LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

La llamada hoy Vía Verde de la jara es denominada por los lugareños la Vía del Hambre. En este cuento de obras que no se acabaron se relata el porqué. 

Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya
Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya

Había llegado esa hora de los inviernos de Castilla en la que es difícil permanecer sentado sin que se enfríen las orejas. Cuando el sol rojo, que cae después de uno de esos días despejados de un azul diáfano, quiere calentarnos más, pero no puede y se hunde en la tierra húmeda de la que empieza a levantarse una neblina rastrera. Ramiro “el jefe” se ha quedado pensativo sobre el andén mohoso que nunca pisó ningún pasajero. Mirando hacia el suelo mientras se cala la gorra, murmura:

– Mira tú que si al final sirvió para algo todo aquel sudor.

Hoy no ha venido don Romualdo a dar el paseo después de la partida. Sin compañía, no ha querido hacer su diario recorrido por la vía. La verdad es que cada vez se va notando más viejo y parece que tiene un perro mordiéndole la rodilla, como siempre le dice al médico, quien, a su vez, siempre le responde:

– Pero qué quiere Ramiro, con sus casi ochenta años y lo trabajado que está usted, ojalá estuviera yo así.

Todo el mundo sabe en el pueblo que don Antonio, el médico, siempre ha sufrido antes que sus pacientes cualquier enfermedad, incluso las que son un poco ridículas o infamantes.

– ¿Es que crees que sólo tú tienes almorranas?. Mira, tres semanas llevo yo con las posaderas sobre el flotador de mi nieto para aguantar el dolor.

Tampoco las patologías venéreas escapan a su terapéutica comparativa y si algún mozo viejo va a la consulta con purgaciones de puticlub, relata el galeno con todo lujo de detalles cuando cogió un mal chancro haciendo la mili en Melilla, y cómo su padre tuvo que mover durante la posguerra sus influencias en las embajadas para conseguir la penicilina salvadora.

Ramiro salió de la estación mirando de reojo las paredes decoradas con dibujos soeces y las grietas que dejaron los chatarreros cuando robaron las tuberías. Ha pasado mucho tiempo desde que “el jefe” dejó de llamar la atención del alcalde para que, al menos, tapiaran las puertas y ventanas y, de vez en cuando, el ayuntamiento diera una peonada para correr el tejado. Ya no quedaban tejas, y el fuego que encendieron para calentarse unos aceituneros portugueses acabó hace algunos años con la techumbre. Hasta llegó, con la ayuda de don Romualdo, que había sido profesor en la universidad, a escribir una carta a un periódico de Talavera para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, pero nadie le escuchó.

El camino iba subiendo junto a una hilera de álamos corroídos por la grafiosis y Ramiro pensó mirándolos:

– Estos árboles están como yo y como la vía, aunque, si es verdad lo que me han dicho esos dos ciclistas de Madrid, puede que la estación de Aldeanueva de Barbarroya se salve.

Él siempre soñó con decir en voz alta ese nombre, tan sonoro y difícil de pronunciar, del pueblo donde estaba destinado como jefe de estación a los forasteros que asomaran por las ventanillas, pero nunca llegó a levantar la bandera ni a oler la carbonilla, la línea nunca se terminó.

Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó
Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó

De camino a casa se detiene con Teresa, una de esas personas chatas y bajitas que todavía se pueden ver por las tierras pobres de España marcadas por la necesidad de la posguerra y por la precariedad de su alimentación.

-Ya ve usted señor Ramiro, entonces, cuando llorábamos y no había qué llevarnos a la boca nos hacían con un trapito atado un chupete de miel y adormidera y así engañábamos el hambre; y no como ahora, que los críos están “tiestos de yogules y potitos desos”.

La mujer continúa lavando los moldes de esparto de los quesos y le ofrece al jefe de estación.

– Tome usted un cachejo que mis cabras son las más limpias del pueblo.

El hombre coge un pedazo de queso con un vaso de vino tan oscuro y espeso como las arcillas de La Jara donde nacen las viñas y continúa cansino hacia su casa. Hoy, después de mirar en la televisión un concurso estúpido o alguna de esas películas americanas que no entiende, se irá a acostar y volverá a contemplar absorto, como en una oración, el retrato de su mujer que tiene junto ese cuadro de los caballos y los ciervos bebiendo a la luz de la luna que hay en tantas casas de los pueblos españoles. Parece que ha sustituido a aquel hule con el mapa de España que cubrió durante décadas la mesa camilla. En él los niños españoles aprendían geografía cuando un macarrón se caía sobre la ciudad de Valencia o el cerco caliente de una cacerola requemaba la provincia de Madrid.

Al día siguiente, después de perder en la partida un café y dos copas de Veterano, Ramiro salió con don Romualdo a dar su paseo.

– Venga Ramiro, que ya sabes que en febrero busca la sombra el perro, y hoy parece que ha calentado un poco más el sol. Vamos a acercarnos por la vía hasta la fábrica de la luz.

Pasaron primero junto a los muelles de la estación y Ramiro imaginó a las vacas y las cabras subiendo en los vagones para ir a la feria de ganado de Talavera. Siguieron por delante de los almacenes también arruinados, mientras las uralitas sueltas golpeaban contra la estructura oxidada del tejado. Frente a ellos, a falta de raíles y guardagujas, los chavales habían preparado un campo de fútbol en la explanada y se llamaban unos a otros con nombres brasileños.

– Está usted oyendo Ramiro, nosotros aprendíamos que Hernán Cortés y Pizarro debían ser nuestros héroes, y ahora resulta que los indios de las favelas son los ídolos de la juventud. Un detalle de justicia histórica para aquellas tribus que siempre salían perdiendo en sus luchas contra los dioses de la barba y el caballo- explicó don Romualdo en el tono un poco pedante que siempre utilizaba con sus paisanos cuando hablaba de estas cosas que ninguno de ellos comprendía.

Siempre que tomaba esta actitud, su compañero pensaba lo alto que había llegado “Aldito” el hijo de Marciano “Gorreta”, que con este nombre conocían en el pueblo a todos los de su familia pero, cualquiera se lo llamaba. Un enfado jupiterino le acometía si alguien le recordaba en su cara el mote familiar e improperios como palurdo, asno, o acémila eran lo mínimo que salía de su boca, mientras una lluvia de perdigones escapaba entre su descolocada dentadura postiza.

Las flores de los almendros estaban perdiendo los pétalos y formaban una alfombra bajo sus troncos. Ya estaba avanzado el invierno y habían dejado de adornar con su belleza breve la naturaleza sobria de las lindes que separan los barbechos.

Anduvieron unos minutos en silencio y se detuvieron a contemplar desde el terraplén las riberas del Tajo. Al otro lado del río emergía sobre las aguas un tejado con un poste corroído del que colgaba un cable oxidado. Era la antigua central eléctrica que en tiempos había dado luz al pueblo.

Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador
Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador

– Nada, cuatro bombillas repartidas por las calles que, si corría poco agua, daban menos luz que las velas.- dijo D. Romualdo, siempre tan negativo- Esa central es como la vía, y como el pueblo, un quiero y no puedo.

– Pues no señor, no estoy de acuerdo – dijo el jefe de estación- Por el oeste de España siempre se ha puesto el sol, jamás se ha levantado, y ya va siendo hora. Nunca se nos ha regalado nada y para una vez que se quería dar con el tren algo de vida a estas tierras se chafó la cosa.

– Ya sé Ramiro, me lo ha contado usted muchas veces. Que la vía la proyectaron en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, que la quiso impulsar la República y que luego quisieron unir Madrid con los regadíos del plan Badajoz. Lástima, que los camiones empezaran a abundar, que las carreteras mejoraran y que los ministros de Franco creyeran que ya no era rentable acabarla. El caso es que hoy no tenemos tren ni central, que lo único que nos queda es la cara de Agapito.

Agapito había sido el encargado de la central. Su amigo Onésimo tenía veleidades artísticas y le había hecho una máscara para esculpirle más tarde con un mármol que nunca llegaría a comprar. La central cerró y Agapito se marchó, pero Onésimo se hizo una casa en la plaza con la indemnización que cobró cuando le despidieron y, no se sabe el porqué, colocó en la fachada la máscara de Agapito. Aquel extraño elemento decorativo atraía los comentarios de los visitantes ilustrados del pueblo, que especulaban sobre el origen fenicio o romano de la cara de barro de Agapito, el de la fábrica de la luz.

Los dos hombres seguían mirando hacia el río cuando algunas grullas retrasadas cruzaban el cielo hacia el sur.

-¿Te acuerdas del cajón?- Dijo Ramiro mirando con sorna a Romualdo.

– Cómo no me voy a acordar- respondió secamente el profesor-.

Ramiro sentía un placer algo malintencionado en recordar a su amigo el día en que, por ser el hijo de los caciques, tuvo que cruzar el río en el cajón que con un cable vadeaba el Tajo acompañado de un cura y un falangista de un pueblo cercano. Muertos de miedo y ateridos de frío llegaron al otro extremo donde se percibía en la oscuridad el bulto de otras gentes. Era el maestro de Calera, un herido en la guerra y un alcalde de los rojos que iban a cruzar a la otra parte. Romualdo recordaba que los huidos de ambos bandos se habían dado las buenas noches con mucha educación y luego él había echado a correr tropezando con las encinas y las cornicabras hacia zona nacional.

Secundino, el alcalde del pueblo, de acuerdo con los molineros, utilizaba el cajón para cruzar a cada uno al lado de sus preferencias políticas, sin ningún escrúpulo ideológico y sacando de paso un dinerito con labor tan humanitaria.

– Pero no te olvides que, aunque cerró la fabrica de la luz, después hicieron la presa de Azután que inundó el molino y la central- dijo Ramiro rompiendo una lanza por el progreso.

-Sí- respondió don Romualdo- pero se llevan la energía a mover la industria de otras tierras y aquí siguen arañando con las uñas las aceitunas del suelo para poder vivir.

Los dos hombres siguieron su camino sobre la vía que se iba encajando entre elevados taludes de granito negro y compacto. Recordaron el esfuerzo inmenso, las miles de carretas de piedra que se sacaron de allí haciendo estallar los barrenos que se llevaron por delante la vida de varios obreros.

-Te acuerdas de aquel picapedrero de Lagartera, tuvieron que bajar hasta el río para recoger una de las piernas cuando estalló una caja de dinamita.

Ramiro recordaba las viejas camionetas de explosivos custodiadas por dos guardias civiles muy serios aferrados al mosquetón. Y es que los maquis andaban cerca, la partida de Quincoces podía aparecer en cualquier momento. Había traído en jaque a los guardias y a los soldados hasta que le traicionaron en Valdelacasa. Dicen que un majano de piedras amontonadas en el lugar donde murió es el monumento que fueron formando sus paisanos en recuerdo de su lucha sin futuro.

Una bandada de torcaces levantó el vuelo en la otra orilla del río sobre los acebuches.

– Sabrá usted –dijo don Romualdo- que los fenicios injertaron los acebuches silvestres de la península ibérica y así nacieron sus magníficos olivares. Todavía se aprovechaban hasta hace poco sus pequeñas aceitunillas en algunos lugares de España para hacer un aceite áspero y negro.

– Hoy sólo sirven para llenar el buche de las palomas que vienen a cazar los italianos, que creo que en su tierra ya no quedan ni golondrinas por el vicio que tienen para tirar de gatillo.

Abajo, el sol oblicuo del atardecer iba dando un aspecto sombrío a las aguas del río.De vez en cuando sus aguas se veían sacudidas por las carpas que saltaban pesadamente o por el despegue lento de alguna garza. En esta ocasión los dos paseantes llegarían hasta el Puente de Amador. Así llamaban en el pueblo al gran viaducto que unía las dos orillas del Tajo. Amador había sido el capataz de la inútil obra que por lo menos dejaría su nombre en la particular y extensa historia del absurdo de las obras públicas españolas, con las presas que nunca se llenaron de agua y las minas que nunca dieron oro.

Sobre el puente, un grupo numeroso de jóvenes manipulaba cuerdas y correas. Los ancianos se acercaron y oyeron que uno de ellos decía:

– ¡Vamos!. El último lanzamiento de hoy. ¿Quieres tirarte tú Esther?.

– Vale, pero seguro que voy a gritar.

– No importa es bueno soltar la tensión en las primeras caídas.

En un momento, la chica de aspecto frágil se colocó un arnés y se enganchó a una gran maroma, se colocó sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Romualdo y Ramiro, estupefactos, no salían de su asombro, pero se asomaron y respiraron algo más tranquilos cuando comprobaron que la cuerda era flexible y la chica subía y bajaba como una pelota.

-¿Han visto abuelos? ¡Vaya alucine! – dijo el que parecía el jefe- ¡Joé! tú, han “flipao” los viejos. Esto no lo hacían en sus tiempos ¿Eh?

– En nuestros tiempos sólo vivir era ya un riesgo, chaval, y no hacer estas tonterías- dijo Ramiro, más tranquilo al ver que la muchacha estaba a salvo.

– Venga abuelo, tome un trago del vino de pitarra que hemos comprado en el pueblo y no se enfade- respondió el estudiante con esa emoción infantil que produce a la gente de la ciudad consumir cualquier producto del campo.

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.