PASTORES DEL ALTO GREDOS
Comenzamos una serie de cinco artículos publicados en el Diario de Ávila y La Tribuna de Talavera sobre la vida de los pastores del alto Gredos. En este primero entrevistamos al tío Pancho, uno de los últimos.
Zagal cuidando sus cabras en el alto Gredos
Son muchas las formas de vida rural cuyos protagonistas son los últimos testigos de una supervivencia al límite. Cuando nos dejen, ya nadie sabrá sacarle a la naturaleza sus frutos como ellos lo hacían y una pérdida cultural irreparable se habrá producido. No hace falta ir a perdidas zonas de la Amazonía o de África para conocer pueblos cuya riqueza etnográfica es una joya del patrimonio antropológico universal.
En las cumbres de la sierra de Gredos van desapareciendo los cabreros que, aprovechando los pastos de altura, sobrevivían con su ganado en un ambiente muchas veces hostil pero que, a pesar de todas las penurias, les hacía disfrutar de una gran libertad si los comparamos con sus paisanos del llano.
Macizo central de Gredos con el Almanzor al fondo
Para conocer a uno de estos pastores tuve el placer de entrevistar antes de su fallecimiento a Alejandro Garro Garro un candeledano conocido cariñosamente por sus vecinos como “tío Pancho” que nos llevará de la mano por la vida y las costumbres de los hombres de las risqueras y los piornales.
Nació en Candeleda en 1913 y nos refiere con orgullo que a los once años era ya un zagal con ochenta chivas bajo su custodia. Cuando, como dice Alejandro, llegó la revolución en 1936 no quiso apuntarse a aquellos proyectos utópicos de la gente de cumbres abajo que tan lejos y extraños le sonaban, al fin y al cabo él ya vivía en su Arcadia serrana. Pero cuando fue quinto, no le quedó más remedio que servir en el ejército de los sublevados de Franco. Lo destinaron a Ávila donde ese curioso y aleatorio sistema militar de otorgar destinos le hizo tomar la jeringuilla para ser practicante. Para cualquier hombre del campo español el servicio militar es un periodo vital que queda grabado en su memoria por haber sido, generalmente, la única ocasión en que los campesinos han salido del pueblo y han conocido otras tierras y otras formas de vida. Por eso nos relata con todo lujo de detalles sus diferentes destinos en la comandancia militar, en un almacén de ropa y alimentación, donde las marciales penurias eran más livianas y donde comenzó a aprender a escribir por sí mismo, simplemente observando aquellos extraños signos y preguntando a otros su significado, con esa intuitiva forma de valerse de tantas gentes rurales que seguramente en otras circunstancias habrían destacado en una sociedad que les hubiera dado la oportunidad. Por contraposición a este buen destino con manduca asegurada nuestro hombre se las tuvo que ver como camillero en el frente de Córdoba donde dice con su gracejo serrano que a él y a sus compañeros “nos tupieron de huevos” para definir el fragor de la batalla. Recuerda también como en las minas de Almadén “me pudieron matar” en una disputa entre legionarios y guardias civiles.
Rebaño de cabras veratas pastando en Gredos
Pero “un día empezó a sonar radio Franco, radio Franco y se acabó la guerra”. Volvió a su tierra y al morir su padre se tuvo que poner a servir por “catorce duros y catorce chivas al año” en una dehesa, pero en las tierras llanas asegura que le dolía la cabeza y aquellas aguas cárdenas que bebía en la calabaza de pastor no le sentaban tan bien como las aguas serranas y este fue el motivo que Alejandro da para justificar su vuelta a las soledades de las cumbres de Gredos. Sirvió después con un patrón de mote “Pielero” por cincuenta pesetas y doce chivos. Las cifras se mezclan en la cabeza de nuestro protagonista y no llegamos de verdad a saber cual fue el acuerdo, las condiciones que ajustaba con uno u otro patrón.
El viejo pastor me sigue hablando de las condiciones en las que trabajaba con “su señor y su señora”, los que yo durante la conversación supongo que son sus patrones, pero tercia su hijo Ángel en la charla para indicarme que en la zona se llama “mi señor y mi señora” a los suegros, curiosa costumbre con tintes medievales.
Es así como se establece por su cuenta con ciento cincuenta cabras viviendo de majada en majada, de puesto en puesto por estas sierras hasta que se bajó con su mujer a la finca que su padre compró por cien duros en el paraje del Alcornocal, cerca de Madrigal de la Vera, en terrenos menos ásperos e inseguros y donde a la sombra de uno de esos naranjos que dan aire levantino a las laderas del sur de Gredos estamos conversando.
Vista parcial de la Majada de Braguillas
Ya hemos conocido al personaje que nos enseñará en semanas próximas la forma de vida de estas gentes solitarias que cuando bajaban a algunos de los pueblos de la Vera o del Valle del Tiétar eran despreciados, “tratándonos como salvajes o bobos” como me dice su otro hijo, Albino. Aunque lo que se podía deducir era más bien que en las gentes del llano lo que asomaba era la envidia de estos hombres que no tenían patrón que los maltratara, que vivían con absoluta independencia en sus chozas y que, eso sí, cuando iban al pueblo pagaban al contado y había quien se les arrimaba olvidando su desprecio para que se pagaran una ronda en la taberna. Eran hombres libres y eso, había a quien no le gustaba.
Pero comencemos ya a conocer la vida de estos hombres que durante el invierno vivían en las majadas, “las mahás”, dicho en el castellano extremeño de las laderas del sur de Gredos, y que en verano subían a los “puestos” de las alturas para aprovechar los pastos más frescos y viviendo en construcciones más precarias.