DESDE EL RISCO ÑAÑA
Invierno en La Jara. El sol rojo se refleja al atardecer sobre las espesas columnas de humo y vapor de las almazaras que se levantan por encima de los caseríos de tejas rojas, rojos ladrillos y adobes colorados.
Las rañas jareñas vistas desde el risco Ñañas
Hileras interminables de olivos platean sobre las rañas movidos por el viento que se levanta al salir el sol después del chaparrón. Las duras cuarcitas que desde hacía siglos se comían las rejas de los arados romanos brillan mojadas sobre la arcilla. Verdean las jaras, este año jugosas porque el invierno húmedo y sin frío no las ha dejado consumidas y blanquecinas como en los años de secas pelonas y escarchas.
Vestidas con mil capas de chaquetas de chándal, rebecas y mandiles las mujeres salen por las mañanas en los remolques a varear las olivas, el único tesoro que les va quedando con las cuatro cabras y lo que deja el señorito por matar a los venados o el italiano por disparar hasta a los saltamontes.
Corrales y labranzas arruinadas desde el risco Ñañas
Y los chozos de pizarra se van derrumbando y las casillas de los olivares muestran sus muros de tapial lamido por el agua, con los cuartones y los cañizos de sus tejados pudriéndose bajo la lluvia y los cascotes. Y al fondo, las sierras antiguas se elevan con sus inmensos canchales de piedras quebradas y picudas que formaron antes enormes montañas. Grandes cordilleras que se formaron al elevarse hace millones de años los limos de un mar ancestral que dejó sus pequeños monstruos marinos impresos en la roca de Las Moradas o del Rocigalgo.
Cumbres de La Jara Alta desde el rico Ñañas
Olor a alpechín y al barro pisoteado de los trampales de los caminos que se mezcla con las heces del ganado, de los rebaños que cada vez pasan menos por las coladas y cañadas, permitiendo que el monte se vaya comiendo las barreras. Y observo que siguen poniendo puertas al campo con las ilegales y elevadas alambradas de los amos, amos tan antiguos como los trilobites de las cumbres. Amos que adiestran a los guardas como a mastines porque no quieren que les roben sus ciervos alimentados como borregos que les sirven para darse tono con las amistades en nuestra Escopeta Nacional de nunca acabar.
Voy subiendo hacia el Risco Ñaña, que me atrae con su vieja toponimia de magia y misterio, y me acompañan robles, pinos y castaños sobre los que planean los abantos. Desde allí un haz de luz que sale de repente entre las nubes negras ilumina como un foco gigantesco las rañas, las planicies perfectas surcadas por los valles del Pusa o del Jébalo. Muestran allí abajo su damero de olivares verdes, barbechos grises y labrados rojos. Y disfruto de esa atalaya lejos de los lenguajes binarios y simplones de los aparatejos que nos sorben el seso, y apartado también de la putrefacción urbana amasada por los nuevos bandoleros del voto y la mentira con sus corbatas verdes que tanta roña tapan, y a cuyo lado son criaturas inofensivas los golfines a los que perseguía por estos lares la Santa Hermandad, ejecutándolos sumariamente con sus ballestas atados a una encina . Hoy no hubieran tenido bastantes saetas.
Y con el viento frío que trae olor a jara, a hojas que se van pudriendo y a revolcadero de jabalíes, acompañado de una petaca de orujo de la tierra que templa el fresco, recuerdo las palabras del fraile leonés: “¡Oh campo, oh monte, oh río! Seguro secreto deleitoso”.
Quizá el último secreto deleitoso que nos va quedando.