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LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO, (Y 2)

La Jara y el entorno de la vía del Hambre desde las minas de oro de La Nava
Al fondo, la desembocadura del Joyegoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato
Al fondo, la desembocadura del Tamujoso, donde s produjo el asalto de los maquis de este relato

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.

– Eran los tiempos de la posguerra -comenzó a relatar el abuelo- Cuando acabó la escabechina  hubo gente de los que perdieron que tuvo que echarse al monte para salvar el pellejo y más tarde empezaron a luchar contra los de Franco en todos estos montes, hasta la sierra de Guadalupe.

– ¡Ah, los maquis! – dijo con aire un poco conspirador uno de los jóvenes con aspecto de profesor de instituto -.

– En efecto- continuó Ramiro- por aquí andaban las partidas de Quincoces, un tratante de ganado de Aldeanovita que antes de echarse al monte había sido alcalde y llamaban “Lamío”. Los guerrilleros llevaban ya dos años arrastrando el culo por esos jarales y los aliados no condenaban al régimen. Más que luchar sobrevivían tirando con lo que les ayudaban los molineros y la gente de las labranzas y con algún asalto de poca monta que daban de vez en cuando.

-¿Veis la desembocadura de aquel arroyo en el Tajo? Es el Tamujoso. Por allí pasaba el antiguo camino de Talavera y en aquellos dos cerros se plantaron los de la sierra con ametralladoras. Regresaban unos cuantos del pueblo de la feria de Mayo con las cuatro cosillas que habían comprado y con el dinero de la venta de algo de ganado cuando les dieron el alto.

Los maquis necesitaban dinero para la huida al extranjero que preparaban y les hicieron darles todo el dinero y los objetos de valor que eran pocos. Pero uno de los asaltados empezó a moverse indicando con gestos que no podía aguantar, que debía retirarse a, bueno, ya sabeis, a hacer aguas mayores.

Viaducto de la vía del Hambre sobre el arroyo Joyegoso

Los del puenting se echaron a reír dando palmaditas a Ramiro que continuó.

– Igual que vosotros se reían los compañeros de desdichas de Hilario cuando creían que tenía que retirarse detrás de las retamas de puro miedo y, aunque les habían desplumado, fueron desahogándose con él todo el camino de vuelta hablando de la suciedad de sus calzoncillos y del mal olor que despedía. Pero, cuando ya se veía la torre de Aldeanueva, Hilario se volvió sonriendo a todos sus paisanos y dijo con una mirada irónica que sí, que olía mal, pero que lo que olía mal era su cartera, sobre la que había “hecho de cuerpo” y así no se la habían quitado los maquis. Aunque oliera mal, después de lavarla, el tendría su dinero, pero todos los que se burlaban, sin embargo, lo habían perdido todo. Hilario continuó su camino dejando a todos pasmados mientras él se tronchaba a carcajadas. Podéis imaginar chavales porqué desde entonces le llamaron  Hilario “Cagacarteras”.

-Siempre con tus tonterías- dijo don Romualdo mientras disimulaba la sonrisa y tiraba del brazo de su amigo- ¿Qué van a pensar estos estudiantes de los del pueblo?. Vámonos, que ya empieza a refrescar y trae pinta el oreo de caer esta noche una buena pelona.

Volvieron los dos hacia Aldeanueva mientras el jefe de estación iba comentando:

– Quien le iba a decir al pobre Amador que su viaducto iba a servir para que unos petimetres de Madrid vinieran a tirarse de cabeza con una goma.

Había noches en las que Ramiro se despertaba con la fatiga. Con sus pulmones silbando, como el tren que nunca pasó por su vida ni por su estación. Miraba al retrato de la mesilla donde aparecía muy serio con su uniforme de jefe de estación. Así permanecía a veces durante horas hasta que amanecía angustiado con el pensamiento de que alguna de estas noches no vería entrar de nuevo la luz entre las persianas, ni oiría las blasfemias de su vecino Desiderio intentando arrancar el tractor. Su vida se apagaba y era como un cuadro en el que el artista ha pintado el fondo, un paisaje primoroso, el cuerpo y el traje del retratado con todo lujo de detalles pero le falta la cara. Aunque sea el mejor cuadro del mundo, la vida de Ramiro es un retrato sin rostro.

Al día siguiente volvieron don Romualdo y él a pasear por la vía pero esta vez en la dirección opuesta, hacia Extremadura. Salieron del pueblo por los antiguos lavaderos y los dos sintieron la añoranza del bullicio de las mujeres lavando en las pilas de piedra. Parece que escuchaban correr el chorro del pilón y  creían ver la ropa blanca que se extendía sobre los juncales que rodeaban a ese mentidero del pueblo que actualmente había sido sustituido como tal por la consulta del médico, verdadero lugar de encuentro de los pequeños lugares donde las mujeres acuden con “los cartones” de los medicamentos envueltos con la cartilla en una bolsa de plástico. Allí intercambian sus dolencias y sus experiencias quirúrgicas. Hoy solamente estaba junto a las pilas un dominguero madrileño de los muchos que aprovechan los viajes al pueblo para despojar a sus padres del aceite y de los chorizos de la matanza y para lavar meticulosamente su automóvil.

Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya
Lavaderos de Aldeanueva de Barbarroya

Continuaron vía adelante hasta cruzar el camino que discurre junto al Canto del Perdón. Se sentaron al sol y miraron hacia la enorme roca de granito en la que aparecían unos misteriosos grabados en la superficie. A su alrededor las gentes que desde hace siglos transitan por el sendero han ido arrojando cantos hasta formar un  pequeño túmulo.

– ¿Cómo quiere usted Ramiro que los gobiernos traigan aquí trenes y progreso si la gente sigue todavía echando piedras en los caminos y pidiendo deseos que nunca se cumplirán?

– Pues para eso precisamente, para que estas gentes salgan de su encierro y de su ignorancia. Aparte, don Romualdo, de que ustedes los catedráticos cuando se ponen esas togas absurdas y esos sombreros de los que parecen que cuelgan fideos no son menos ridículos.

– No te ofendas. Es curioso que lo que nuestros paisanos veneran en esa piedra no es otra cosa que un grabado de la Edad del Bronce. Algo que hace cuatro mil años producía fervor a los cazadores y mineros que andaban por aquí.

– Puede que sea eso, pero a mí me han contado otra versión. Dicen que hace muchos años, en una venta del pueblo jugaban a los naipes un pastor y un arriero. El vino y las trampas provocaron una pelea entre los dos. El arriero sacó la navaja hiriendo a su compañero de juego y emprendiendo después la huida. La rabia y la herida hicieron correr como un corzo al ofendido que dio alcance a su agresor sacando su faca pero, cuando ya iba a matarle el arriero imploró perdón y el pastor agredido escuchó la voz de una mujer hermosa que le pedía que no lo hiciera. No se sabe si la mujer era la Virgen o un hada, lo cierto es que todo el mundo pide un deseo, lanza una piedra y reza una oración cuando pasa por aquí y yo, amigo mío, voy a ser ahora mismo un ingenuo y un rústico y voy a pedir un deseo que además no le voy a contar.

– Allá tú con tus supersticiones, pero vámonos que quiero echar un trago en la fuente de los Cuadrilleros.

Grabados del Canto del Perdón
Grabados del Canto del Perdón

Cuando llegaron a la vía, un todoterreno daba acelerones intentando salir de un trampal de barro hundiéndose cada vez más. Se acercaron y aconsejaron al conductor que cortara unas retamas y las metiera bajo las ruedas. Empujaron como pudieron y, aunque a don Romualdo se le puso su abrigo pasado de moda perdido de barro, el coche consiguió salir.

– ¿Que hacen ustedes por aquí? ¿Es que son del catastro?.

– Pues no, somos topógrafos de las obras de la Vía Verde.

Ramiro sintió algo muy extraño, recordaba a los ingenieros que antes de la guerra anduvieron con sus palos y sus teodolitos midiendo por todas partes para comenzar después  las obras de la vía, su vía.

– Mire usted, esta es la línea de Talavera a Villanueva de la Serena, aunque también se la conoce como la Vía del Hambre porque en los años de la posguerra dio muchos jornales en estos pueblos, que entre la política y las sequías aquí se comieron muchas bellotas por aquella época. Pero eso de la Vía Verde es nuevo.

– ¡No hombre! – dijo el ingeniero – Así es como van a llamar los políticos a la ruta que se va a preparar para atraer al turismo rural. Vamos a arreglar las estaciones, el piso y los derrumbes. Se va a señalizar el recorrido y se van a iluminar los túneles para que vengan los turistas a recorrerla andando, en bicicleta o a caballo.

– ¿Pero van a pasar viajeros por la vía?- preguntó Ramiro casi con ansiedad.

– Pues claro abuelo, la gente de Madrid pasamos las semanas como los toros metidos en los cajones y, cuando llegan los viernes por la tarde, nos abren el toril y salimos corriendo a las sierras y a las dehesas.

Los topógrafos se despidieron y los dos jubilados continuaron su camino de vuelta a casa. Ramiro iba silencioso, mirando al frente con la vista fija en las cumbres de Gredos que se levantaban como un farallón nevado al fondo del paisaje. De pronto salió de su mutismo.

-Se imagina usted, turistas sentados en la estación con sus mochilas y sus ropas de colores, las estudiantes tomando el sol junto a la cantina. Darían una vuelta por el pueblo y comprarían algún queso o algún sombrero de paja de centeno de los que hace tía Casi, y alternarían con los cuatro mozos que quedan, que además podían emplearse en las fondas o arreglando la vía. Y visitarían la ermita del Espino, y la iglesia. Alguna vez tiene que tocar algo bueno a estas tierras.

– ¡Bah!, ¿Quién va a venir aquí a hacer turismo?. A este rincón olvidado.

– Romualdo, deja ya la mala leche, que éste también es tu pueblo al fin y al cabo. Y todos los pueblos han tenido sus momentos buenos. Ahí enfrente, a la otra orilla del río Uso, sin ir más lejos, estuvo la Ciudad de Vascos que tiene sus baños, sus palacios, sus murallas y sus mezquitas. Una ciudad rica de los romanos y de los moros que trabajaban en ella los minerales de oro de las minas de sierra Jaeña. No siempre hemos sido pobres, o te crees que los americanos no llegarán a ser con los años tan pobres como son ahora los egipcios, y eso que también tuvieron una civilización que construyó las pirámides. A todos los pueblos les vienen sus rachas, como en el mus. A lo mejor estamos ahora de racha en La Jara, como cuando los Reyes Católicos, que nuestra miel valía un Potosí.

– Veremos si es verdad, pero no te enfades ¡Coño! Y, hablando de la Ciudad de Vascos, cuéntame lo del Marqués de Lozoya con Serapio el de tía Pastora que el otro día no acabaste.

– Pues verás, vino el marqués a buscar ruinas y tesoros a la Ciudad de Vascos y le servía de guía Serapio. Un día le llevaron los porqueros de la finca una escultura de bronce como de medio metro de altura. El marqués de Lozoya dijo que se trataba de una escultura romana del dios Priapo y Serapio, al ver la escultura y fijarse en lo bien armado que estaba el tal Priapo, dijo:

– Pues a mí señor marqués esta estatua me parece el niño que no se andaba con el bolo colgando.

– Pero qué bestias sois – respondió don Romualdo disimulando mal la risa-.

lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo
lcazaba de la Ciudad de Vascos y desembocadura del río Huso en el Tajo

– Venga, vamos a tomar unos chatos al bar de la carretera. Te convido, que hoy estoy de buen humor- invitó Ramiro.

Habían pasados dos años, Ramiro tenía otras cuantas carranclas, como llamaban en el pueblo a los achaques. Esa mañana se levantó y subió al doblado. A duras penas pudo bajar un baúl que no había abierto desde hacía cuarenta años, justo desde el día en que le comunicaron por telegrama que las obras iban a ser abandonadas antes de colocar los raíles. No se terminaría nunca pero que él podía seguir con su puesto de jefe de la estación y cuidar de las instalaciones. Él siempre había querido ser el jefe de la estación de su pueblo y allí se quedó.

Sacó del baúl un traje de jefe de estación y, después de afeitarse escrupulosamente, se puso la chaqueta, los pantalones ya no le valían. Tomó la bandera y la gorra y salió a la calle cruzándose con el cura que se quedó boquiabierto dejando caer la ceniza de su cigarro mal liado sobre la sotana.

En la vía estaban el alcalde y los concejales con el alguacil que había estrenado uniforme y zapatos para la ocasión. Los periodistas y los cámaras esperaban curioseando la vieja estación recién restaurada mientras algunos curiosos esperaban a la sombra de un enorme cartelón que anunciaba que los dineros gastados venían de Europa. El teniente de zona de la Guardia Civil esperaba la llegada de las autoridades con esa cara de aburrimiento que solamente saben poner los guardias civiles en las inauguraciones. Aparecieron varios automóviles, algunos con los cristales ahumados.

La mayonesa de los canapés empezaba ya a ponerse amarilla cuando el Consejero y el Director General fueron recibidos por el director de RENFE y otros personajes más o menos relacionados con las obras. Después de inspeccionar las reformas de la estación se dirigieron hacia el túnel para observar su iluminación por luz solar y cortar la cinta.  Ninguno de ellos reparó en un hombre menudo, oculto entre unas jaras y vestido de jefe de estación que, a su paso, bajó ceremonial una bandera mientras se le humedecían los ojos y decía ¡Aldeanueva de Barbarroya, diez minutos!.

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

LA VÍA DEL HAMBRE, CUENTO (1)

La llamada hoy Vía Verde de la jara es denominada por los lugareños la Vía del Hambre. En este cuento de obras que no se acabaron se relata el porqué. 

Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya
Estación de la Vía del Hambre en Aldeanueva de Barbarroya

Había llegado esa hora de los inviernos de Castilla en la que es difícil permanecer sentado sin que se enfríen las orejas. Cuando el sol rojo, que cae después de uno de esos días despejados de un azul diáfano, quiere calentarnos más, pero no puede y se hunde en la tierra húmeda de la que empieza a levantarse una neblina rastrera. Ramiro “el jefe” se ha quedado pensativo sobre el andén mohoso que nunca pisó ningún pasajero. Mirando hacia el suelo mientras se cala la gorra, murmura:

– Mira tú que si al final sirvió para algo todo aquel sudor.

Hoy no ha venido don Romualdo a dar el paseo después de la partida. Sin compañía, no ha querido hacer su diario recorrido por la vía. La verdad es que cada vez se va notando más viejo y parece que tiene un perro mordiéndole la rodilla, como siempre le dice al médico, quien, a su vez, siempre le responde:

– Pero qué quiere Ramiro, con sus casi ochenta años y lo trabajado que está usted, ojalá estuviera yo así.

Todo el mundo sabe en el pueblo que don Antonio, el médico, siempre ha sufrido antes que sus pacientes cualquier enfermedad, incluso las que son un poco ridículas o infamantes.

– ¿Es que crees que sólo tú tienes almorranas?. Mira, tres semanas llevo yo con las posaderas sobre el flotador de mi nieto para aguantar el dolor.

Tampoco las patologías venéreas escapan a su terapéutica comparativa y si algún mozo viejo va a la consulta con purgaciones de puticlub, relata el galeno con todo lujo de detalles cuando cogió un mal chancro haciendo la mili en Melilla, y cómo su padre tuvo que mover durante la posguerra sus influencias en las embajadas para conseguir la penicilina salvadora.

Ramiro salió de la estación mirando de reojo las paredes decoradas con dibujos soeces y las grietas que dejaron los chatarreros cuando robaron las tuberías. Ha pasado mucho tiempo desde que “el jefe” dejó de llamar la atención del alcalde para que, al menos, tapiaran las puertas y ventanas y, de vez en cuando, el ayuntamiento diera una peonada para correr el tejado. Ya no quedaban tejas, y el fuego que encendieron para calentarse unos aceituneros portugueses acabó hace algunos años con la techumbre. Hasta llegó, con la ayuda de don Romualdo, que había sido profesor en la universidad, a escribir una carta a un periódico de Talavera para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, pero nadie le escuchó.

El camino iba subiendo junto a una hilera de álamos corroídos por la grafiosis y Ramiro pensó mirándolos:

– Estos árboles están como yo y como la vía, aunque, si es verdad lo que me han dicho esos dos ciclistas de Madrid, puede que la estación de Aldeanueva de Barbarroya se salve.

Él siempre soñó con decir en voz alta ese nombre, tan sonoro y difícil de pronunciar, del pueblo donde estaba destinado como jefe de estación a los forasteros que asomaran por las ventanillas, pero nunca llegó a levantar la bandera ni a oler la carbonilla, la línea nunca se terminó.

Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó
Viaducto a puente de Amador, llamado así por el contratista que lo levantó

De camino a casa se detiene con Teresa, una de esas personas chatas y bajitas que todavía se pueden ver por las tierras pobres de España marcadas por la necesidad de la posguerra y por la precariedad de su alimentación.

-Ya ve usted señor Ramiro, entonces, cuando llorábamos y no había qué llevarnos a la boca nos hacían con un trapito atado un chupete de miel y adormidera y así engañábamos el hambre; y no como ahora, que los críos están “tiestos de yogules y potitos desos”.

La mujer continúa lavando los moldes de esparto de los quesos y le ofrece al jefe de estación.

– Tome usted un cachejo que mis cabras son las más limpias del pueblo.

El hombre coge un pedazo de queso con un vaso de vino tan oscuro y espeso como las arcillas de La Jara donde nacen las viñas y continúa cansino hacia su casa. Hoy, después de mirar en la televisión un concurso estúpido o alguna de esas películas americanas que no entiende, se irá a acostar y volverá a contemplar absorto, como en una oración, el retrato de su mujer que tiene junto ese cuadro de los caballos y los ciervos bebiendo a la luz de la luna que hay en tantas casas de los pueblos españoles. Parece que ha sustituido a aquel hule con el mapa de España que cubrió durante décadas la mesa camilla. En él los niños españoles aprendían geografía cuando un macarrón se caía sobre la ciudad de Valencia o el cerco caliente de una cacerola requemaba la provincia de Madrid.

Al día siguiente, después de perder en la partida un café y dos copas de Veterano, Ramiro salió con don Romualdo a dar su paseo.

– Venga Ramiro, que ya sabes que en febrero busca la sombra el perro, y hoy parece que ha calentado un poco más el sol. Vamos a acercarnos por la vía hasta la fábrica de la luz.

Pasaron primero junto a los muelles de la estación y Ramiro imaginó a las vacas y las cabras subiendo en los vagones para ir a la feria de ganado de Talavera. Siguieron por delante de los almacenes también arruinados, mientras las uralitas sueltas golpeaban contra la estructura oxidada del tejado. Frente a ellos, a falta de raíles y guardagujas, los chavales habían preparado un campo de fútbol en la explanada y se llamaban unos a otros con nombres brasileños.

– Está usted oyendo Ramiro, nosotros aprendíamos que Hernán Cortés y Pizarro debían ser nuestros héroes, y ahora resulta que los indios de las favelas son los ídolos de la juventud. Un detalle de justicia histórica para aquellas tribus que siempre salían perdiendo en sus luchas contra los dioses de la barba y el caballo- explicó don Romualdo en el tono un poco pedante que siempre utilizaba con sus paisanos cuando hablaba de estas cosas que ninguno de ellos comprendía.

Siempre que tomaba esta actitud, su compañero pensaba lo alto que había llegado “Aldito” el hijo de Marciano “Gorreta”, que con este nombre conocían en el pueblo a todos los de su familia pero, cualquiera se lo llamaba. Un enfado jupiterino le acometía si alguien le recordaba en su cara el mote familiar e improperios como palurdo, asno, o acémila eran lo mínimo que salía de su boca, mientras una lluvia de perdigones escapaba entre su descolocada dentadura postiza.

Las flores de los almendros estaban perdiendo los pétalos y formaban una alfombra bajo sus troncos. Ya estaba avanzado el invierno y habían dejado de adornar con su belleza breve la naturaleza sobria de las lindes que separan los barbechos.

Anduvieron unos minutos en silencio y se detuvieron a contemplar desde el terraplén las riberas del Tajo. Al otro lado del río emergía sobre las aguas un tejado con un poste corroído del que colgaba un cable oxidado. Era la antigua central eléctrica que en tiempos había dado luz al pueblo.

Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador
Vista del Tajo desde la vía del Hambre, al fondo el puente Amador

– Nada, cuatro bombillas repartidas por las calles que, si corría poco agua, daban menos luz que las velas.- dijo D. Romualdo, siempre tan negativo- Esa central es como la vía, y como el pueblo, un quiero y no puedo.

– Pues no señor, no estoy de acuerdo – dijo el jefe de estación- Por el oeste de España siempre se ha puesto el sol, jamás se ha levantado, y ya va siendo hora. Nunca se nos ha regalado nada y para una vez que se quería dar con el tren algo de vida a estas tierras se chafó la cosa.

– Ya sé Ramiro, me lo ha contado usted muchas veces. Que la vía la proyectaron en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, que la quiso impulsar la República y que luego quisieron unir Madrid con los regadíos del plan Badajoz. Lástima, que los camiones empezaran a abundar, que las carreteras mejoraran y que los ministros de Franco creyeran que ya no era rentable acabarla. El caso es que hoy no tenemos tren ni central, que lo único que nos queda es la cara de Agapito.

Agapito había sido el encargado de la central. Su amigo Onésimo tenía veleidades artísticas y le había hecho una máscara para esculpirle más tarde con un mármol que nunca llegaría a comprar. La central cerró y Agapito se marchó, pero Onésimo se hizo una casa en la plaza con la indemnización que cobró cuando le despidieron y, no se sabe el porqué, colocó en la fachada la máscara de Agapito. Aquel extraño elemento decorativo atraía los comentarios de los visitantes ilustrados del pueblo, que especulaban sobre el origen fenicio o romano de la cara de barro de Agapito, el de la fábrica de la luz.

Los dos hombres seguían mirando hacia el río cuando algunas grullas retrasadas cruzaban el cielo hacia el sur.

-¿Te acuerdas del cajón?- Dijo Ramiro mirando con sorna a Romualdo.

– Cómo no me voy a acordar- respondió secamente el profesor-.

Ramiro sentía un placer algo malintencionado en recordar a su amigo el día en que, por ser el hijo de los caciques, tuvo que cruzar el río en el cajón que con un cable vadeaba el Tajo acompañado de un cura y un falangista de un pueblo cercano. Muertos de miedo y ateridos de frío llegaron al otro extremo donde se percibía en la oscuridad el bulto de otras gentes. Era el maestro de Calera, un herido en la guerra y un alcalde de los rojos que iban a cruzar a la otra parte. Romualdo recordaba que los huidos de ambos bandos se habían dado las buenas noches con mucha educación y luego él había echado a correr tropezando con las encinas y las cornicabras hacia zona nacional.

Secundino, el alcalde del pueblo, de acuerdo con los molineros, utilizaba el cajón para cruzar a cada uno al lado de sus preferencias políticas, sin ningún escrúpulo ideológico y sacando de paso un dinerito con labor tan humanitaria.

– Pero no te olvides que, aunque cerró la fabrica de la luz, después hicieron la presa de Azután que inundó el molino y la central- dijo Ramiro rompiendo una lanza por el progreso.

-Sí- respondió don Romualdo- pero se llevan la energía a mover la industria de otras tierras y aquí siguen arañando con las uñas las aceitunas del suelo para poder vivir.

Los dos hombres siguieron su camino sobre la vía que se iba encajando entre elevados taludes de granito negro y compacto. Recordaron el esfuerzo inmenso, las miles de carretas de piedra que se sacaron de allí haciendo estallar los barrenos que se llevaron por delante la vida de varios obreros.

-Te acuerdas de aquel picapedrero de Lagartera, tuvieron que bajar hasta el río para recoger una de las piernas cuando estalló una caja de dinamita.

Ramiro recordaba las viejas camionetas de explosivos custodiadas por dos guardias civiles muy serios aferrados al mosquetón. Y es que los maquis andaban cerca, la partida de Quincoces podía aparecer en cualquier momento. Había traído en jaque a los guardias y a los soldados hasta que le traicionaron en Valdelacasa. Dicen que un majano de piedras amontonadas en el lugar donde murió es el monumento que fueron formando sus paisanos en recuerdo de su lucha sin futuro.

Una bandada de torcaces levantó el vuelo en la otra orilla del río sobre los acebuches.

– Sabrá usted –dijo don Romualdo- que los fenicios injertaron los acebuches silvestres de la península ibérica y así nacieron sus magníficos olivares. Todavía se aprovechaban hasta hace poco sus pequeñas aceitunillas en algunos lugares de España para hacer un aceite áspero y negro.

– Hoy sólo sirven para llenar el buche de las palomas que vienen a cazar los italianos, que creo que en su tierra ya no quedan ni golondrinas por el vicio que tienen para tirar de gatillo.

Abajo, el sol oblicuo del atardecer iba dando un aspecto sombrío a las aguas del río.De vez en cuando sus aguas se veían sacudidas por las carpas que saltaban pesadamente o por el despegue lento de alguna garza. En esta ocasión los dos paseantes llegarían hasta el Puente de Amador. Así llamaban en el pueblo al gran viaducto que unía las dos orillas del Tajo. Amador había sido el capataz de la inútil obra que por lo menos dejaría su nombre en la particular y extensa historia del absurdo de las obras públicas españolas, con las presas que nunca se llenaron de agua y las minas que nunca dieron oro.

Sobre el puente, un grupo numeroso de jóvenes manipulaba cuerdas y correas. Los ancianos se acercaron y oyeron que uno de ellos decía:

– ¡Vamos!. El último lanzamiento de hoy. ¿Quieres tirarte tú Esther?.

– Vale, pero seguro que voy a gritar.

– No importa es bueno soltar la tensión en las primeras caídas.

En un momento, la chica de aspecto frágil se colocó un arnés y se enganchó a una gran maroma, se colocó sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Romualdo y Ramiro, estupefactos, no salían de su asombro, pero se asomaron y respiraron algo más tranquilos cuando comprobaron que la cuerda era flexible y la chica subía y bajaba como una pelota.

-¿Han visto abuelos? ¡Vaya alucine! – dijo el que parecía el jefe- ¡Joé! tú, han “flipao” los viejos. Esto no lo hacían en sus tiempos ¿Eh?

– En nuestros tiempos sólo vivir era ya un riesgo, chaval, y no hacer estas tonterías- dijo Ramiro, más tranquilo al ver que la muchacha estaba a salvo.

– Venga abuelo, tome un trago del vino de pitarra que hemos comprado en el pueblo y no se enfade- respondió el estudiante con esa emoción infantil que produce a la gente de la ciudad consumir cualquier producto del campo.

Después de compartir el vino, se fue rompiendo la frialdad de los primeros momentos y al cabo de un rato los chicos estaban tratando a los ancianos con el aire entre paternalista y estúpido con el que los urbanos tratan a los rústicos, especialmente cuando son ancianos.