LA ENFERMEDAD EN LA PROVINCIA DE TOLEDO EN EL SIGLO XVIII (y II)
Artículo de Miguel Méndez-Cabeza publicado en la revista del Colegio de Médicos de Toledo
En el capítulo anterior veíamos cómo a través de las Relaciones del Cardenal Lorenzana los curas párrocos de los pueblos de la diócesis toledana referían las que, a su modo de ver, eran las causas de las enfermedades que aquejaban a sus parroquianos. Ahora vamos a comentar las principales patologías que se daban en la época según estas mismas Relaciones.
En primer lugar hay que destacar la absoluta prevalencia del paludismo entre nuestros antepasados dieciochescos. En más de un ochenta por ciento de los pueblos la primera enfermedad citada, y en muchos casos la única, es lo que en la época se denominaban las fiebres tercianas, que no eran otra cosa que el paludismo endémico con el que podríamos decir que convivían las gentes de entonces. Cuando las fiebres acometían al paciente cada tres días se denominaban tercianas, cuartanas si lo afectaban cada cuatro y dobles si los episodios eran diarios. En este último caso también se conocía la infección por el plasmodio con el término de “ciciones” o “sisiones”.
Los medios terapéuticos con los que contaba la medicina de la época eran escasos pero con el paludismo al menos ya se podía disponer de la quina. Los españoles habían observado sus efectos beneficiosos en los indios americanos ya en el siglo XVII y desde 1643 se contaba con los extractos de esta planta en la península después de que Juan Vega observara los efectos beneficiosos que la misma había tenido en el virrey del Perú conde de Chinchón, de donde derivó su primer nombre de “polvos de la condesa”. Fueron los jesuitas quienes más difundieron su uso por lo que en los medios europeos protestantes causó recelo su utilización. Es curioso constatar que se utilizaba la quina en los accesos febriles que se producían durante el otoño y que las sangrías, los purgantes y los refrescos se administraban más en las recaídas de la primavera. No se comentan cuales eran los purgantes que además de las sangrías aumentaban el calvario de estos enfermos pero sí sabemos que los llamados refrescos eran agua de limón e incluso horchata.
Entre las plantas medicinales autóctonas usadas para aplacar las tercianas estaba la centaura, el agua escabiosa, la Sal de Higuera y los parches de cantárida además de otros productos como el “armoniaco” y “el espíritu de nitro dulce”.
La segunda patología referida por los párrocos es lo que entonces se conocía como tabardillo que no es otra cosa que el tifus, pero que sospechamos debía incluir otras enfermedades que cursaran con fiebre y gastroenteritis porque aunque, como es lógico pensar por las condiciones higiénicas, deberían ser frecuentes en la época no aparecen reseñadas específicamente. Las purgas las sangrías y los refrescos eran también las únicas armas que utilizaban los cirujanos locales para luchar contra la salmonella.
La tercera entidad nosológica señalada es la del “dolor de costado” donde tal vez deberíamos incluir las neumonías, los procesos pleuríticos y tal vez algunas formas de tuberculosis que como tal solamente aparece citada como “tisis” en Casarrubios.
Las “calenturas ardientes” eran otras patologías de difícil adscripción que aparecen con cierta frecuencia en las Relaciones y que en Villacañas intentan remediar con agua de nitro, polvo de asta de ciervo y las consabidas sangrías. También encontramos las llamadas “calenturas pútridas” que completan el elenco de las enfermedades que producían el síntoma más directamente relacionado por la población con la enfermedad, la fiebre, que cuando es repentina y muy ardiente se denomina “causón”, término que todavía podemos escuchar en las consultas de algunos pueblos. En Pepino por ejemplo, la fiebre alta se trata con infusiones de cardo santo, centaura, achicoria, grama y correhuela.
El predominio de la patología infecciosa entre los toledanos del siglo XVIII debía ser abrumador ya que también hallamos algunas alusiones a la erisipela y al carbunco, dos enfermedades que en Lillo achacan a que la suya es “tierra sulfúrea”. En Orgaz parece que en la época en que se hacen estas Relaciones habían descubierto el infalible remedio de curar los carbuncos con un “grano de solimán” depositado sobre la lesión, mientras que en Villacañas utilizan las “blanduras de malvavisco” o en Villafranca las “cataplasmas de vido y un cartico que se guarda por secreto”. Acabamos este apartado con la alusión a ciertas enfermedades infantiles como el garrotillo o difteria, a la viruela en Pelahustán o “el salampión” en San Bartolomé de las Abiertas donde las toses se tratan con agua de violetas y palo dulce como las “úlceras anginosas de garganta y partes pudendas” que en Villafranca intentaban atajar con el pobre remedio de los gargarismos de zarzamora y miel rosada. En Marjaliza padecían especialmente de “fluxiones en las muelas”. En Mohedas de la Jara son frecuentes los “apostemas” y diviesos que se achacan a que sus habitantes, obligados por el hambre, comen “carnes mortecinas”. El cura de Ciruelos es más explícito en la causa principal de los males de sus feligreses y considera que su principal afección es el hambre a secas.
El resto de enfermedades no infecciosas tiene una escasa representación en la patología observada por los curas dieciochescos y así, en Alcabón se especifica que buen número de ancianos mueren de hidropesía y que además muchos de ellos son sordos. Los dolores reumáticos aparecen en Aldeanueva de San Bartolomé, en Lucillos o en Méntrida, donde se recomienda a los afectados tan pobres remedios como los baños o “tomar aires”. Otra causa de muerte es la perlesía, definida en la época como “una resolución y relaxación de los miembros en que pierden su vigor y se impide su movimiento y sensación”, una elegante manera de describir un accidente cerebrovascular. Muchas de estos antiguos términos médicos son todavía utilizados en nuestros pueblos considerándose equivocadamente vulgarismos, cuando en realidad son arcaísmos de lo más sustancioso. Yo mismo he oído, por ejemplo, decir a una paciente que su marido paralítico estaba perlático, palabra derivada de perlesía que aparece en el Diccionario de Autoridades en el siglo XVIII
Son numerosas las referencias a determinadas fuentes que se encuentran en los términos respectivos de nuestros pueblos de aguas que “no implan” o “mueven el vientre” y se suele apoyar la defensa de lo curativo de sus cualidades con el argumento de los efectos beneficiosos que las aguas han tenido sobre algún intestino noble e incluso real. El problema del meteorismo no era considerado patología leve pues son varias las alusiones al mal de “flato” en villas y lugares.
La patología quirúrgica más frecuente es el “mal de hijada” que es como llaman a las hernias inguinales en San Pablo de los Montes. En Ugena las “quebraduras” son achacadas a las aguas delgadas y se tratan con parches y bragueros, mientras que en Caudilla, donde asegura el cura que nacen muchos quebrados, son tratados con el expeditivo método de “castrarlos de pequeñitos”.
Otros párrocos tienen un concepto más moderno de los factores de riesgo, como el de La Torre de Esteban Hambrán que considera como raíz de la patología de sus feligreses el consumo de aguardientes y tabaco de hoja.
Dado el escaso arsenal terapéutico de los médicos y cirujanos de la época, no es extraño que la población desconfíe de su ciencia, como el cura de Huerta de Valdecarábanos que dice: “Las enfermedades son las regulares de las estaciones, las curan los médicos como les dicen sus libros y unos se mueren y otros sanan y estos deben su beneficio a su naturaleza, que no a los potaxes que los prescriben…y al que se quiere poner en cura lo pasa peor y remata con la sepultura y acabaron todos sus males”, claro que teniendo en cuenta que los dolores de costado eran tratados con esperma de ballena y sangrías no es de extrañar el dramático final de la mayoría de los infortunados pacientes.