubo (fig. 16) y que consiste en una construcción cúbica o cilíndrica donde se acumula el agua antes de mover el rodezno. Se conseguía así otro aumento de energía por aprovechamiento de la fuerza gravitatoria[2] en corrientes de caudal escaso.

Molino en ruinas en el arroyo Marrupejo, término de Cervera
Molino en ruinas en el arroyo Marrupejo, término de Cervera

Desde la Edad Media se comienzan a disponer las palas del rodezno en sentido helicoidal. Si además de esto, se introduce la rueda en una cuba cilíndrica en la que el agua discurre desde arriba hacia abajo y en sentido rotatorio, nos encontraremos entonces ante el precursor del molino de regolfo[3]  (fig. 18).

Este tipo de ingenio fue descrito en el siglo XVI por Francisco de Lobato, probable introductor del mismo en España. En un interesante manuscrito de este autor estudiado por Francisco García Tapia, se describe este artefacto y otras muchas innovaciones tecnológicas de la molinería[4]. El aragonés Lastanosa hizo en este mismo siglo una pormenorizada descripción  de diferentes tipos de molinos con la que se adelantó en mucho a los conocimientos de su tiempo[5]. Realizó además una intuitiva pero muy aguda aplicación de otros principios físicos de hidráulica.

El Libro Once de Los Veintiún Libros de los Ingenios y Máquinas de Juanelo Turriano está también dedicado integramente a la tecnología molinera, lo que unido a la atención que, entre otros, prestan los dos anteriores autores a la molinería, nos sugiere la inquietud que estos ingenios despertaban en la época de Felipe II[6].

La Ilustración no podía dejar de interesarse por estos temas y ya en la Enciclopedia de Diderot se describe minuciosamente un molino y su funcionamiento[7].

Cárcavo de un molino de agua con su cárcavo

Al molino de regolfo, que dibuja Lobato en su manuscrito, solamente le faltaría cerrar herméticamente la cámara cilíndrica donde giran el agua y la rueda, para que nos encontráramos ante lo que más tarde se conocerá como turbina de reacción. En el siglo XVIII el francés Bellidor estudió estos molinos y sus escritos inspirarían a Fourneyron que en el año 1832 inventa e instala en París la primera turbina que llevará su nombre[8].

Las turbinas fueron la evolución natural de los molinos de regolfo como explica el texto
Las turbinas fueron la evolución natural de los molinos de regolfo como explica el texto

Las turbinas denominadas “de acción”, cuya mejor representación es la de Pelton (fig. 3), tienen su antecedente en lo que Lastanosa llamó “molinos de bomba”. En ellos una corriente vertical incide sobre la parte lateral de una rueda vertical. Este sistema ha tenido poca aplicación práctica en molinería. En el año 1849, Francis fabricó la primera turbina de admisión exterior. En ella el agua entraba radialmente y salía en dirección próxima al eje. Aún hoy se emplean y podemos reconocerlas en antiguas centrales eléctricas por su forma exterior similar a la espiral de una concha de caracol. Fourneyron añadió a la turbina un mecanismo fijo que distribuía el agua en filetes líquidos dirigidos de forma que movilizaran un rodete exterior en este caso. Se conseguía así una pérdida mínima de energía por la entrada de agua sin choque y la salida casi sin velocidad. Estas turbinas se denominan centrífugas, a diferencia de otras que cuentan con distribuidor exterior y rodete interior y se conocen como centrípetas. Pelton consigue, sin embargo, disminuir la pérdida de energía por el choque del agua cuando, al partir en dos las cucharas del rodete mediante una arista medial, divide el chorro en dos mitades suavizando el impacto[9].

Hemos hecho esta breve descripción de las principales turbinas porque, aunque estos artificios se salen del ámbito de la etnografía para entrar en el de la arqueología industrial, su nacimiento y evolución apoyan la idea del molino de agua como origen de la tecnología industrial.

Sala del molino de Los Rebollos en Valdeverdeja

Las correas de transmisión supusieron otro avance importante por cuanto se conseguía con ellas impulsar toda la maquinaria complementaria de la molinería (dechinadoras, limpiadoras, cernedores y humedecedores) al transmitir el movimiento rotatorio del eje del rodezno a otros ejes que las movilizaban. Los tornillos de Arquímedes y los rosarios de cangilones facilitaron por su parte el transporte en sentido vertical y horizontal del grano y de la harina. Todos los elementos anteriores fueron ingeniosamente combinados en diferentes planos de un edificio por Oliver Evans en 1783, año en el que diseñó y construyó la que podíamos considerar como primera fábrica de harina[10].

Sulzberger empleó por primera vez cilindros de hierro en lugar de las tradicionales piedras de molino y Weymann en el año 1874 utiliza cilindros de porcelana.[11].

A comienzos de este siglo, cuando se utilizan la electricidad o los motores diesel como fuerza motriz para estas fábricas de harina, comenzará un lento pero inexorable declive de los molinos de agua que solamente continuarán funcionando hasta nuestros días en contadas ocasiones y casi siempre para moler pienso.

En España, las fábricas de harina movidas por turbina hidráulica comienzan a distribuirse por todo el territorio nacional en las últimas décadas del pasado siglo. Es característica en ésta, como en otras instalaciones industriales, la influencia tecnológica francesa, aunque a principios del siglo XX se percibe la entrada de maquinaria y la utilización de tecnología austro-húngara.[12]

[1]  MOPU-CEHOPU : “La obra pública en España, patrimonio cultural” ,Catálogo exposición, Madrid, 1986.

[2]  MUMFORD, L. Opus cit.  p. 133.

[3] DAUMAS, M. Opus cit p. 67.

[4] NICOLÁS GARCÍA TAPIA, Los molinos en el manuscrito de Francisco Lobato (Siglo XVI), Los Molinos, Cultura y Tecnología, Sorzano( la Rioja) – Madrid, 1989, Centro de Investigación y Animación Etnográfica, pp.  151-173.

[5] GARCÍA, N. y CARRICAZO, C. : Opus cit. pp.67-81.

[6] LOS VEINTIÚN LIBROS DE LOS INGENIOS Y MÁQUINAS DE JUANELO TURRIANO, Fundación Juanelo Turriano, Edic. Doce Calles y Biblioteca Nacional, Madrid 1996. Vol II, pp. 323-388.

[7] STRANDH, S.: Historia de las máquinas. Madrid, Ed Raíces, 1984, pp. 115.

[8] GARCÍA, N y CARRICAZO, C.: Opus cit. pp. 93-96

[9] De IGUAL, J.: Máquinas e instalaciones hidráulicas. Ed. Soler, Barcelona, 1922, p. 122.

[10]  ESPASA- CALPE, Enciclopedia, Primera Edición, ver Molinería, pp. 1474-1571.

[11]  Ibidem

[12] ILLA, A.: El Libro del Molinero, Tratado práctico de la fabricación de harinas.Murcia, Tipográficas de Anselmo Arqués, 1883, pp I-IX de la introducción.

 

BREVE HISTORIA DE LOS MOLINOS DE AGUA (I)

LOS MOLINOS DE AGUA DE LA PROVINCIA DE TOLEDO

(Fragmento de mi libro publicado por la Diputación de Toledo y ya agotado «Los Molinos de Agua de la Provincia de Toledo))

Autor: Miguel Méndez-Cabeza

Molinos de los Rebollos en el Tajo (Valdeverdeja)
Molinos de los Rebollos en el Tajo (Valdeverdeja)

I.- INTRODUCCIÓN HISTÓRICA A LA MOLINERÍA

   El concepto de máquina se define como el de “ un conjunto de piezas con movimientos combinados mediante el que se aprovecha una fuerza para producir un trabajo”. Podemos considerar al molino de agua -que es la aplicación más directa de la rueda hidráulica- como la primera máquina, el primer artificio que ahorra tiempo y energía al ser humano y a sus animales domésticos. Solamente la vela impulsó a las embarcaciones antes de que las aguas hicieran rodar las piedras de molino[1].

Mola asinaria romana, molinos de "sangre" movidos por fuerza de animales o de esclavos

Mola asinaria romana, molinos de «sangre» movidos por fuerza de animales o de esclavosHasta su invención, eran pequeños molinos de mano o los denominados en la antigüedad con el significativo nombre de “molinos de sangre” los que, movidos por energía animal (mola asinaria) (fig. 1) o humana (mola trusátilis), abastecían de harina a una sociedad esclavista como la romana[2]. Es probable que hace tres mil años existieran ya rudimentarios molinos de rueda horizontal en Asia Menor, precisamente en la misma zona de la tierra que vio nacer las culturas neolíticas y con ellas el cultivo de los cereales.[3]

A comienzos de nuestra era estos ingenios se documentan en Grecia y Escandinavia. Hacia el año 100 antes de Cristo, Estrabón, en una crónica sobre Mithridates del Ponto, se refiere a un tal Manganareios Hydraleia que vivía en Sardes. Este nombre ha sido traducido como “ constructor de molinos de agua”.[4]También Antipater de Salónica se refiere a nuestros ingenios en un texto que, según la traducción de V. Gordon Childe, dice:

“ Molineras, no toquéis más el molino de mano porque Deméter ha pedido a las ninfas que realicen vuestro trabajo. Ellas corren en lo alto de la rueda y hacen girar sus ejes”.[5]Existen además algunas otras referencias posteriores de autores helenísticos que parecen hablarnos de molinos hidráulicos.[6]

En tiempos de César, describió Vitrubio en el libro X de su obra “ De Architectura” el molino de rueda vertical que posiblemente se habría inspirado en la rueda persa o saquiya. Este artilugio precisaba de engranajes que transmitieran el movimiento a las piedras situadas en un plano horizontal y por tanto perpendicular a la dirección del movimiento de la rueda.[7] La necesidad de estos engranajes hizo preciso el desarrollo de una carpintería mecánica que acompañaría a la evolución de los molinos de agua y de viento hasta la Edad Moderna, impulsando así una cada vez más compleja tecnología preindustrial.[8]

Molinos del primer ojo del puente en el dibujo de Van der Wingaerde
Molinos del primer ojo del puente en el dibujo de Van der Wingaerde

Además de Vitrubio otros autores de la misma época citan molinos de agua. Es el caso de Plinio que describe un artificio para moler grano en el norte de Italia. Encontramos referencias similares en la historia de Jutlandia, Inglaterra y China donde aparecen molinos de tecnología muy sencilla.[9]

En el ágora ateniense se hallaron restos arqueológicos de estructuras que parecían pertenecer a un molino de rueda vertical de tipo vitrubiano y que se dataron en torno al siglo V a.C. También en Francia, cerca de Arlés, se encontraron restos de ingenios romanos dedicados a la molturación y que aprovechaban el desagüe de una presa.[10]

Podemos añadir, a estos escasos restos arqueológicos que nos confirman la presencia de molinos en la antigüedad, la presencia en mosaicos de época romana o bizantina de imágenes que nos sugieren la silueta de ruedas y molinos de agua.[11].

Por los datos que tenemos, estos primeros ingenios habrían sido movidos por una rueda vertical que, como luego veremos, precisa de corrientes de caudal considerable para su funcionamiento. Las avenidas que durante siglos tuvieron esos grandes ríos habrían dificultado la conservación de los restos de estos primeros artificios.

Molino de arroyo en el Guadmora . Hinojosa de San Vicente
Molino de arroyo en el Guadmora . Hinojosa de San Vicente

Los pequeños molinos de rueda horizontal, aunque tienen el inconveniente de aprovechar en menor medida la energía hidráulica, se adaptan, sin embargo, a regímenes más torrenciales y de mayor pendiente pero de menor caudal.. Se produce gracias a esto una gran dispersión de los pequeños molinos de ribera desde la Edad Media. De esta manera se distribuyen en zonas más montuosas y marginales en menor relación con los grandes ríos y sus fértiles y pobladas vegas.

A pesar de que ya los romanos legislaron sobre el molino hidráulico, éste debió tener poca importancia en la época imperial pues en una economía esclavista como la romana no resultaba rentable su construcción por el desembolso de capital que precisaba. La escasez de mano de obra a partir del siglo IV motivó la consideración de utilidad pública para los molinos y, por ejemplo durante el siglo V en Irlanda y en el VI en la legislación de otros pueblos bárbaros, aparece reflejada la dispersión e importancia que fueron tomando.

Molinos de Calatravilla aguas abajo de Puente del Arzobispo

[12]

A partir del siglo X se localizan en Castilla la Vieja gran cantidad de instalaciones molineras aunque en nuestra zona, el escaso conocimiento de las fuentes árabes hace que no documentemos con certeza la existencia de molinos hasta el siglo XI y sobre todo el XII, centuria en la que aparecen dentro del ámbito de Castilla la Nueva alusiones a molinería en el fuero de Cuenca, mientras que en el territorio de Castilla la Vieja ya en época tan temprana como es el siglo IX hay abundantes referencias a molinos en los fueros de diferentes ciudades. En nuestra provincia, durante el siglo XII, el viajero árabe al- Idrisi a su paso por Talavera nos habla de que “ un gran número de molinos se elevan sobre las aguas del río” (fig. 2).[13]

Para estas fechas el molino de agua ha alcanzado una considerable difusión en Europa, baste decir que Guillermo el Conquistador censa en sus territorios británicos un número de 5.684 molinos de ribera.

1 DAUMAS, M.: Las Grandes Etapas del Progreso Técnico. México, Fondo de Cultura Económica 1983, p. 46.

[2]  ESCALERA,J.y VILLEGAS, A.: Molinos y panaderías tradicionales. Madrid, Editora Nacional, 1983, p. 23.

[3]  GARCÍA, N y CARRICAZO, C.: Molinos de la Provincia de Valladolid. Valladolid, Cámara Oficial de Comercio e Industria de Valladolid, 1990, p. 50.

[4] DAUMAS, M.: Opus cit. p. 48.

[5] MUMFORD, L.: Técnica y Civilización. Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 132.

[6] DAUMAS, M.: Opus cit. p. 48.

[7] VITRUVIO, Marco Lucio.: Los diez libros de Arquitectura. BLANQUEZ, A. Editorial Iberia, Barcelona 1955, Libro X, p. 269.

[8] GONZÁLEZ TASCON, I.: Fábricas Hidráulicas Españolas. Madrid, M.O.P.U.- C.E.H.O.P.U. 1987.

[9] DERRY, T.K. y WILLIAMS, T.I. : Historia de la Tecnología. Madrid, Siglo XXI,1986,p. 369.

[10] GARCÍA ,N. y  CARRICAZO C.: Opus cit. p. 150.

[11] Ibidem p. 53.

[12] MUMFORD, L. Opus cit. p. 133.

[13] GARCÍA MERCADAL, J.: Viajes por España. Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 45.

MINEROS EN LA JARA, UN RELATO

Explotaciones mineras en el pueblo de Las Minas de Snta Quiteria

MINEROS DE LA JARA, OCTUBRE 1877

Minas junto al río Uso en Sevilleja de la Jara
Minas junto al río Uso en Sevilleja de la Jara

Sentado sobre un montón de escorias, Agapito mira desolado hacia la bocamina. Observa el paisaje impregnado de esa suciedad triste que siempre acompaña a los trabajos mineros. Al fondo, en el nacimiento del río Uso, se oye la berrea de los venados que, con sus escaramuzas de macho en celo, demuestran que el impulso de la vida late todavía con fuerza entre los robledales y los alcornocales de la sierra. Agapito piensa que hasta los ciervos y los jabalíes son más felices que él, que la naturaleza es más generosa con las alimañas que con él mismo, aunque el cura les haya dicho tantas veces en los sermones que Dios hizo al hombre para que fuera el rey de la creación.

Había decidido cerrar su pozo cuando ayer murió su socio Manuel el de Almadén. Todo el mundo le llamaba así en Sevilleja porque, aunque era arriero, había sucumbido a la tentación de robar en los Guadarranques un par de caballerías a la comitiva de una marquesa en peregrinación a Guadalupe. Hirió al ser descubierto a uno de sus mozos y la Santa Hermandad lo hizo preso. La condena a las minas de azogue de Almadén era peor que una condena de muerte. Pero tuvo la suerte de que uno de los encargados fuera familia de su mujer y pudo regresar con vida. Manuel había perdido sus mulas y en el pueblo desconfiaban de él, ya no podría ser arriero. Vino con la salud muy resentida, con la sangre envenenada del mercurio, pero con la seguridad de que si la suerte le había salvado del azogue también le favorecería encontrando una buena veta de oro.

Ruinas de las "minas de Antonio" en Sevilleja
Ruinas de las «minas de Antonio» en Sevilleja

Agapito envolvió el cadáver de su compañero en unos sacos de arpillera y lo echó sobre la borrica. El animal también daba la sensación de estar triste y cansado de aquel lugar donde no se acercaban ni los cabreros. Solamente jarales amarillentos, como queriendo secarse, y esa tierra áspera de pizarras sin hierba que se extendía hasta Anchuras.

Cuánto esfuerzo y cuánta soledad, para que al final la miseria siguiera siendo la compañera de su vida. Miraba a sus albarcas y veía asomar sus pies teñidos del color verdoso del mineral. Había tenido que fabricarse él mismo su calzado con una raíz de fresno y unas lías de esparto, ya no tenían ni para comprar sal. Les quedaba pan de centeno mohoso y algún conejo que Manuel había cogido en los cepos. En primavera colocaba sus cañales sobre las chorreras del río y las anguilas y pececillos que cogía con destreza les ayudaban a matar el hambre. El hambre, siempre amenazante, siempre asomada en la boca del estómago, como advirtiendo de que podría llegar a ser más dolorosa.

Todos los árboles que rodeaban a la mina habían ido secándose cuando la lluvia quemaba las raíces con los venenos de las escorias. Solamente quedaba un fresno junto al arroyo con una rama gruesa y robusta de la que Agapito había pensado colgarse por el cuello en no pocas ocasiones. Ahora la miraba en silencio hasta que una urraca con su graznido le despertó de su ensimismamiento.

Era el cuarto pozo que abría, el cuarto intento de llegar a ser un hombre feliz sin tener que esperar jornales de otros para poder comer. Era tanto el entusiasmo y la esperanza en la fortuna que sintió la primera vez que abrió una galería en la tierra, que la puso por nombre Nueva California. A Agapito le habían contado que en ese lugar lejano se habían hecho ricos muchos como él. Su segundo intento se produjo cuando nació su hija Matildita y así llamó a este nuevo intento que también fracasó. En la tercera obtuvo algún dinerillo al principio de trabajar la veta, pero luego se agotó, acabando con la ilusión que había depositado en su mina Potosí, que hasta hizo que le escribieran el nombre en un tablón y lo clavó a la entrada.

Bocamina de las explotaciones de galenas argentíferas junto al río Uso
Bocamina de las explotaciones de galenas argentíferas junto al río Uso

Al levantarse, notó ese dolor en la espalda que, desde que le cayó encima uno de los encofrados, le mantenía despierto tantas noches. Se acercó al pozo y fue enrollando la escala de palos y cuerda. Mientras, recordaba la primera vez que entró en esta mina y el susto que se llevó cuando en una de las galerías inundadas encontró los huesos de un hombre que alguna guerra olvidada había dejado allí, como ocultándolo a la historia. Según el maestro del pueblo este pozo era obra de los antiguos y esto animó a Agapito a intentar buscar la veta que seguramente ocultaban sus entrañas.

El minero cogió los capachos de esparto remendados con los que había sacado tantas arrobas de escoria y los llenó con sus pobres pertenencias y sus herramientas. Picos, mazos, punteros, cuñas y almadanas colgaban junto al cuerpo de su amigo como si fueran las armas de un caballero. Tomó el camino polvoriento hacia Sevilleja. El polvo había sido el verdadero compañero de su vida. ¡Dios Santo! -pensó- cuánto polvo habré tragado en toda mi vida. Al entrar en el pueblo, los niños se apartaban aterrados al paso de aquel hombre de pelo y rostro sucios y renegridos.

DE LAS POSADAS DE COLMENAS A LAS DEHESAS

LA NATURALEZA Y LA HISTORIA 3

Tercer artículo de cuatro que obtuvieron el Premio Cabañeros de periodismo medioambiental de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha

DE LAS POSADAS DE COLMENAS A LAS DEHESAS

Monumento al primer repoblador medieval de Alcaudete de La Jara
Monumento al primer repoblador medieval de Alcaudete de La Jara

Tras la reconquista de Talavera en el siglo XI, vuelven los cristianos y comienzan los titubeantes intentos de repoblación del inhóspito y desierto territorio de La Jara durante varias centurias. Primero se aprovechan unas cuantas colmenas y después se van rozando los encinares y jarales para conseguir tierras «de pan llevar».

Estos pioneros se enfrentan a tierras casi vírgenes habitadas todavía por osos, como en Robledo del Mazo donde, en el siglo XVI, justifican sus habitantes el nombre del pueblo porque sus abuelos al llegar a ese hermoso valle tienen que luchar con la glotonería de los plantígrados que destrozan sus posadas de colmenas, consiguen ingeniárselas mediante un mazo movido por una rueda hidráulica que machaca incesantemente espantando a los osos.

Los cultivos se fueron asentando tras rozar el monte bajo y los bosques de La jara

Los cultivos se fueron asentando tras rozar el monte bajo y los bosques de La jaraLos venados, los corzos y los jabalíes campan a sus anchas por una comarca salvaje donde se esconden golfines y bandidos aumentando la inseguridad de sus pobres habitantes. Se funda por ello una de las primeras  policías rurales de Europa, la Santa Hermandad Vieja de Toledo, Talavera y Villa Real, que vigilará los caminos y despoblados de los Montes de Toledo y entre cuyos símbolos figuran un jabalí y una colmena por su vinculación a meleros y ballesteros, primeros hombres que se aventuran en esas tierras.

En algunos aspectos, al igual que las actuales patrullas de medio ambiente de la Guardia Civil, tenía esta Hermandad Vieja competencias que pudiéramos considerar como «ecológicas», ya que cuidaban sus cuadrilleros de impedir rozas, talas y carboneos ilegales que las férreas ordenanzas talaveranas intentaban impedir.

En épocas de hambruna era, a veces, la tala de un poco de leña, el único recurso de subsistencia y tanto era así que el concejo talaverano se vio obligado a dar un bando llamando a los vecinos a evitar las cortas abusivas de leña porque si no vendría la ruina para ellos e «incluso los ricos hombres» serían pasto del hambre y la miseria. Egoísta e interesado concepto éste de la conciencia ecológica pero que, aplicado hoy, puede hacernos ver también cómo el deterioro de algún paraje natural o de la capa de ozono son un problema de todos los estratos de la sociedad.

Ciervos en una dehesa de Oropesa

Pero en esas ordenanzas municipales había además, como hoy, normativas menos afortunadas que por ejemplo premiaban el exterminio de «alimañas» pagando por cada ejemplar de «oso, lobo, o raposa» que se demostrara fehacientemente haber dado muerte mediante la entrega de su cabeza y garras. La caza, como siempre, ejemplo de la esquizoide relación amor -desamor entre el hombre y la naturaleza.

Todavía en el medievo la caza era al menos una actividad más noble, el hombre se enfrentaba al animal con las flechas de su ballesta y su astucia, cualidad desarrollada en las Tierras de Talavera cuando se descubre aquí la caza de paloma con cimbel, como se refiere en actas municipales del siglo XV.

Un siglo antes esa actitud dual entre el cazador que depreda y al mismo tiempo admira el medio natural la encontramos en las sabrosas descripciones de parajes y cazaderos que nos hace el Libro de la Montería de Alfonso XI , rey que recorrió la Sierra de San Vicente por ser «buen monte de oso en invierno». Pero antes que él, ya se habían fijado en el encanto de esta sierrecilla los mismísimos romanos, que la bautizaron con el nombre de su diosa de la naturaleza, Monte de Venus la llamaron.

Una fuente en El Piélago en la Sierra San Vicente
Una fuente en El Piélago en la Sierra San Vicente

Ya hemos hablado del talaverano Padre Juan de Mariana, preceptor de Felipe III que vino aquí a inspirarse para escribir el libro «Del Rey y la institución real» en el que por primera vez se justifica el tiranicidio.

Soplan templadísimos vientos libres de todo miasma, brotan de todas partes las más frescas aguas, corren acá y acullá fuentes cristalinas, cosas todas por las que no sin razón fue aquel lugar llamado Piélago. Alegre es allí el sol, alegre el cielo, alegre por demás la tierra cubierta de tomillo, borraja, acedera , peonía y mucho más de yezgos y de helechos…        

Todavía hoy la Sierra de San Vicente no desmerece de esa descripción de finales del siglo XVII.

Pero no es este el único documento histórico que describe o ensalza alguno de los parajes de nuestra comarca, las Relaciones de Felipe II cuentan con jugosas descripciones de la flora y la fauna que nos ayudan a comprender los cambios en el medio natural y, curiosamente, sorprende que la degradación, sobre todo del manto vegetal, no ha sido tan intensa como podríamos pensar. Vayamos por ejemplo al otro extremo de la comarca, a Mohedas de la Jara donde en 1572  «El monte es abundoso de leña de enzina, alcornoques y robles, quexigos e jaras, madroño e brezo. Descripción exacta de la actual vegetación de monte mediterráneo de la sierra de Altamira en Mohedas.

Dejamos pasar doscientos años y en 1784, el cura del pueblo responde a su obispo que en ese pueblo jareño » se cría con abundanzia benado, zierbas, corzos, benaetes, jabalíes, muchos lobos, zorros, gatos monteses, guarduños, lobos zerbales, conejos, liebres, perdizes, abertruzes, quebrantahuesos, águilas, vilanos, víboras ponzoñosas muchas y otros animalejos que se ignoran sus nombres.

No sabemos si el párroco quiso sorprender al obispo con lo de las avestruces o si aplicaba ese nombre a alguna otra especie de ave.

NATURALEZA EN LA FRONTERA

NATURALEZA EN LA FRONTERA

2º ARTÍCULO DE 4 de la serie LA NATURALEZA Y LA HISTORIA : Premio Cabañeros de periodismo medioambiental

Murallas árabes lamidas por el río Tajo que tanto condicionó la historia de la comarca

La llegada de los pueblos bárbaros ocasiona una nueva dispersión de la población. Son numerosos en toda la provincia de Toledo los yacimientos rurales tardorromano-visigodos. Aparecen dispersos, siguiendo el curso de los arroyos que bajan de los Montes de Toledo y la Jara, numerosos asentamientos de modestas gentes que, según algunos autores, podrían haber tenido en la miel una importante fuente de recursos, pues no debemos olvidar que la capital del reino visigodo estaba en Toledo y que en aquella época el único edulcorante conocido era el producto de las colmenas. Es este aprovechamiento melero uno de los más respetuosos con el ecosistema y el que también arrastraría tras la reconquista cristiana, a los pioneros de la repoblación a las alquerías, embriones de los pueblos de nuestros montes.

Tinaja musulmana hallada en Talavera en el Arco de San Pedro en un dibujo del siglo VIII

Y llegaron los árabes, de nuevo la vuelta a la ciudad, la vida de los musulmanes giraba, al contrario que la de los cristianos del norte, alrededor de  pequeñas o grandes ciudades con un alfoz rural en su entorno que albergaba una escasa población dispersa. Talavera era una de esas ciudades y reunía además otra de las características preferidas por los seguidores de Mahoma, la presencia de un río. Era la suya una «civilización hidráulica» y son en estas tierras los primeros que construyen aceñas, molinos de agua que necesitan de una presa o azuda.

Muchas de las aceñas y molinos del Tajo ya molían en tiempos de los árabes

Azudas que eran también necesarias para llenar los arcaduces de las norias que a su vez colmarían las albercas. Todas estas palabras y muchas más son huellas imborrables de la Cultura del Agua que nos legaron. Esas huertas, que todavía permanecen en las vegas talaveranas con su cenador, su corredor emparrado, su noria, su alberca y sus palmeras, son hijas de  esa cultura respetuosa con el agua que nos legaron los antiguos habitantes de la ciudad que ellos llamaron Talvira. Parece que no hubiera pasado el tiempo cuando Ibn Luyun en el siglo XIV recomienda …hágase una acequia que corra entre la umbría. Plántese junto a la alberca macizos siempre verdes que alegren la vistaen el centro habrá un pabellón en que sentarse con vistas a todos lados…y que haya parrales que cubran los paseos.

Cuando digo cultura respetuosa es porque, para ellos, el agua es un tesoro precioso, no valoran el exceso, el derroche, aprecian ese modesto chorrito que resuena en el jardín como canta Ben-Raisa : Qué bello surtidor que apedrea el cielo como estrellas fugaces que saltan como ágiles acróbatas.

La suya es una naturaleza interior, una naturaleza doméstica, el jardín, una naturaleza que hace necesario sacar del diccionario nuevamente esas palabras de inequívocas raíces árabes o mozárabes: alhelí, aladierno, alcornoque, almendro, albahaca, arrayán…

Las fortalezas como esta de Castros, jalonaban el Tajo

En esa cultura del agua, los baños eran el lugar de encuentro y comunicación, todavía hoy podemos en la impresionante Ciudad de Vascos, visitar en el arroyuelo de Los Baños las ruinas de una de esas instalaciones en un paraje encantador de acebuches, almendros y chaparros.

Pero toda la comarca de la Jara fue durante mucho tiempo, tierra de nadie, un lugar desierto, salvaje e inhóspito donde quienes se aventuraban a asentarse deberían no sólo convivir con osos y lobos, sino también  arriesgarse a perecer ellos y sus cultivos víctimas de las razzias y quemas de ambos bandos. En la cultura árabe el medio ambiente tradicional es el desierto y se asocia con el demonio y el miedo pero el jardín es la forma simbólica islámica del paraíso coránico en la tierra.

Pero esa naturaleza solitaria, ese locus desertus que decían los cristianos del otro lado de la frontera, siempre indujo a la mística y así, algunos eremitas-soldados árabes se retiraron a esos lugares apartados e inseguros, a las rápitas, como la que dio nombre a Marrupe, pueblecito de la sierra de San Vicente, cuyo nombre según los eruditos quiere decir Mazar-al – Rubait,  molino de la pequeña rápita o convento.

Por contraposición los lugares frescos, arbolados, con su arroyete, eran ese locus amoenus donde Berceo situaba las apariciones de la Virgen y los pastorcillos tenían sus visiones místicas.

La cultura árabe y la cristiana se identificaban a ambos lados del Tajo como dos sistemas ecológicos distintos, uno predominantemente cerealícola hacia el norte y otro típicamente mediterráneo hacia el sur con viñedos ,olivares y «oasis» de regadío con un papel menor de los cereales ; y ahí justo en esa frontera militar y ecológica defendida por las fortalezas de Vascos, Castros, Canturias ,Espejel y Alija se encontraba «La ciudad de Talavera, el punto más lejano de las marcas de los musulmanes, y una de las puertas de entrada a la tierra de los politeístas; es ciudad antigua, sobre el río Tajo». Como decía en el siglo XI el geógrafo andalusí Al-Bakri.

Agua y jardín, pero también razzias, incendios y frontera de destrucción fueron algunas de las huellas que los árabes unas veces y los cristianos otras dejaron en los montes y los campos de Talavera.

RELATO SOBRE CAÑADAS Y TRASHUMANTES

CAÑADAS Y CORDELES:

Puente medieval construido entre La Mesta y el Concejo de Talavera para el paso de un cordel trashumante
Puente medieval construido entre La Mesta y el Concejo de Talavera para el paso de un cordel trashumante

Marzo de 1557

Esa mañana el movimiento era febril en la venta. El olor del pan recién cocido daba al amanecer un aroma de placidez. Los rabadanes daban órdenes a los zagales que  intentaban agrupar a sus hatos con los mastines, separando las ovejas extraviadas de rebaños ajenos entre el ir y venir de las carretas de la Real Cabaña. Los bueyes venían tirando desde la Mancha de largas hileras de carros con la leña que habían cargado en los montes de Toledo y que después venderían a los alfareros talaveranos. En la villa cargarían tejas vidriadas y cacharros para llevarlos hasta Sevilla y embarcarlos con destino a las Indias.

Tenían que darse prisa. Allí mismo iba a tener lugar una vista del Alcalde Entregador de la Mesta a causa de la denuncia de los pastores. Tenía que juzgar el rompimiento de la cañada por unos vecinos que habían cultivado unas viñas en ella.

Los hateros estaban acabando de cargar el pan, la ropa y los utensilios en sus caballos. De uno de ellos colgaban las pieles de dos lobos que los perros habían matado poco antes de cruzar el puerto del Pico. Un comerciante vendía a los trashumantes la sal que portaba en sus borricos. En unos minutos, los cientos de ovejas despejaron el lugar para ir a beber a la fuente de un descansadero cercano, donde permanecerían mientras los ganaderos curioseaban como espectadores en el juicio que iba a tener lugar.

Rebaño por la cañada leonesa a través del Baldío de Velada

El concejo de la villa había sido reunido a campana tañida. Los alcaldes, regidores y hombres buenos llegaron todos juntos al lugar. Una polvareda a lo lejos indicaba que la comitiva del Honrado Alcalde y Entregador Mayor de las mestas y cañadas de Su Majestad estaba próxima. Más de doscientas personas entre escribanos, criados, secretarios y gente armada formaban su séquito. Los ganaderos se descubrían a su paso y, montado en su caballo engalanado para la ocasión, avanzaba el hombre que tenía la capacidad de juzgar todos los hechos acaecidos en las cañadas, cordeles y veredas, o que tuvieran relación con los hombres y ganados de la Mesta que transitaban por ellos. Iban llegando más curiosos hasta que una multitud se reunió en torno al estrado que los hombres del Entregador habían montado el día anterior bajo un toldo.

Fuente en la Cañada Leonesa Oriental a la altura de Almendral de la Cañada

Con gran ceremonia, el juez de las cañadas tomó asiento y ante él compareció el  procurador del Honrado Concejo de la Mesta. Con un largo discurso acusó a algunos vecinos de la villa de haber plantado panes y viñas en la cañada y de hacer a los rabadanes y pastores diferentes injurias, quebrantándoles sus hatos y llevándoles sus ganados. Pidió que la cañada fuese abierta de nuevo arrancando las cepas que en ella se habían plantado y quitando los cercados. También solicitaba una compensación de diez mil maravedíes para los ganaderos afectados directamente. El concejo de la villa protestó por las numerosas ocasiones en que los ganados habían invadido al atravesar su término las cinco cosas vedadas: panes, dehesas, viñas, huertas y prados de guadaña. Además, era sabido que los serranos habían intentado eludir el pago de la la asadura a la Santa Hermandad Real y Vieja de Talavera cuando cruzaban el puerto de Berrocalejo, y como el Entregador sabía, los cuadrilleros hermandinos debían cobrar esa renta, pues con ella se protegían las cañadas y despoblados de los bandidos y los ladrones de ganado.

El «Venturro» de Ventas de San Julián en la Cañada Leonesa Occidental

El Entregador respondió que eso, aunque fuera cierto, no les excusaba de los rompimientos de cañadas y era su obligación hacer cumplir las cartas y privilegios que los reyes habían otorgado al Honrado Concejo, siempre que los testigos confirmaran las acusaciones. Para ello ordenó al concejo de la villa que designara seis hombres buenos para que con el Alcalde Entregador andaran y apearan la cañada usurpada, lo que les mandó que cumplieran si no querían incurrir en las penas contenidas en las cartas y privilegios del Rey.

Un relato breve: COLMENEROS, 1486

Colmenas de corcho en La Jara
Colmenas de corcho en La Jara

COLMENEROS, 1486

Marcela se acercó hasta la entrada del muro de piedra que circundaba la posada de colmenas y permaneció allí, quieta. Con un movimiento de cabeza llamó a su hijo Bartolomé. Ella sabía bien que una mujer mientras estuviera con su flor no debía acercarse a las abejas. Ni siquiera cuando hubiera comido ajos o cebollas, pues eran animalias muy delicadas a las que también molestaban los malos olores.

El muchacho se acercó a ella y tomó la cantarilla de vino, la hogaza y el pedazo de queso  que les había traído para el almuerzo. Su marido dejó de encalar el poyete de pizarra cogida con barro que acababa de levantar para dar asiento a las colmenas.

Imagen medieval que representa un huerto con colmenas

Imagen medieval que representa un huerto con colmenasDespues de comer se lavó cuidadosamente las manos en el arroyo del Endrino. Sabía que las abejas debían ser tratadas con mucha limpieza y que un colmenero no podía jamás ser sucio ni borracho. Así se lo enseñó en cierta ocasión el beneficiado de la parroquia de San Miguel, don Gabriel Alonso de Herrera. Incluso le dijo que debía ser casto, pues ya los antiguos aseguraban que la diosa de la castidad tenía a su cargo las abejas. Además, si ellas son castas y limpias, es razón que las trate persona casta y limpia.

Pasó aquel día un buen rato con don Gabriel, respondiendo a las muchas preguntas que el cura le hizo sobre la granjería de la miel. Se hizo su amigo y siempre que iba por la villa le llevaba un cirio de la cera de sus abejas para alumbrar a la Quinta Angustia.

El olor de la jara, tan dulce que a veces podía casi paladearse, lo invadía todo. Bartolomé se acercó a orinar a unas junqueras y, de pronto, se agachó, levantando orgulloso una gran culebra a la que desnucó con un brusco movimiento de muñeca. Bien sabía por las enseñanzas de su padre que los lagartos, las culebras y escuerzos sólo hacían daño en la posada. El padre se levantó y fue cojeando otra vez hacia el caldero de la cal para acabar su tarea.

Colmeneros en el pueblo jareño de Carrascalejo

A veces, cuando Bartolomé veía a su padre renqueando, sentía un escalofrío y, al mismo tiempo, una extraña sensación de orgullo. Recordaba cómo siendo niño acompañaba una mañana a su padre a visitar las colmenas más lejanas de su casa, en la sierra del Atalayón.

Tal vez por el ruido del río que venía crecido o debido al fuerte viento en contra, se dieron de bruces con un oso al entrar en el colmenar. Andaba golosineando con los panales. Los había sacado de los corchos que habían rodado de un zarpazo despedazados por el suelo. Con un salto de sus patas traseras el enorme animal se abalanzó sobre el colmenero, mientras su hijo se ocultaba llorando detrás de la pared. No pudo Bartolomé ver la pelea de la bestia con su padre hasta que, herido, se acercó hasta él arrastrándose y gimiendo. El animal, antes de morir de una certera cuchillada en el cuello, le había desgarrado la pantorrilla de un zarpazo.

Paisaje jareño típico. Los colmeneros fueron los primeros en repoblarlo

Costó curar la herida, pero su vecino el hortelano, que había ido a vender unos canastos de priscos a Talavera, llevó la cabeza y las garras del oso hasta la cárcel de la Santa Hermandad cobrando la recompensa. La Santa Hermandad se fundó para vigilar los yermos y despoblados y defender de bandidos a los colmeneros. Ellos premiaban a los que acababan con sus enemigos y uno muy importante era el oso.

Y cuando más tarde fue toda la familia a la feria, todavía estaban clavados los despojos en la puerta y, debajo, un pliego con el nombre de su padre que los viandantes miraban con curiosidad. Desde entonces, Bartolomé decidió que él también sería colmenero algún día.

La estancia donde iban a ser instaladas las colmenas ya estaba preparada, el muro tenía más de dos varas de alto para dificultar el paso a los osos. El viento del norte no dañaría a las colmenas pues se había instalado en una buena solana.

El agua limpia del arroyo corría muy cerca y el suelo estaba bien saneado. La pizarra afloraba inclinada como dientes de perro y el agua de la lluvia correría sin pudrir los corchos. Bartolomé recibió la orden de limpiar el monte cercano. Su padre no quería que volviera a suceder como cuando, dos años antes, el fuego que prendieron unos pastores para aumentar el pasto quemó sus dos mejores posadas.

Símbolos de de la Santa Hermandad entre los que se encuentra una colmena en recuerdo de que la institución comenzó siendo una hermandad de colmeneros. También aparece un jabalí y el yugo y las flechas de los Reyes Católicos, por ser hermandad real-

Todo estaba preparado. Hasta habían guiado dos acebuches junto a la pared para que así anidaran en ellos los enjambres que se salieran de los corchos. Pero había que atraer a las abejas, y Bartolomé ya sabía que debería untar las ramas de los árboles con un poco de aguamiel.

Las colmenas habían sido fabricadas en las largas noches de invierno, a la luz de las velas que ellos mismos hacían con la cera más sucia de sus panales, que las buenas ya las teníanapalabradas en Guadalupe. Habían escogido las mejores cañas de corcho del alcornocal del Puerto, que no tuvieran hendiduras ni resquebrajamientos, y las habían clavado con virus de jara afilados y endurecidos al fuego. En Piedraescrita  consiguieron una carga de estiercol de becerro que, mezclado con barro, sellaría las colmenas salvándolas del frío y de las sabandijas.Con unos palos de encina atados en forma de portera cerraron en la corraliza los corchos que esperaban sus enjambres.

Bartolomé pensó que, al fin y al cabo, este no era un mal oficio. Solamente el silencio del monte, con el aullido del lobo acompañándole muchas noches, le producía cierto sobresalto. Pero no era el miedo lo que le más le angustiaba. Solamente le turbaba la posibilidad de que a Blanca, la muchacha que le estuvo mirando en la fiesta del pueblo, no le gustara vivir en la soledad de la alquería.

Aunque, cuando contempló que la temprana primavera ya teñía los cerros de enfrente con sus cantuesos de color morado, y que la jara, el cantueso, el tomillo y el romero llenaban de olores el aire pensó que la cosecha sería buena. Podría comprarle a Blanca ese pañuelo que miraba con tanta atención cuando se lo ofreció el buhonero después de la romería.